jueves, 28 de junio de 2012

El Peletero/Licencias de importación


Hemeroteca peletera.

Licencias de importación.

Mi admirado Gregorio Morán dedicó una de sus Sabatinas intempestivas al pintor Balthus, del que dice que “su nombre auténtico parece expresamente indicado para que lo borden sobre terciopelo, Balthazar Klossowski de Rola”.

De su artículo, que escribió en marzo de 1996 a propósito de una muestra antológica de su obra en el Reina Sofía, me gusta especialmente el párrafo final:

“Allá por los cincuenta, dos amigos, el pintor Balthus y el escultor Giacometti, se plantearon una pregunta sobre su obra que era de esas que cuestionan la propia vida. “¿Y si nos estamos equivocando? Debemos ver lo que hacen los otros”. Recorrieron el mundo. “Volvimos consternados”. Siguieron en la vía que habían emprendido”. (“Balthus. Arte y carácter”, Gregorio Morán, La Vanguardia de Barcelona, sábado, 16 de marzo de 1996)

La cuestión viene a cuento de la limpieza de papeles y documentos que estoy llevando a cabo, las mudanzas siempre obligan a ese barrido, a llegar al fondo de los armarios y los cajones, a encontrarse con tarjetas de visita extrañas, números de teléfono anotados en esquinas de papeles en los que no consta el nombre y a los que no te atreves a llamar.

Sin embargo, mucho más interesantes que las vidas secretas de las personas lo son las licencias de importación que se presentaban al ministerio de comercio para que diera su visto bueno, los portes, los fletes, los aranceles que se debían pagar por comerciar con otros países y la lucha con las aduanas para que sus burócratas, los “vistas”, hicieran el trabajo rápido y con diligencia. Ya sé que defender el libre comercio no está muy bien visto para los espíritus puritanos y progresistas, pero a estas alturas poco me importa el progreso del que hacen gala, el comercio, el amor libre, las almas cándidas o los peajes que en algunas autopistas te obligan a pagar. No tengo automóvil ni circulo en bicicleta; el tiempo transcurre de otra manera por los ojos de los que caminamos poniendo un pie delante de otro que para esos funcionarios, meros esbirros asustados, simples esclavos que viven también del dinero que roban sus amos.

Uno de los transportes públicos de más éxito en la actualidad no es el tren de alta velocidad, lo son los miles de autocares que por precios mucho más baratos atraviesan la península de punta a punta. Barcelona, para muchos, continúa estando a ocho horas de Madrid y tres paradas.

En la Edad Media se pagaban peajes y aranceles en la entrada de cada ciudad o pueblo, las mercancías multiplicaban varias veces su valor hasta llegar a su destino final; trasladar moneda era más caro que la moneda que se transportaba. En el siglo IV el Imperio romano obligó a los hijos de los artesanos a heredar el oficio de sus padres y a los campesinos a permanecer atados a la tierra para evitar su huida, preferían someterse a un gran señor que al Emperador representado por sus eunucos, era peor el segundo que el primero. A principios de los noventa del siglo pasado no había aseguradoras que emitieran pólizas para las mercancías con origen o destino a la ex Unión Soviética, todo era un campo de juego de la mafia rusa.

Los funcionarios del NSDAP robaban a espuertas el patrimonio de los judíos y de sus opositores políticos. Los milicianos anarquistas que se enseñorearon de las calles de Barcelona se metían en los bolsillos las cuberterías de plata de los burgueses que fusilaban.

Es imposible hacer una relación precisa y exhaustiva de la infamia que sea algo más que una sucesión de cuentos borgianos escritos para aspirantes a ser escritores borgianos. No habría papel en el mundo para una descripción detallada, una simple lista como la guía telefónica.

En Rusia tienen una idea vaga de los muertos por causa de Stalin, en China se marean cuando han de calcular los fallecidos como consecuencia de la Revolución Cultural. En América nadie sabe cuantos indígenas han muerto después y por causa de Colón, pero es un dato relevante saber que Cortés no venció solo al Imperio Azteca, obtuvo la inestimable ayuda de todos los pueblos sometidos por ellos. Nadie ha podido calcular la sangre que se derramaba desde la cima de sus pirámides.

