jueves, 23 de febrero de 2012

El peletero/Teodoro Van Babel (15)


Teodoro Van Babel

15.
Los celos.

Al mismo tiempo que Anna de la Rochefoucauld reconstruía la causa de la libertad estableciendo el precio que hay que pagar por ella, otra escritora francesa, Marie de la Fayette, argumentaba también que la razón del pecado de nuestros primeros padres no debíamos buscarlo en sus negocios con Dios ni con la serpiente y sí con los que mantuvieron entre ambos. De una manera perspicaz reelabora igualmente el motivo de la soberbia y de la envidia. Para ella son los celos que siente Eva por causa de la relación de Adán con Dios la razón del tropiezo, Madame de la Fayette afirma que Eva no desea ser Dios exactamente ni emular su poder o sabiduría, ni tampoco pretende saber lo que sabrá del árbol cuando coma la manzana porque en realidad, dice, como mujer ya lo sabe, ni le importan tampoco demasiado todas esas disquisiciones sobre la libertad y la muerte, pero sí quiere algo parecido, ocupar su lugar frente a Adán, ser su único anhelo, la sola ventana de su casa, la única pintura colgada en la pared.

Lo logró, hay que reconocerlo, no llegó a ser Dios ni mucho menos, pero lo sacó de escena y se convirtió para Adán en el único centro de sus ojos, en ese punto de fuga en el que todos nos perdemos.

En realidad, según ella, aunque le desobedecieron, nadie traicionó realmente a Dios, se traicionaron ellos dos entre sí. ¿Cómo?

El sexo tiene dos consecuencias importantes, nos cuenta la francesa, una de ellas no hace al caso ahora, y la otra son los celos que ocasiona porque en los lechos siempre hay alguien que mira hacia otro lado al no perder de vista algo, o a alguien, que está ausente y presente al mismo tiempo como un fantasma, esa sombra que se halla fuera del cuadro, y que Isaac mira en la pintura de Teodoro Van Babel, una necesidad o una amenaza, en ocasiones una simple esperanza y en otras una mera decepción.

Según parece nunca se está dónde se está y sí en un lugar del que partimos hace mucho tiempo atrás y que esperamos, sin esperarlo demasiado, regresar.

No ser visto es un insulto del que mira y no te ve o no recuerda haberte visto, una afrenta terrible porque el peor dolor es no ser nadie para los demás.

Dos ojos, aunque no lo parezca, no nos permiten mirar dos cosas a la vez ni cuatro ver por cuadriplicado lo mismo. Dicen los grandes pintores que sólo se puede dibujar a los muertos o a los vivos nacidos para la muerte. ¿Quiso Eva substituir a la muerte?

Isaac miraba a lo lejos, más allá de los horizontes que sus barcos surcaban, y Rebeca, que no tenía nada más que hacer, miraba a Isaac que se perdía entre la espuma del mar. Él veía llegar los vientos y sabía cómo debía tripular las naves y proteger a sus barcos del temporal, en cambio, era un mal caballero y su cabalgadura no le obedecía, no vio el milagro que se gestaba en el vientre de su amada, no supo tomar su timón ni fijar el rumbo ni el derrotero, ni tampoco ver su derrota que inexorable se avecinaba.

Adán recibió una manzana, pero Isaac una hija que no era suya ni de nadie excepto de Rebeca y de alguien más que ni ella misma sabía, la noche la poseyó.

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Llegué a Arlés a altas horas de la noche, y esperé el alba en un pequeño café que permanecía abierto. El dueño me miró y exclamó: "¡Usted es el compañero, lo reconozco!”

Un autorretrato, que había enviado yo a Vincent, explica la exclamación del propietario. Al mostrarle mi retrato Vincent le había dicho que era un compañero suyo que vendría pronto. Fui a despertar a Vincent, ni demasiado temprano ni demasiado tarde. El día fue dedicado a establecerme, a mucha conversación y a pasear de manera que pudiera admirar la belleza de Arlés y las mujeres arlesianas, acerca de las cuales, dicho sea de paso, no cobré gran entusiasmo.

Al día siguiente pusimos manos a la obra, él, continuando lo que ya había comenzado, y yo, comenzando algo nuevo. Debo confesaros que nunca he tenido la facilidad mental que otros encuentran, sin dificultad alguna, en la punta de sus pinceles. Estos individuos descienden del tren, recogen su paleta y os despachan en seguida un efecto de luz. Cuando está seco, va al Luxemburgo y es firmado Carolus-Duran.

No admiro la pintura, pero admiro al hombre. Es tan seguro, tan tranquilo. Yo, tan inseguro, tan intranquilo.

A donde quiera que voy necesito un cierto período de incubación, a fin de poder aprender cada vez la esencia de las plantas y de los árboles, de toda la naturaleza, que nunca desea ser comprendida o entregarse a sí misma.

Pasaron, pues, varias semanas antes de que yo estuviera en condiciones de captar indistintamente el agudo sabor de Arlés y de sus alrededores. Pero ello no impidió que trabajáramos duro, especialmente Vincent. Entre dos seres tales como él y yo, uno un perfecto volcán, el otro hirviendo también, interiormente, se estaba preparando una especie de lucha. En primer lugar, por todas partes y en todo encontré un desorden que me chocaba. Su caja de colores apenas contenía todos esos tubos, amontonados y nunca cerrados. A pesar de ese desorden, de ese revoltijo, algo brillaba en sus telas y también en su conversación. Daudet, Goncourt, la Biblia inflamaban su cerebro holandés. Los muelles, los puentes, los barcos de Arlés, todo el Midi, ocuparon el lugar de Holanda para él. Incluso olvidó cómo escribir el holandés, y, según puede verse en las cartas a su hermano, nunca escribió sino en francés, admirable francés, con un sinfín de "puesto que" y "por cuanto".

(“Diario íntimo”, Paul Gauguin – Acerca de Van Gogh. Les Alyscamps, Arles, 1903. Ignoria, 13 de agosto de 2009 por Isaías Garde)