viernes, 21 de noviembre de 2008
El peletero/La Puerta del Infierno
23 Mayo 2007
El lago de Kastoriá son casi dos lagos en uno a causa de la península que en su centro se adentra en él, hasta poco más o menos partirlo por la mitad.
Parece una hernia estrangulándolo o una célula en pleno proceso de partenogénesis.
Muchos inviernos el lago se hiela y sus humildes y suaves olas se quedan cristalizadas en un dulce vaivén que recuerda el hechizo del cielo, donde dicen no manda el tiempo.
La ciudad y el paisaje se cubren de nieve inmaculada que muy pronto se ensucia. Andar por sus calles empinadas y circular por sus carreteras se vuelve peligroso. Es necesario utilizar cadenas y ser muy precavido. Yo tenía el privilegio de disfrutar de la habilidad de Vanguelis que sabía conducir un automóvil con una sola pierna. Es difícil de describir y creer, pero era así, tal cual lo cuento. Con Vanguelis al volante sabías que nada malo podía ocurrirte.
El sentido común indicaba que cuando helaba, todos nos debíamos de haber quedado en casa, refugiados entre las sábanas, escondidos en su calor fugaz, camuflados, como niños mal criados que aparentan estar enfermos para no ir al colegio. Pero no, la actividad de la ciudad no se detenía nunca, seguía febril, indiferente al clima y a la belleza del paisaje visto desde lejos. De cerca, la nieve es molesta, fea y, todavía algo peor, desoladora. En estos días el cielo parecía que se iba a desplomar y que nos iba a atrapar a todos como una maldición bíblica, justos y pecadores, mezclados y sin tamizar.
El Hotel Tsamis tenía una pésima calefacción, pero sí un buen hogar muy bien
provisto de leños para quemar. Por las noches todos los huéspedes nos arremolinábamos en el pequeño salón principal, buscando su calor, viendo partidos de fútbol en la televisión o jugando al ajedrez o al backgammon. Incluso las prostitutas se quedaban en él y no iban a trabajar, enfundadas en enormes jerséis de lana no paraban de fumar; en días tan fríos no tenían clientes a los que atender. Aquello parecía un caldo espeso de gente charlando, alientos húmedos, ruido y humo de tabaco.
Y cuando había suerte sonaba música.
Las habitaciones naturalmente también carecían de la calefacción necesaria, y yo me veía obligado, supongo que como los demás, a dormir completamente vestido para no congelarme; menos los zapatos, me calzaba hasta la chaqueta de piel y los guantes.
Trece maneras de mirar un mirlo
I
Entre veinte montañas nevadas,
lo único en moverse
Era el ojo del mirlo.
II
Era yo de tres opiniones,
Como un árbol
En el que hay tres mirlos.
IV
Un hombre y una mujer
Son uno.
Un hombre y una mujer y un mirlo
Son uno.
XIII
Toda la tarde era crepúsculo,
Nevaba
Y también nevaría.
El mirlo se posó
En las ramas de un cedro.
Wallace Stevens
Apenas había terminado de leer la novela de Harper Lee, “Matar a un ruiseñor”.
Mientras en mi cabeza todavía permanecía bien visible el rostro de Gregory Peck interpretando a Atticus Finch, intentaba, sin mucho éxito, releer por enésima vez el poema más emblemático de Wallace Stevens, “Trece maneras de mirar un mirlo”, aunque hacerlo allí, en aquel estridente, cálido y abigarrado ambiente del salón del Tsamis era ciertamente casi imposible. Sin embargo y quizás por contraste llegaba a ser muy sugerente la imagen de un ojo de mirlo moviéndose en la quietud helada del paisaje, vigilante y atento. Diminuto y sagaz.
Mientras todo permanece inerte, siempre hay un ojo de mirlo que mira el mundo por primera vez.
Casi no había lugar donde sentarse, aquel era uno de los inviernos más fríos que recuerdo y en el salón ya casi no se cabía. Pero tuve suerte al conseguir sitio frente a la mujer con unas de las piernas más bonitas que recuerdo. Nos habíamos visto muchas veces y muchas veces nos habíamos saludado solamente con un simple movimiento de cabeza, cuatro palabras corteses, y una sonrisa algo más que educada. Ella siempre estaba allí y siempre estaba como ahora, leyendo el periódico, con las gafas en la punta de su nariz y a punto de caérsele. La melena negra tapándole media cara o recogida detrás en una bella coleta. Sentada, medio ladeada, en una postura incómoda y en una butaca demasiado pequeña para su cuerpo, grande y esbelto. Parecía clienta del Hotel, pero no estoy muy seguro de ello. Tampoco era su dueña.
Me miró por encima de sus gafas y con una sonrisa encantadora me preguntó qué leía. Se lo dije. Ambos teníamos que levantar la voz, el ambiente era ruidoso y el televisor tenía el volumen demasiado alto.