Todavía recuerdo un reportaje sobre el tráfico de esclavos en el que se entrevistaba a un grupo de turistas afroamericanos que habían viajado hasta Dakar y otras poblaciones africanas para conocer sus orígenes. En el reportaje se los veía llorar estupefacta y desconsoladamente al descubrir y saber que en el tráfico siniestro de personas también habían colaborado, como secundarios bien predispuestos, africanos de raza negra.

El yerno de una amiga trabaja para una buena empresa, representa sus intereses en África viajando por todo el continente tratando de vender sus productos. Mi amiga me dice que me vaya, que me marche, que me largue es su exacta expresión, que allí está todo por hacer, que es un mundo apasionante lleno de oportunidades, que la gente es alegre aunque algo perezosa, que las mujeres son guapas y que las carreteras están a medio construir o terminadas gracias a los chinos y su método de la “huella cero”, que consiste en llevarlo todo de China, personas y materiales, obreros, ingenieros, cocineros y prostitutas, cemento, alquitrán, grúas, comida, agua y preservativos, todo chino. Y que cuando se van, después de haber cobrado por anticipado, no dejan ni rastro, nadie podría saber nunca que allí han estado unos cientos de ciudadanos chinos trabajando durante algunos meses construyendo una carretera.

Gibbon se equivocó en su famoso libro, la decadencia empezó después de las guerras púnicas, no a la muerte de Marco Aurelio.

Después de Aníbal el ciudadano romano no pudo ser soldado y campesino al mismo tiempo, debía combatir demasiado lejos de casa, no llegaba a tiempo para la cosecha. Después de la disputa con Cartago se acaba el buen ejemplo que es sustituido por la codicia desaforada de una gente envilecida. El saqueo voraz y despiadado que se somete a las nuevas posesiones es compensado solamente con migajas, simple calderilla, un aumento miserable, pero suficiente según parece, de la “anona”, el pan gratis que se repartía a la plebe, una especie de “estado del bienestar” primitivo que garantizaba que ningún elector moriría de inanición y votaría al Tribuno debido. Pan gratis que provenía de los campos de trigo que cultivaban miles de esclavos.

Siempre me ha intrigado, y seducido en su profundo cinismo, la institución secular del cliente, una prehistórica manera, pero todavía vigente, de justicia social. La corrupción moderna no contempla la responsabilidad pública del reparto del botín, la complicidad de las partes, la exigencia de una tribu que dé el soporte y la cobertura necesarios al conjunto de corruptos que colaboran juntos, la excusa del grupo. El clientelismo, en cambio, sí permite una redistribución de la riqueza entre los afines a partir del robo y la extorsión de los rivales, algunos consideran que es la mejor ley fiscal que se pueda elaborar y que, sin el laste de la burocracia legal, permite una eficaz redistribución de la riqueza. Media España vive todavía de ello, en las grandes ciudades, pero sobre todo en los pueblos pequeños.

Un viejo conocido de Madrid, un antiguo peletero, que había sido condenado a muerte por el franquismo y que vivió un par de años encarcelado esperando que cualquier día lo llamaran para ser fusilado, cuando lo indultaron y pudo salir de la cárcel después de cumplir la condena, acostumbraba, una vez repuesto anímica y económicamente del horror, a ir a su pueblo natal a tomarse un café en la plaza principal, a la vista de todos. Iba solo o con su mujer, quería que todos lo vieran. Aquellos antiguos convecinos que lo habían denunciado contemplaban cómo se tomaba un simple café que pagaba con un billete de mil pesetas que sacaba de un fajo en el que había un millón y que depositaba encima de la pequeña mesa del bar. Del montón de billetes que todos contemplaban con unos ojos como platos, sacaba uno y con él pagaba, esperaba la vuelta y no daba propina. Se levantaba, se subía a su coche y se largaba, no se iba, se largaba para volver al cabo de unos meses y repetir la misma escena.

Mi barrio son unas Naciones Unidas reales, no imaginarias, por cada diez personas que veo pasar, exagerando muy poco, sólo una es catalana o española. Ayer me fijé en un grupo de adolescentes filipinas que paseaban juntas, era domingo y estaban contentas y bromeaban las unas con las otras, me recordaron, una vez más, a mi madre y a mis tías como si yo, fuera de las fotografías que conservo de ellas, las hubiera conocido de jovencitas. Esas muchachas filipinas eran su vivo retrato, una imagen llena de encanto y alegría, en cambio, sus equivalentes indígenas no tienen ya nada que ver, las adolescentes de aquí son otra cosa, no sé qué, pero algo completamente distinto y algo que no sé reconocer. Igual que las familias, a los matrimonios filipinos se los ve alegres, esperanzados, sin embargo, las parejas españolas con hijos hacen mala cara, igual que si estuvieran permanentemente estreñidos o algo muchísimo peor: ellos, los hombres, preocupados como si debieran mucho dinero a alguien y no supieran cómo podrán pagarlo, y ellas, las mujeres, al revés, como si alguien les debiera una cantidad exorbitante de dinero y no supieran cuándo van cobrar o si van a cobrar siquiera algún día. ¿Y los niños? Los niños en medio, como siempre.

