sábado, 20 de julio de 2013

El Peletero/Ciuco Gutiérrez



Sempre t'han agradat els jocs de paraules i les paraules que en si mateixes evoquen jocs, tot i que els jocs com a tals mai t'han atret massa. Poques vegades t'he vist i et veuré jugant a la botifarra o al parxís, el teu joc és un altre, molt més arriscat, per això ets un namer i un excel·lent caricaturista, per això gairebé et saps de memòria totes les tipografies del món i tens al teu cap el catàleg sencer de Pantone com les caselles d’una ruleta i, per això també, com no podia ser d'una altra manera, vas anomenar a la teva gata salvatge multicolor amb aquest mateix nom, Pantone, aquella gata que un dia va aparèixer d'imprevist al pati de l'estudi de l'Avinguda Josep Tarradellas, que anava i venia i que un dia va tornar prenyada i un altre, després de parir , us anava presentant, un a un, els seus cadells.

Sempre he cregut que les coses que configuren el món, igual que els elements de la taula periòdica, són limitats en nombre, però que la seva combinació i el seu ordre, la seva jerarquia, donen lloc a l'Univers sencer sembrat de llum.

En aquest cas, en el de Ciuco Gutiérrez, l'univers i el sol és d'estar per casa, però no per això menys radiant, tot el contrari. I tu sembles haver-ho entès perfectament, com si, per una estranya casualitat, visquessis a la mateixa casa en la que Ciuco es va criar i va viure els seus anys de nen i adolescent on es van desenvolupar les seves primeres visions i on va anar prenent consistència i seguretat aquesta mirada que tu mateix situes entre la vigília i el somni, aquesta mirada que té la força i el coratge d'aturar el temps.

M'has parlat d'ell en innombrables ocasions perquè els vincles que us uneixen són d'amistat i no només artístics, i sense haver-lo encara conegut personalment sento una estima que va més enllà de la seva estricta faceta de fotògraf. No t'oblidis de saludar-lo de part meva quan us veieu de nou.

Una abraçada.

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Querido Albert,

Siempre te han gustado los juegos de palabras y las palabras que en sí mismas evocan juegos, aunque los juegos como tales nunca te han atraído demasiado. Pocas veces te he visto y te veré jugando a la canasta o al parchís, tu juego es otro, mucho más arriesgado, por eso eres un namer y un excelente caricaturista, por eso casi te sabes de memoria todas las tipografías del mundo y tienes en tu cabeza el catálogo entero de Pantone como las casillas de una ruleta y, por eso también, como no podía ser de otra manera, llamaste a tu gata salvaje multicolor con ese mismo nombre, Pantone, aquella gata que un día apareció de imprevisto en el patio del estudio de la Avenida Josep Tarradellas, que iba y venía y que un día regresó preñada y otro, después de parir, os fue presentando, uno a uno, sus cachorros.

Siempre he creído que las cosas que configuran el mundo, al igual que los elementos de la tabla periódica, son limitados en número, pero que su combinación y su orden, su jerarquía, dan lugar al Universo entero sembrado de luz.

En este caso, en el de Ciuco Gutiérrez, el universo y los soles son de andar por casa, pero no por ello menos radiantes, todo lo contrario. Y tú pareces haberlo entendido perfectamente, como si, por una extraña casualidad, habitaras en la misma en la que Ciuco se crió y vivió sus años de niño y adolescente donde se desarrollaron sus primeras visiones y donde fue tomando consistencia y seguridad esa mirada que tú mismo sitúas entre la vigilia y el sueño, esa mirada que tiene la fuerza y el coraje de detener el tiempo. 

Me has hablado de él en innumerables ocasiones porque los vínculos que os unen son de amistad y no solamente artísticos, y sin haberlo todavía conocido personalmente siento un aprecio que va más allá de su estricta faceta de fotógrafo. No te olvides de saludarlo de mi parte cuando os veáis de nuevo.

Un abrazo.

