sábado, 9 de agosto de 2008

El peletero/Una vida extraña



31 Octubre 2006

Había recuperado el automóvil de su padre el mismo día que se le había muerto su mejor amigo, “cara de pez”, así le llamaba cariñosamente.

El automóvil era un Delahaye 135M de 1947, corroído y casi entero; aunque parezca mentira, el motor aun funcionaba. Este despampanante artilugio mecánico había desaparecido con muchas otras cosas cuando la familia se arruinó. Desde entonces su padre había fallecido y el Delahaye había pasado de mano en mano, hasta acabar pudriéndose en un garaje. El último propietario quiso desprenderse de trastos viejos, limpiar fondos y vaciar armarios. Con la matrícula en mano averiguó el nombre de su primer dueño. Así fue a parar al hijo a quien telefoneó para vendérselo.

El amigo muerto había nacido en 1956, médico radiólogo, se pasaba el día haciendo mamografías en un centro público de salud. Entre paciente y paciente, redactaba los diagnósticos, los firmaba y los entregaba bien cerrados en un sobre. A los cincuenta años tuvo la parada cardiaca que le mató. Tenia el pelo gris, los ojos pequeños, las pestañas largas y las niñas de un azul muy pálido. Parecía no parpadear y al no cerrar nunca la boca creías que respiraba por ella. Su piel era tersa y lisa, sin arrugas y al estar surcada por pequeñas venas, brillaba metálica y azul como la de un mero. A pesar, o gracias, a su rostro ictíneo, su esposa, sus dos hijos y todos aquellos que eran beneficiarios de su amistad, lo amaban más que a Neptuno o que a todo un cofre lleno de perlas naturales.

Los dos amigos corrían rallyes de aficionados en viejos automóviles puestos a punto para ir más deprisa de lo que debían. Los fines de semana se los pasaban encerrados en su improvisado taller o levantando el polvo en carreteras secundarias intentando ganar un trofeo también de segunda. “Cara de pez” era el copiloto, su pequeño ojo de buey medía con precisión las curvas y los cambios de rasante. El automóvil rozaba los árboles y los barrancos sin salirse casi nunca del trazado y cuando lo hacía era sólo en medio de trigales o entre los pastos todavía verdes y listos para comer. Las vacas, inmutables y parsimoniosas, los miraban con aquella cara entre ensimismada y sabia, característica de los gurús vegetarianos.

Les era difícil llegar de los primeros, su edad les había convertido en precavidos y no querían perderse la cerveza fría que se tomaban al final de la carrera por culpa de un estúpido accidente. “Cara de pez” murió un miércoles por la mañana a primera hora. Aun se encontraba en la cama cuando el corazón le explotó.

Aquel mismo día, ya de noche y velando al amigo fallecido, alguien le llamó por teléfono ofreciéndole un automóvil oxidado y desvencijado. El viejo y querido Delahaye de su padre. Innumerables fueron las veces que llegaron a subirse en aquel despampanante carro. Con sus viejas maletas de cuero, sus cestas para el picnic, sus pañuelos para el cabello o atándose los sombreros a la barbilla con ellos. Risas y canciones, mientras alguien se levantaba del asiento para ser el primero en divisar el mar. El Delahaye iba de aquí para allá trajinando a unos y a otros, desde las abuelas a las amigas de las abuelas. Todo terminó el día que los bancos dijeron, ¡basta!

Tardaré dos años en restaurarlo, se prometió. Fabricaré yo mismo algunas piezas, tapizaré de nuevo los asientos. Lo puliré, lo pintaré. Gastaré el dinero que sea necesario para que vuelva a andar y a lucir como el día en que papá lo compró. Haré que el tiempo vuelva atrás, regresaré a la infancia y me sentaré al lado de mi padre. Los dos juntos regresaremos a casa y él conducirá su automóvil francés por aquellas estrechas carreteras, llenas de curvas y de pinos que bordeaban el mar.

Y yo, mientras el viento cariñoso me despeina, soñaré, jugaré y creeré que soy el piloto de un bólido en alguna famosa carrera.