Hemeroteca peletera
El gran seductor.
A Berlin no se le conocían
lances amorosos (excepto una relación “embriagante”, pero no consumada, con una
aristócrata de cara pecosa) y presumía de ser ajeno al compromiso político y
las pasiones que veía en las vidas de los otros. Ignatieff cuenta cómo una
dama, bella y acosada, Sally Graves, se vio obligada a reprocharle: “Algunas
personas –le amonestó- parecen no darse cuenta de que la gente tiene apetitos”.
(Isaiah Berlin, “Antídoto de liberticidas”, Josep Massot, sábado 6 de
junio de 2009)
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¿Qué apetitos tiene la gente?,
¿de qué habla Sally Graves?
El otro día terminaba mi post destacando la fuerza que posee la belleza física a propósito de una cita de John
Le Carré sobre uno de sus personajes que aparece en “Un traidor como los
nuestros”. Y ello me llevó a una de mis novelas preferidas, “El
Rojo y el Negro”, y su protagonista, Julien Sorel, prototipo ya clásico
de seductor y escalador social, un traidor, también, como los nuestros.
Mucho se ha hablado de él y
de otra gran creación de Stendhal, Fabrizio del Dongo, de ambos dije: “si
bien diferentes en sus orígenes, personalidad y necesidades, son culpables y
víctimas en un drama que se convierte en un fin en sí mismo y que se
democratiza a una gran velocidad. Todo el mundo quiere formar parte y jugar a
ganar y a perder. Los nuevos tiempos lo permiten y nadie desea quedarse fuera.
A este drama lo llamaron Amor los antiguos, y los modernos no lo cambiaron ni
lo cambiarán. Julien y Fabrizio enamoran y se enamoran, sufren y hacen sufrir.
Por amor prosperan y por amor los encarcelan.
El amor de Julien y
Fabrizio está al alcance de cualquiera. Es una facultad del ánimo a la que
todos tienen derecho a bien o mal usar. Está en el aire, el más simple puede atraparlo
sin condiciones ni requisitos previos ni tampoco se necesitan antecedentes para
merecer galardones. Todo el mundo puede amar y ser amado.”
Sin embargo, el otro día, antes
de ayer, respondía a un comentario con una cita propia en la que aparece una
pregunta sin sentido:
En un viejo post que titulé
“La puerta del Cielo” un hombre realizaba, en un hotel de Thessaloniki, una
entrevista de trabajo a una mujer.
“(...) aquella mujer
solicitaba ocupar un puesto de responsabilidad en nuestra empresa y yo debía
evaluarla y saber si era la persona adecuada para nosotros.
Lo habitual, la norma que
se sigue en estos trámites, hubiese sido entrevistarla en una de nuestras
propias oficinas y pedirle que “viniera”. Pero fuimos nosotros, yo en este
caso, los que nos desplazamos hasta su ciudad, donde nuestra candidata vivía,
queríamos conocer también su paisaje urbano de origen.
Eran las nueve de la
mañana y las cortinas estaban abiertas. La luz era tan blanca como blanco era
el suelo de mármol.
No le pregunté si quería
tomar algo, un café, un té, un refresco o simplemente agua fresca. No, no se lo
pregunté ni se lo ofrecí. Lo que hice fue sacar una hoja de papel en blanco,
depositarla ceremoniosamente encima de la mesa, al lado de un lápiz y una goma
de borrar, ambos por estrenar. Y le hice la primera pregunta.
¿Cree usted en el Amor?”
Parafraseando a Muriel, una
de las dos hermanas que se enamoran del mismo hombre en “Dos inglesas y
el continente”, novela de Henri Pierre Roche, que Truffaut llevó
magistralmente al cine, podemos decir que no es el amor lo que perturba la vida,
ni la falta de él, sino su incertidumbre.
Pero en “El Rojo y el
Negro”, se narra además una escena interesante y diferente sólo en las
apariencias, sucede en París, en una fiesta en la que un liberal español
refugiado, un revolucionario que ha tenido que huir de la restauración
borbónica de Fernando VII al terminar la guerra con el francés, se lamenta que la Revolución en España
haya fracasado porque el pueblo no ha querido perdonar ni ser cómplice de los
asesinatos de sus insurrectos como sí ha sucedido en Francia. Se deduce que al
pueblo español no le han importado los asesinatos del Rey.
Tengo a mis pies cajas llenas
de de periódicos atrasados, algunos son de hace décadas y otros más recientes, pero
todos ellos parecen huevos podridos, comida caducada, igual que los cadáveres apestan
de la misma forma, pero dicen más cosas de sí mismos que cuando estaban vivos y
vigentes, por eso quizás nadie usa ya las hemerotecas y habla del hoy sin saber
qué ocurrió ayer.