Creo que me estoy haciendo viejo y ya sólo sé escribir panfletos como el presente, ¿qué demonios puedo hacer yo en África aparte de casarme con alguna somalí joven, solícita y guapa que me abanique?, ¿pintar como lo hacía Barceló en Mali?, ¿convertirme sin dinero en marchan de arte africano?, ¿enseñar catalán?, ¿dar clases de pintura barroca europea a las nuevas élites africanas?, ¿intentar devolver a la vida los niños soldado?

¿Convertirme en cliente de alguien poderoso y corrupto?

¿O dejar que me maten en alguna esquina de Nairobi?

Creo que seguiré, de momento, con mi mudanza, luego ya veremos.

lunes, 25 de junio de 2012

El Peletero/El peritaje caligráfico como documento humano


Hemeroteca peletera

El peritaje caligráfico como documento humano.

El cuerpo es una casa, la ciudad es una casa, el cosmos es una casa, ¿la anachoresis representa un ideal de autarquía con el que perseguimos la independencia?, ¿para habitar nuestra casa debemos abandonar las otras?

La portera de mi casa pone mala cara cuando me ve cargado con bolsas llenas de papeles para tirar a la basura, es mi hemeroteca, esos periódicos antiguos que no deben recordar ni los propios autores que escribieron los artículos y redactaron las noticias en su día. 

Noticias de ayer:

“En 1992, Claude Julien escribía: “Desde hace meses, Sarajevo supone para las democracias la revelación del desconcierto absoluto, la prueba de una voluntad vacilante, el símbolo perturbador de una ausencia total de futuro”. Cuando se cumplen, mañana, mil días de la batalla de Sarajevo, del inicio de la guerra de Bosnia-Herzegovina, esta visión sigue siendo válida. Sarajevo es símbolo de la división de Europa y de todos sus conflictos no resueltos, es el espectro de 1914 y de 1939, representa, en palabras de André Glucksman, “el fracaso de dos generaciones”.

(...)

El ideal de mestizaje cultural que anima este fin de siglo entre los occidentales progresistas tiene en Sarajevo el sumidero de todas sus contradicciones”. (“Sarajevo, 1000 días de vergüenza par el mundo”, Félix Flores, La Vanguardia de Barcelona, viernes, 30 de diciembre de 1994)

Noticias de hoy:

El Govern de la Generalitat de Catalunya guarda su archivo diario en los almacenes de una empresa que contrató para su custodia, pero que ahora está advertida de desahucio por el impago del alquiler; miles de cajas llenas de papeles que se supone son los documentos que conforman la memoria oficial reciente de mi país pueden convertirse en pasta de celulosa.

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La Junta de Aragón considera que la lengua que se habla en su franja oriental es aragonés oriental.

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Hoy, mi muy admirado Antoni Puigverd afirma:

Una gran majoria d'espanyols consideren positiu allò que una minoria percep com una barbaritat: convertir les dues llengües romàniques pròpies del territori de l'Aragó -l'aragonès i el català- en una barreja confusa de dialectes sense nom i gairebé sense drets. I és que, a la immensa majoria d'espanyols els sembla natural, bo i convenient reduir el panorama de les llengües peninsulars i afavorir el darwinisme lingüístic. A Espanya, des de fa segles, els ciutadans de famílies de matriu castellana tendeixen a considerar insuportable la simple existència d'una altra llengua que no sigui la pròpia. En tota mena de règims, amb més o menys desvergonyiment, s'ha transmès la idea que només existeix a Espanya una llengua digna d'aquest nom: la castellana, espanyola per antonomàsia. La resta, no serien sinó vestigis, antiguitats, chapurreaos, dialectes o reinvencions maquinades pels nacionalismes anomenats perifèrics. Qualsevol pretensió de normalitat social i cultural d'una llengua que no sigui el castellà és percebuda com una estupidesa, una mania, una presa de pèl, una ofensa als castellanoparlants, un atac a Espanya.(1) “(Llengües irritants”, Antoni Puigverd, La Vanguardia de Barcelona, divendres, 22 de juny de 2012)

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Ha cerrado el cine Renoir Les Corts y ayer, el Ayuntamiento, ordenó cerrar también el restaurante que tengo enfrente, y en el que oí, el otro día, aquella interesante conversación de las ocho señoras que hablaban de amor haciéndolo solamente de intereses materiales y económicos, como a mí me gusta.

