miércoles, 14 de octubre de 2009

El peletero/Memorias de "El Gordo" (5 de 6)


16 Enero 2009

Un error en el orden de las cosas, algo así como un fallo en eso que llaman el continuo espacio-tiempo. Un problema de disposición en la forma en cómo los entes y los objetos se sitúan unos al lado de los otros y unos después de los otros. Cara a cara o de espaldas, pegados o a dos metros de distancia. Uno de rodillas y el otro de pie, o bien, uno encima del otro y el otro del mismo modo. Por turnos, al mismo tiempo o al revés. Incluso en ocasiones, uno debajo y el otro también. Es una cuestión de protocolo. Un cadáver siempre está fuera de lugar, no pertenece al mundo de los vivos. Aunque cada vez está más de moda en los buenos restaurantes la carne fría o directamente cruda, apenas aliñada. A mí me gustan los alimentos macerados, pero siguen teniendo aceptación los flambeados, es bonito ver la antorcha en tu plato. Es un faro que nada advierte, que sólo reclama tu hambre.

En cualquier caso, morirse es siempre un error, sea en la cama de tu amante, en la de un hospital, o tirado en la calle con una bala en el estómago o con el corazón reventado por un infarto tonto en mitad de una caminata dominical o sacando al perro a pasear.

Lupita mataba sin darse cuenta a sus amantes y yo le aseaba la cama como si fuera la chica de la limpieza. Barría los bajos y baldeaba los suelos. Cambiaba las sábanas, las viejas las quemaba y ponía de nuevas, recién compradas y sin olor a nada.

Y tiraba la basura sin detenerme a mirarla. Echaba todo aquello que sobraba sin prestarle atención. Hacía con ella todo un paquete informe de restos y las sobras del banquete, fueran humanos o inhumanos, animales, vegetales o simple suciedad.

Ese fue mi error, no fijarme en los detalles pequeños, porque aunque yo hiciera mi trabajo y lo hiciera bien, siempre había algo que no encajaba. Algo que sobraba o algo que faltaba.

Descubrí qué era en los dos últimos cadáveres que hice desaparecer. Fue una casualidad. Eso sucedió muy poco antes que su familia, tíos, hermanos y sobrinos, la internaran en un centro de salud mental.

Aquellos cuerpos tenían las cuencas de los ojos vacías. Alguien, seguramente ella, se los debía de haber arrancado; no logré hallarlos ni conseguí jamás que me contara qué demonios había hecho con ellos.

La lógica me hizo suponer que con los otros había sucedido lo mismo, que al igual que ésos aquellos también perdieron la vida, y con ella los ojos. Lo que no puedo saber es si esa ceguera fue antes o después de morir.

Es una mala disculpa profesional, pero he de reconocer que yo no me había dado cuenta ni apercibido de ello.

La sangre que cubría el rostro de los muertos, y la deformidad facial producida por las heridas me impedían ver con claridad los detalles. Las prisas por triturar y hacer desaparecer los restos tampoco me ayudaban a un buen análisis, yo no soy ningún médico forense, no me fijaba en los daños, no inventariaba los desperfectos como hacen los peritos de las aseguradoras de automóviles.

Sin embargo, siempre había algo que me decía que algo no encajaba, que quizás algo sobraba o que algo faltaba.