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Soles de andar por casa     


“El helicóptero puede bajar del espacio y libar una flor”, una chispa de la imaginación de Gómez de la Serna que me sirve para encabezar estas líneas y enlazarlas con las siguientes. Porque la poesía extravagante y dulce surgida del ingenio de Ciuco Gutiérrez se aproxima mucho a esta compleja y atenta mirada soñadora de ver la figura de un águila en una nube, la constatación de saber ver lo extraordinario en la maravilla de lo cotidiano.

Lo que más asombra en la nueva obra de Ciuco es la variedad de registros que obtiene a partir de dos únicos elementos que se repiten y combinan. Una ocurrencia que no se acaba en sí misma, como cabría suponer, sino todo lo contrario, una greguería con infinidad de ramificaciones que sorprenden en cada composición.

Ciuco parte de una paradoja visual y al mismo tiempo de una asociación de ideas, un trampantojo surrealista que a primera vista parece una broma, pero del que pronto nos sobreponemos y nos damos cuenta de la cantidad de inquietud que nos puede provocar. Asimilar una lámpara con el sol no deja de ser una travesura infantil si lo dejamos ahí, pero a partir de este punto es donde el juego de similitudes se convierte en sarcasmo. El humor que expresa es ácido y tierno, nos causa desasosiego no sólo por la extrañeza de vincular dos imágenes dispares, de unir y crear relación de causa y efecto entre la luz artificial de un interior habitado y las sombras naturales del exterior habitable, sino también porque se sonríe con triste ironía de la vacuidad del empeño humano de trascender lo que no es posible que lo sea, de intentar hacer mil veces bellos los objetos que iluminan la carne del tiempo, de dar mil formas a la nada. Si imaginamos una simple bombilla iluminando un paisaje podemos enseguida conjeturar la variedad de ilusión, ingenuidad y banalidad que somos capaces de generar y soportar.

Estas imágenes nos proponen con gran originalidad la disyuntiva entre interior y exterior, una metáfora poética clásica que Gaston Bachelard define como “la de hacer concreto lo de dentro y vasto lo de fuera” o cuando relaciona las posibilidades y significados al preguntarse si “una puerta debe estar abierta, cerrada o entreabierta”, o cuando Jules Supervielle lo poetizaba expresando esta extrañeza dual entre “el vértigo exterior y la inmensidad interior”.

Aunque bien mirado, también podrían tratarse de paisajes subterráneos, amplios panoramas de iluminación impasible y uniforme que parecen el decorado de un país inventado y encantado, unas vistas pertenecientes a un mundo sumergido, oculto y sobrenatural, excavado y acabado, secreto y perfectamente cerrado, con el límpido horizonte de una perspectiva engañosa sin principio ni fin. ¿Otro universo al revés como el de Alicia?

“…Cómo vivir en otra parte sino cerca del gran árbol blanco /
de aquella lámpara…”,
así se inicia un poema de Pierre Reverdy, cuyos misteriosos paisajes que describe en su obra “combinan una intensa introspección con una proliferación de datos sensoriales”, tal como nos lo recuerda Paul Auster, y que “pese a su efecto casi místico, sus poemas están arraigados en las minucias del mundo cotidiano”, un territorio hipnotizado para que el lector lo habite. El mismo Reverdy escribió que “la imagen poética no nace de la comparación, sino de la yuxtaposición de dos realidades más o menos distantes. Cuanto más distante y verdadera sea la relación entre las dos realidades yuxtapuestas, más fuerte será la imagen, mayor su poder emocional y realismo poético”.

Una lámpara presidiendo un paisaje nos evoca la copa de un árbol, una copa que se mece igual, pero apoyada en sentido inverso, una atalaya a la que Bertolt Brecht nos conmina a trepar: “… al soplo de la brisa, contra el cielo pálido. /  Buscad árboles grandes que en el crepúsculo / mezan sus negras cimas lentamente. / Y esperad la noche entre el follaje / donde revolotean apariciones y murciélagos.” y, una vez alcanzada la cumbre nos aconseja que: “… ¡Pero no os deis impulso con las rodillas! / Tenéis que ser al árbol lo mismo que su cima: / lleva un siglo meciéndola en cada atardecer.”