- Léamelo, por favor.
- (Se lo leí) ¿Le ha gustado?
- Mucho. ¿Cómo es un mirlo?
- Negros creo, son unas aves americanas.
- ¿Ha visto alguno?
- Un mirlo no, pero un estornino negro lo tuve hace cuatro días, el lunes
pasado, entre mis pies picoteando las migajas que caían del bocadillo
que me estaba comiendo. Fue en Atenas, ya sabe, allí también ha
nevado, casi nunca lo hace, pero este año hasta las playas se han
cubierto de nieve. El pobre debía de estar muerto de hambre. No daba
señales de tenerme miedo y si lo tenía se lo aguantaba. No era un
ruiseñor, pero sí era un auténtico “Atticus Finch”, una bella casualidad
poética.
- ¿Es usted ornitólogo? (tono simpáticamente burlón).
- No se burle, tal vez pueda enseñarle algo que todavía no sabe.
- ¿Sí? (fingidamente desconfiada)
- Confíe en mí.
- Como usted quiera, pero… ¿qué se imagina usted que yo no sé?
(sonriendo un poco).
- Es muy fácil, usted no sabe nada de mí.
- ¿Debería saber? (sonriendo un poco más)
- Por supuesto que no, pero tampoco le haría ningún daño si me
permitiera enseñarle.
- ¿Ningún daño?, poco prometedor se muestra (sonriendo mucho).
- ¿Quiere que le duela?
- (Risas) No es necesario llegar tan lejos, hágame reír, nada más.
- Ya se ha reído, lo ve, no es tan difícil.
- (Amplia sonrisa) Dígame entonces cómo cruzar las piernas de otra
manera (removiéndose en la estrecha butaca y con una cara
fingidamente lánguida), ya llevo mucho rato sentada en la misma
posición y esta minifalda, o es muy corta, o yo tengo las piernas
demasiado largas (Suspiro).
- Vayamos a dar un paseo
- Está nevando y hace mucho frío (cara de frío, entornando los ojos y
frotándose las manos).
- Vayamos entonces a mi habitación.
- Mejor a la mía (formal y mirando hacia otro lado).
- ¿Quiere que pida vino?
- Sí por favor, y también algo para poder escuchar música. Si le apetece
podemos bailar (grave, pero mirándole a los ojos).
- Buena idea (sin apartar la mirada).
- ¿Le gustan mis piernas? (pícara, se levanta de la butaca y se ajusta y
alisa la minifalda).
- Son prometedoras (también se pone de pie).
- ¡Es usted más bajo que yo! (sorpresa)
- No se preocupe, enseguida estará usted a mi altura. (parafraseando a
Spencer Tracy)
- (Risas) No me llames de usted, llámame de tú (cara manifiestamente
fingida de niña inocente y encogiendo un poco las piernas).
- Cómo usted prefiera.
- Por cierto, (subiendo las escaleras y medio girando la cabeza) ¿a qué te referías cuando has nombrado un “Atticus Finch”?, ¿qué es eso? (curiosa).
- Abramos primero la botella de vino, (subiendo también las escaleras,
cuatro escalones detrás de ella y mirándole sus piernas asombrosamente
largas) es una historia que tiene que ver con un peletero ornitólogo.
¿Cómo te llamas?
- ¿Un qué? (intrigada)
Gallant Château
¿Está mal el haberse acercado hasta aquí
Y encontrar que la cama está vacía?
Hubiéramos podido hallar cabellos trágicos,
Ojos amargos, manos ateridas y hostiles.
Pudo haber existido una luz sobre un libro
Iluminando un verso cruel o dos.
Pudo haber existido la inmensa soledad
Del viento entre las cortinas.
¿Versos crueles? Unas pocas palabras afinadas,
afinadas, afinadas, afinadas.
Todo está bien. La cama está vacía,
Y quietas las cortinas, tiesas, yertas.
Wallace Stevens
El Hotel Tsamis no era un “Château”, se hallaba en la entrada del lado Este de la ciudad, en la misma orilla del lago. Tenía un pequeño muelle desde donde vi un día embarcar al equipo griego de piragüismo. Excepto ellos, no vi nunca llegar ni salir de allí ninguna barca, ni bote, ni lancha. Las hierbas iban ocultando aquel pequeño embarcadero, despacio, año tras año, sin que nadie se preocupara de cortarlas, de limpiar, de adecentar. El agua allí estaba encharcada, verdosa y corrupta. Nadie lo utilizaba jamás. Nadie venía, nadie se iba. Aunque más de una noche creí oír el ruido de unos remos golpear el agua. Tuve una rara premonición y no me asomé.
El Hotel Tsamis no fue nunca un “Château”, ni tampoco fue “Gallant”, pero sus camas siempre se quedaban vacías y sus cortinas quietas, tiesas y yertas.
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