sábado, 22 de mayo de 2010

El peletero/Quince días (7 de 23)


15 Marzo 2010

Día siete.

Era una muchacha prudente y educada, nunca hacía mención a la diferencia de edad que nos separaba, pero tenía razón en afirmar que mis visitas jamás regresaban, ella misma era una buena prueba de ello.

Me costaba reconocerlo, no quería admitir mi fracaso reiterado como anfitrión. Siempre sucedía algo que las hacía partir como gatos escaldados.

Es posible que fuera mi cama demasiado estrecha, la gente se cansa de caerse de ella, a nadie le gusta darse de bruces, cada dos por tres, con el suelo por más alfombrado y tapizado que esté.

Mi joven amiga siempre tuvo todos los amantes que deseó, los conseguía con facilidad al estar predispuesta a ello. A una mujer le es fácil encamarse con quien desee si no le importa la convención burguesa de la reputación. Esa es una de las cosas que pocos hombres aceptan como señal inequívoca de una clase muy especial de superioridad respecto a ellos, es un rencor de género, la envidia del débil y del que sabe que, en el fondo, nunca manda ni elige. ¿No hay hombres que eligen? No, los hombres no eligen, hay mujeres que siguen a algunos hombres, que es muy distinto. Y ésa es también una clase de superioridad muy especial y diferente de la de ellas, muy diferente.

En todo caso y, aunque luego le quedara un regusto chocante, disfrutaba de sus amantes, o eso afirmaba con una simpleza un tanto infantil. La amargura y el vacío que seguían a continuación también formaban parte del guión y de la lógica de las cosas, las lágrimas que derramaba y algún que otro desconcierto psicológico iban en el mismo paquete, parecían un adorno necesario, una especie de colofón. Pero todo eso no tiene ninguna clase de importancia, ya no.

- El próximo día, uno de noviembre, cuando se hayan ido esas visitas que esperas, me encontrarás tal y como Dios me trajo al mundo dentro de la bañera de tu casa- me dijo con su típica resolución de mujer decidida y mostrándome la mejor de sus caras. Solamente tienes que desnudarte y meterte dentro tú también- añadió- pero si te da pereza despojarte de la ropa entra vestido, me da igual, aunque te agradecería que al menos te quitases los zapatos.

- Siempre lo hago, nunca me baño calzado, acostumbro a lustrarme las botas con betún y los pies con jabón, no al revés, querida mía- le respondí esforzándome en parecer simpático y en lucir la sonrisa de mi padre, que era sin duda mejor mucho que la mía.