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La memoria secundaria

Miquel Martí Pol dedicó al abogado y escritor Tomás Roig i Llop un poema navideño que recuerda los tiempos en que juntos montaban un belén, y acaba diciendo: “I cantàvem molt baix, amb vergonya potser de saber-nos germans de l’Infant i de tots en la nit de la grn meravella”. Eran malos tiempos para un escritoR burgués y profundamente católico que sufrió la represión franquista y más tarde un largo e injusto olvido que sólo se rompió ayer en la conmemoración del centenario de su nacimiento.

El “Nou diccionari de la literatura catalana” dedica 26 líneas a Tomás Roig i Llop y 87 a su hija, la también difunta escritora Montserrat Roig Fransitorra. Las únicas referencias a Tomás Roig que navegan por Internet aparecen en los epígrafes de libros antiguos y raros de encontrar, como padre de Montserrat Roig o como autor de un tratado traducido al italiano titulado “El peritaje caligráfico como documento humano”.

Roig i Torres es uno de aquellos escritores que no se estudian ni en el bachillerato ni en la universidad, y sin embargo existió. Se ocuparon de recordarlo su viuda, Albina Fransitorra, cinco de sus hijas, su único hijo y trece nietos en el Ateneu Barcelonés. Ainaud de Lasarte resumió su figura como “un autor tal vez secundario, pero que junto a muchos otros secundarios forman esa sólida base que hace posible que despunten los grandes nombres”. Leyeron algunos de sus textos los actores Teresa Cunillé y Doménech Vilarasa. Magda Oranich glosó su personalidad como abogado. Y Jordi Pallarés, el último profesor de retórica de Catalunya, rememoró su dimensión humana.

Más allá del homenaje tardío a un hombre que dejó una obra a la vez seria y satírica, que ayudó a salvar el teatro Romea de la miseria económica y que fomentó el teatro de aficionados por toda Catalunya, queda el recuerdo de sus hijas: “Gran trabajador, serio, vitalista, entregado a la familia, muy conversador, siempre rodeado de amigos y que nunca levantó la voz ni perdió los nervios a pesar de vivir rodeado de seis hijas, la mujer y la suegra”. Más reciente, el recuerdo de sus nietos, como el periodista Álex Martínez Roig: “Nuestro abuelo fue y es un referente ético de una burguesía catalana derrotada por la República y por el franquismo. Sin ser un político, fue un resistente cultural que luchó por la cultura catalana a través de los juegos florales, el teatro popular y la abogacía”.

Hijo adoptivo de Girona y miembro de la misma generación olvidada de Fages de Climent, el fondo documental de Tomás Roig i Llop reposa en el Arxiu Nacional de Catalunya y resulta muy útil para entender cómo vivió la guerra y la posguerra la burguesía ilustrada catalana. Parte se recoge en sus dos tomos de memorias, pero el tercero, que dictó a su mujer cuando ya había perdido la vista y que se centra en la posguerra, continúa inédito. Y aunque el acto en memoria del autor fue bello y emotivo, la edición de esas memorias sería un servicio a la historia de un país que también se ha forjado sobre escritores secundarios. (El dedo de Colón. “La memoria secundaria”, Joaquim Roglan, La Vanguardia de Barcelona, jueves, 19 de diciembre de 2002)

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Podría hablar también de los caminos de ronda que recorren la costa catalana y que servían para otear y avisar a las poblaciones costeras de la llegada de los piratas moriscos que saqueaban sus villas, pero no lo haré, lo dejaré para otra ocasión, prefiero citar el estado de la mar del jueves, 19 de diciembre de 2002, mientras escucho alguna pieza de rock & roll que no sea de ése al que llaman “The Boss”.

