lunes, 9 de marzo de 2009

El peletero/El bailarín (y 2)



7 Diciembre 2007

Yo

Yo lo conocía, conocía al bailarín, aparentemente era su amigo, eso era lo que todos creían y lo que yo quería que creyesen, pero no era cierto, estaba más bien a su servicio, un día me eligió y yo acepté.

Tenía una conversación agradable y su éxito parecía prometer algo desconocido y valioso.

Me pidió un favor y le dije que sí. Ese favor acabó convirtiéndose en una rutina.

Era extraño, nadie me obligaba, nunca nadie me obligó, ni siquiera él.

¿Qué buscaba yo?, ¿saber qué buscaba él?

¿Buscaba amor?, por supuesto que no, ¿alguno de sus derivados?, ¿amistad, compañerismo, lástima, sexo?, tampoco.

Ni siquiera le gustaba bailar, me dijo un día.

No sé que buscaba y lo que es peor, tampoco sé lo que hacía con ellas cuando se las llevaba. Cuando elegía a una y se iba con ella.

¿Qué hacía?, no sé, pero sí sé que les hacía daño. Lo que desconozco es la clase de daño.

Las pobres muchachas también me buscaban a mí y acertaban al pensar que a través de mí llegarían antes a él, que yo era como un atajo, una etapa previa, y tenían razón, así era, yo era la antesala, el secretario que organizaba los turnos y los encuentros.

Yo se las presentaba y se las llevaba y él las tomaba. Le hacía una selección previa, era un filtro. Y él las abrazaba y empezaba el baile, incluso antes de que sonase la música.

Él me enseñó que en los primeros tiempos del mundo fue así, primero el baile, decía y luego la música. Aunque parezca raro así fue. Lo afirmaba muy seguro.

Y luego, atento a su señal, conducía a la elegida al lugar indicado.

Allí estaba, esperándola, allí estaba él a solas y allí sucedía algo terrible y fatal.

No había sangre, ni muertes, ni torturas, ni violencia. Tampoco había música ni se bailaba ningún vals. Y por supuesto no había sexo, no había nada, ni siquiera ruido, ni tambores ni trompetas, apenas un murmullo, una letanía, una salmodia.

Eso es lo único que sé, yo no estaba presente y nunca le pregunté a mi amigo a qué se debía el espanto que había luego en los rostros de aquellas muchachas al salir.

Nunca me atreví a oír de su boca la letanía.

Cuando salían, una vez todo había terminado, yo las llevaba también de vuelta a su casa entre sollozos y alguna que otra convulsión. Nada grave, pero sí triste. Muy triste.

No hacía falta recordarles que se mantuvieran calladas, aunque no había nada que denunciar, pero ninguna era capaz de relatar lo sucedido.

Más tarde, una vez recuperadas, estaban más avergonzadas que temerosas, aunque el miedo ya no las abandonaría nunca más.

Y la vergüenza tampoco.

Es extraño como te puede hacer más daño la vergüenza que el miedo. ¿Cuál era su vergüenza?, lo ignoro.

Más no puedo decir, porque más no sé, aunque sí recuerdo que alguna de ellas citaba llorando algo de un lobo muerto. Nunca llegué a saber a qué demonios se referían.

Por cierto, mi amigo me decía que se llamaba Miguel, pero yo sé que no era verdad.

Ése no era su nombre.

¿El mío?

No hace al caso.

Ninguna me lo preguntó jamás.

¿Para qué?