Teodoro Van Babel
24.
Sansón.
La obra más popular de Teodoro Van Babel, “Sansón y los filisteos”, lo encumbró y su éxito también lo abatió, ella, como el retrato de Isaac y Rebeca, está asimismo demasiado cargada de simbología que la oscurece y nubla como un día aciago y estúpido.
Fue una obra políticamente arriesgada que el mundo luterano y de la Reforma aplaudió y que el mundo católico, quizás más cínico y sabio, rebautizó y contrarreformó con el nuevo nombre de “La Verónica”.
La pintura fue encargada por el mismo Obispo, y cuando la vio terminada se llevó una buena sorpresa, se enfadó y manifestó en público su sentimiento religioso ofendido, aunque se recuperó enseguida rebautizándola.
¿La pintura es realmente desconcertante y ofensiva para un católico? Teodoro utiliza el recurso común de representar escenas bíblicas en un ambiente contemporáneo y no se le ocurre nada más provocador que convertir el palacio de los filisteos en una enorme y fantástica catedral gótica, resplandeciente de luz acristalada en plena liturgia cristiana. Los bancos y sus pasillos se encuentran llenos de fieles. El Obispo mismo se dispone a encabezar una procesión que llevará una imagen de la Virgen por las calles de la ciudad.
La luz penetra a través de las vidrieras iluminando el suelo. En un rincón, un prisionero andrajoso, ciego y de cabellos largos y rubios como un león polvoriento es guiado por su lazarillo, una niña. Las manos del hombre se posan en una de las enormes columnas del templo y su rostro inexpresivo se yergue hacia las alturas como queriendo sospesar la enormidad de la mole o suplicando, quizás, la ayuda del cielo para su propósito destructor.
Es en este momento cuando nosotros miramos también hacia arriba y vemos que allí todo es oscuridad.
----------------------------------
Ah, lo que tú quieres saber, jovencito,
quedará como no preguntado, se perderá sin ser dicho.
quedará como no preguntado, se perderá sin ser dicho.
(...)
Accattone fue una experiencia atosigante y dramática. Me esperaba casi cualquier cosa de mi primera experiencia en un verdadero set de una película excepto asistir al nacimiento del cine. Como es sabido, Pasolini provenía de la literatura, de la poesía, de la crítica, de la filología, de la historia del arte. Sus nexos con el cine habían sido, sobre todo, como escritor: había firmado algún buen guión, pero había sido una relación esporádica, promiscua. Decía que le encantaban las películas de Chaplin y La pasión de Juana de Arco de Dreyer, que había visto en los primeros cineclubs de la posguerra, y una vez yo observé sus lágrimas en la oscuridad al final de El intendente Sansho de Mizoguchi. Pero ya iba al cine, especialmente el domingo en las afueras, para pagar la entrada a sus amigos. Pude apreciar desde el primer día cómo Pier Paolo se transformaba: de cuando en cuando se convertía en Griffith, Dovzhenko, Lumière… Tal y como declaró en numerosas ocasiones, su referencia no era el cine, que conocía poco, sino los primitivos sieneses y los retablos de los altares. Clavaba la cámara delante de las caras, de los cuerpos, de las barracas, de los perros vagabundos a la luz de un sol que a mí me parecía enfermizo y a él le recordaba los fondos dorados: construía cada encuadre frontalmente para convertirlo en un pequeño tabernáculo de la gloria subproletaria. Durante el rodaje de su primera película, día tras día, Pasolini se descubrió inventando el cine, con la furia y la naturalidad de quien, teniendo entre sus manos un nuevo instrumento expresivo, no puede dejar de adueñarse de él totalmente, anular su historia, darle nuevos orígenes, beber de su esencia como en un sacrificio. Yo era su testigo.
(Bernardo Bertolucci sobre P. P. Pasolini: Raíces profundas, en “Palabra de Corsario” Madrid, Círculo de las Bellas Artes, 2005 - Ignoria - 29 de agosto de 2010 por Patricia Damiano)