Sin embargo, y a pesar de su carácter poético, prodigioso y  fríamente absurdo y a sus inversiones de sentido, estas fotos también presentan una visión reveladora y mágica, y nos proporcionan una reflexión metafísica con el mismo descreído humor, una parábola de nuestra existencia y de la creación del mundo y su hacedor, una constatación de nuestra fragilidad e ignorancia; es decir, que con una sencilla y seria charada nos interroga sobre quién y cómo es Dios.

Los paisajes de estas fotos son tan enigmáticos como las relaciones de las partes que forman el conjunto resultante. Según cómo, parece que la lámpara se ha escogido a juego con el empapelado de la pared, la pintura de las puertas y ventanas, con el estilo de los muebles, de los edificios y puentes, de los árboles, del cielo, del mar, de las rocas, de la playa,… indiferente a los diminutos personajes que los transitan, como las figuritas de sus otras series fotográficas.

El aparente cambio de registro en la obra de Ciuco no es tal, sigue regresando y dando vueltas a un sistemático mundo de fantasía asentado en el pasado de la niñez al que le ha agregado una porción de malicia. Pero igualmente miramos estas imágenes con el eco desafinado de una pianola, una música que escuchamos una y otra vez fascinados porque una simple manivela la hace sonar. De la casa de muñecas a las polichinelas, del teatrillo infantil al belén y a la batalla de soldaditos, de la emoción kitsch y sentimental de nuestros corazones que se encandilan ante una bola de cristal que nieva al voltearla, o ante el souvenir de plástico de nuestro primer viaje, o ante la vajilla heredada o el mechón de recuerdo, o ante una parejita de recién casados untados en nata. En fin, un mundo sustraído del único paraíso perdido del que Ciuco nos recuerda con nostalgia y melancolía que hemos sido expulsados sin remedio y nos advierte del pecado original de ser adultos.

Barthes no hizo más que insistir en la relación de la fotografía con la muerte, pero las fotos de Ciuco nos muestran su interludio, el de la vigilia y el del sueño, el del ensueño y el del juego, que vienen a ser todas la misma cosa.

Ante estas imágenes no sabemos a ciencia cierta si expresan una amenaza o una bendición. De repente, las lámparas dejan de parecernos soles y enseguida nos agarramos a platillos volantes o, mejor dicho, a objetos colgantes, Objetos Colgantes No Identificados, estáticos y majestuosos en su turbador asombro cósmico, en el disparate de unos tentáculos de pedrería, o en una escueta y puritana bóveda escandinava, o en la retórica de un retruécano formal.

Efectivamente, se trata de naves de luz con los faros apagados, espectrales y expectantes, a la espera de no se sabe qué.

Que puedan parecernos desconcertantes artefactos galácticos del futuro presente no quita para que les podamos atribuir otras cualidades oníricas del pasado más remoto, pájaros jurásicos con insólitos caparazones que han detenido su vuelo o planean por encima de lo abarcable para arrebatarnos una aurora o un atardecer.

Pero si conseguimos mantener el juego de la imaginación maravillada, estos objetos inquietantes nos mostrarán su cara más amable, como trapecios dispuestos a balancearnos en el vacío, como si Pinito del Oro hubiera regresado una vez más para volvernos a demostrar que entre la pantomima de los payasos y la fiereza de los leones está el eterno riesgo, el más difícil todavía, el equilibrio, y el balanceo final antes de que la barra del trapecio se pare por completo.

Estas fotos nos hablan del tiempo detenido que hemos vivido o nos queda por vivir, y nos vuelven a recordar al gran Ramón cuando decía sin la mínima importancia que “el tiempo no es oro, sino simple purpurina”.

Albert Culleré

Madrid, abril de 2010