En “La Cartuja de Parma”
se cuentan también las tribulaciones de un oficial del ejército de Napoleón que
es alojado en casa de Fabrizio. El pobre hombre se siente avergonzado por la
humildad y pobreza de su uniforme, un traje que no tiene forro, esa tela
interior que se cose a los dobladillos y que da un aspecto terminado a los
vestidos. Y en “El Rojo y el Negro” se explica como el sacerdocio
era una buena decisión, sus miembros recibían instrucción, alojamiento, comida
y vestido.
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Empecé esta serie con un
magistral artículo de Ryszard Kapuscinski titulado “Mientras existían los
soviets”, no puedo dejar de leerlo y recordar a un padre soltero, un
ucraniano joven que conocí y que trabajaba en Barcelona cuidando a personas
ancianas enfermas cuando me contaba que en su casa de Kiev, un edificio de doce
plantas, se dieron cuenta, de hoy para mañana, que les habían robado el
ascensor, la caja y el motor, así de sencillo. De esta manera tan tonta se
hundió la URSS,
habiendo de subir a pie por las escaleras de las casas.
Kapuscinski nos cuenta que en
la época de Stalin se mataron a ochenta millones de personas y nos dice que: “Desde
el punto de vista técnico, matar a ochenta millones es un trabajo harto
complicado. Al fin y al cabo sabemos qué problema técnico tan difícil de
resolver supuso para los alemanes la aniquilación de seis millones de judíos. En
Rusia no hubo cámaras de gas; alguien tuvo que fusilar o acuchillar a aquellas
víctimas. ¿Cuántos debieron ser aquellos que apretaban el gatillo? Y surge un
nuevo problema: el de la culpa.¿Quién la tiene? Es un tema que no hay manera de
discutir con los rusos; reaccionan de un modo violento, emocional. Lo que más
les gustaría sería creer, junto con Solzenitzin, que la Revolución de Octubre y
todo lo que la siguió no fue sino un complot internacional de judíos, polacos,
lituanos y Dios sabe quién más encaminado a la aniquilación del pueblo ruso. En
una ocasión yo mismo participé en Irkutsk en una especie de, digámosle,
misterio. Cuando fui a verlo, pagué, me acuerdo, dos rublos, suma que en 1990
era dinero. Ocho hombres ataviados con antiguos trajes rusos hablaban en estos
términos: “Pueblo ruso! Contra ti se había forjándola mayor apocalipsis del
mundo. Ningún holocausto judío se le puede comparar. Hoy seríamos trescientos
millones, y sólo somos ciento cincuenta. Fuimos víctimas de un complot
internacional que se llamó revolución y que tuvo por objetivo borrarnos de la
faz de la tierra. Como resultado, quedamos sólo la mitad. Además, la peor. ¿Quiénes
fueron los asesinados? Los más activos, enérgicos e inteligentes, patriotas y
pensadores, de los cuales no quedó ni uno entre los vivos. Nuestra única
esperanza radica en el renacimiento de la gran Rusia”. Y aquí comienza la
oración; los hombres se postran hasta casi tocar el suelo con la cabeza, muy a
la manera rusa.
Cuando nadie es culpable
La aseveración que afirma que el estalinismo es un fenómeno
intrínsecamente ruso, los rusos la tachan a menudo de simple mentira. No fue
aquí —dicen— donde se inventó el estalinismo, no fue aquí donde nació la
crueldad de los comunistas. Y cuando se les plantea la cuestión de Katyn y,
pongamos por caso, preguntas: ¿Cuántos hombres murieron allí? ¿Quince mil? Si
sólo en los alrededores de Minsk se han desenterrado ya medio millón de
cadáveres. De los nuestros, los rusos ¿Cuántos más seguirán yaciendo allí? Ya sí
fracasa todo intento de discutir el tema de la culpa y la responsabilidad. Este
es uno de los grandes temas que no consiguen abordar desde la racionalidad;
todos los argumentos se estrellan contra el muro de las emociones. Al mismo
tiempo, es de dominio público que a ninguno de los grandes verdugos se les ha tocado
un solo pelo; siguen todos impunes; parece que sean intocables. Resumiendo:
¿qué ha quedado del pasadode Rusia? Tal vez algo de arquitectura, aunque todo
presenta un estado tan ruinoso...Aún se ven restos de belleza en aquellas casas
y ciudades, pero están tan deterioradas que será dificilísimo reconstruirlas.
