martes, 16 de marzo de 2010

El peletero/El tiempo pequeño/Entonces.


6 Noviembre 2009

Entonces

En aquellos años los árboles todavía alcanzaban nuestro balcón, por entre los barrotes de hierro negro entraban sin pedir permiso. Sus ramas altas y jóvenes nos ofrecían unas hojas tan grandes como manos abiertas, limpias y verdes. Con ellas jugábamos a vender pescado, cuchillos de plata envueltos con periódicos y escarcha, fauces monstruosas de dientes más afilados que los de mi gata, ojos de pez, de ciego que han visto la oscuridad metálica del mar, y que ahora, una vez muertos, miran atónitos y boquiabiertos a mi jilguero cantar.

Al terminar el invierno los podaban, parecían salir del esquilador, con el flequillo bien recortado y sin lana, con las uñas pulidas y las manos vacías, huesudas y abiertas en demanda de alguna limosna y un poco de nada.

Añoraban su sombra, su baile quieto y su antiguo y joven verdor.

En aquel tiempo, mucho antes de nacer, yo era un simple muchacho feliz y asustado al ver a mis plataneros bailar, agitarse cuando soplaba el levante cargado de mar. La lluvia caía, brotaba y se derramaba, era un torrente celeste que empapaba a titanes iracundos de cien extremidades. Sus mil dedos golpeaban los cristales y el agua los esmerilaba de gris y de plata.

Entre las escamas el verde, entre el metal, tú, y con el aroma de las nubes negras mi amor por ti.

Eso era entonces, cuando te mostrabas dulce y altiva como yo te quería, cariñosa y esquiva, con la cabeza alta, de perfil, y sin mirarme mirar a la jaula, y sin oírme escuchar el himno de las alas, la danza de las manos, las hojas y las ramas.

Ajena a mí y a todo, a mi alma, a mis ojos y a mi gata, a mi nube blanca y a mi esplendor.

Así, olvidada, te amaba. Así, amada, nunca te olvidé.