Será más fácil levantarlas de nuevo que recuperar los edificios del siglo XIX,
que durante setenta años no han sido sometidos a ninguna obra de mantenimiento.
Cuando estuve en Leningrado, gozaba de enorme éxito una exposición dedicada al
último zar, Nicolás. Los recuerdos de la época zarista suscitan un vivo interés
en la gente, aunque ésta ya es otra sociedad. Sirva de ejemplo que en el
entierro de las víctimas del golpe de agosto encabezaban la comitiva fúnebre un
general del ejército soviético, un oficial ataviado con uniforme dieciochesco de
los cosacos, otro oficial, con uniforme del ejército zarista y, finalmente, un
pope. Y los cuatro portaban sendos retratos del zar Nicolás.”
(“Mientras existían los
soviets”, Ryszard Kapuscinski. La Vanguardia de Barcelona, 24 de noviembre de
1.992)
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Mis textos son deslavazados,
es cierto, pero no pueden ser de otra manera. El otro día encontré una tarjeta
militar de reclutamiento del año 40 cuando quintaron, de nuevo, a mi padre. Ya
había servido, dieciocho meses durante la guerra, en el Ejército Republicano, pero
al terminar, desgraciadamente, le obligaron a cumplir 33 más en el bando franquista.
En la tarjeta decía:
Caja de Reclutas de
Barcelona nº 37
Certifico:
Que la Junta de Clasificación y
Revisión de la misma en vista de los antecedentes del mozo citado en relación
con el Glorioso Movimiento Nacional, lo ha conceptuado como: INDIFERENTE.
Barcelona, 1 de mayo de
1940
El Comandante Jefe de la Caja
¿Qué tiene que ver el amor y
la seducción con las revoluciones, los millones de muertos y mi padre, un
recluta INDIFERENTE?
Fue el mejor halago que, sin
saberlo ni darse cuenta, pudieron hacerle.
¿Guarda todo eso alguna
relación con las diferentes y variadas maneras en que la gente trata de ocupar
el tiempo, dar sentido a su existencia, no sentirse vacíos, disfrutar,
alegrarse y complacerse de la vida que vive?
¿Cómo ha de servirse el
caviar?
“En 1945 tuvo un encuentro
decisivo. Destinado en Leningrado, se enteró de que la gran poeta Ana Ajmátova
vivía en un tercer piso en Fontanny Dom, un palacio del siglo XVIII, ya
descascarillado. Ajmátova, veinte años mayor que él, ocupaba un cuarto con
cuatro muebles y el boceto de un retrato que le había hecho Modigliani en París
en 1911. Hacía 34 años que no tenía noticias de la Europa libre y vibrante. Su
primer marido había sido fusilado y su hijo Lev, recién liberado del GULAG,
servía a Stalin como arma de doloroso chantaje para conseguir de Ajmátova
versos adictos. Pasaron toda la noche hablando de literatura y música, tocados
por un erotismo (“No será un amante esposo para mí / pero lo que nosotros, él y
yo, logramos / inquietará al Siglo Veinte”) que no llegó a más. Gracias a una
imprudencia del hijo tarambana de Churchill, que buscaba a gritos a Berlin para
que le explicara a un camarero cómo debía servir el caviar, los soviéticos
endurecieron la marginación de Ajmátova por creer que pasaba información a un
espía inglés”. (Isaiah Berlin, “Antídoto de liberticidas”, Josep Massot,
sábado 6 de junio de 2009)
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En “La Cartuja de Parma” podemos
leer las famosas escenas de la batalla de Waterloo en la que Fabrizio del
Dongo, ese joven aristócrata milanés, recién destetado por su madre: “decide
abandonar su casa en el lago de Como, atravesar toda Francia, e intentar unirse
a las tropas de Napoleón que están a
punto de entablar y perder la que será su última apuesta. Fabrizio llegará
tarde a la llanura belga de Waterloo, la batalla ya habrá empezado, y el pobre
muchacho sólo podrá deambular por sus alrededores intentando hacerse una idea
de lo que está sucediendo.”
Lo que está sucediendo siempre
ocurre en otro lugar, esa es la señal, la mejor prueba de que aún estamos vivos
y la bala que nos ha de matar todavía no nos ha alcanzado aunque, sin duda, ya
ha sido disparada.
Mucha gente me pregunta si
realmente estoy de mudanzas o si mis referencias a ellas son solamente una
excusa literaria. Yo les respondo que no me mudo, que todo es ficción, un
simple pretexto para llenar páginas vacías. Al oírme noto una ligera decepción,
un desencanto, una desilusión.
Es tan fácil ilusionarnos con
cualquier cosa.