El mar

HOY. Una ligera entrada de vientos de levante, con ratos de nordeste y ratos de sudeste, hará que la marejadilla se extienda por todas las costas catalanas. Olas de medio metro en general, sin descartar áreas de marejada (hasta un metro) desde el Garraf hasta el Maresme y la Costa Brava. Marejada y fuerte marejada en el norte del Empordà, con olas de uno a dos metros. Vientos de fuerza dos a cuatro, con áreas de fuerza cinco. Las olas favorecerán deportes como el surf y el windsurf.
MAÑANA. Marejadilla o marejada en todas las costas, con olas de medio metro a un metro. Áreas de fuerte marejada en la Costa Brava y Baleares. (La Vanguardia de Barcelona, jueves, 19 de diciembre de 2002)

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(1) La mayoría de los españoles percibe como bueno algo que una minoría considera una barbaridad: convertir las dos lenguas románicas propias del territorio de Aragón -el aragonés y el catalán- en una confusa mezcla de dialectos sin nombre y sin apenas derechos. Y es que, a la inmensa mayoría de los españoles, les parece natural, bueno y necesario reducir el panorama de las lenguas peninsulares y favorecer el darwinismo lingüístico. En España, desde hace siglos, los ciudadanos de familias de matriz castellana tienden a consideran insoportable la mera existencia de otra lengua que no sea la propia, pues, durante siglos, en todos los regímenes, con mayor o menor descaro, se ha transmitido la idea de que sólo existe en España una lengua digna de tal nombre, que es la española por antonomasia. El resto, no serían más que vestigios, antiguallas, chapurreaos, dialectos, cuando no puras reinvenciones de los nacionalismos llamados periféricos. Cualquier pretensión de normalidad de estas lenguas ha sido percibida como una estupidez, una manía, una tomadura de pelo, un atrevimiento inaudito, una ofensa a los castellanohablantes, un ataque a España. (“Lenguas irritantes”, Antoni Puigverd, La Vanguardia de Barcelona, viernes, 22 de junio de 2012)

lunes, 18 de junio de 2012

El Peletero/El gran seductor


Hemeroteca peletera

El gran seductor.

A Berlin no se le conocían lances amorosos (excepto una relación “embriagante”, pero no consumada, con una aristócrata de cara pecosa) y presumía de ser ajeno al compromiso político y las pasiones que veía en las vidas de los otros. Ignatieff cuenta cómo una dama, bella y acosada, Sally Graves, se vio obligada a reprocharle: “Algunas personas –le amonestó- parecen no darse cuenta de que la gente tiene apetitos”. (Isaiah Berlin, “Antídoto de liberticidas”, Josep Massot, sábado 6 de junio de 2009)

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¿Qué apetitos tiene la gente?, ¿de qué habla Sally Graves?

El otro día terminaba mi post destacando la fuerza que posee la belleza física a propósito de una cita de John Le Carré sobre uno de sus personajes que aparece en “Un traidor como los nuestros”. Y ello me llevó a una de mis novelas preferidas, “El Rojo y el Negro”, y su protagonista, Julien Sorel, prototipo ya clásico de seductor y escalador social, un traidor, también, como los nuestros.

Mucho se ha hablado de él y de otra gran creación de Stendhal, Fabrizio del Dongo, de ambos dije: “si bien diferentes en sus orígenes, personalidad y necesidades, son culpables y víctimas en un drama que se convierte en un fin en sí mismo y que se democratiza a una gran velocidad. Todo el mundo quiere formar parte y jugar a ganar y a perder. Los nuevos tiempos lo permiten y nadie desea quedarse fuera. A este drama lo llamaron Amor los antiguos, y los modernos no lo cambiaron ni lo cambiarán. Julien y Fabrizio enamoran y se enamoran, sufren y hacen sufrir. Por amor prosperan y por amor los encarcelan.

El amor de Julien y Fabrizio está al alcance de cualquiera. Es una facultad del ánimo a la que todos tienen derecho a bien o mal usar. Está en el aire, el más simple puede atraparlo sin condiciones ni requisitos previos ni tampoco se necesitan antecedentes para merecer galardones. Todo el mundo puede amar y ser amado.”

Sin embargo, el otro día, antes de ayer, respondía a un comentario con una cita propia en la que aparece una pregunta sin sentido:

En un viejo post que titulé “La puerta del Cielo” un hombre realizaba, en un hotel de Thessaloniki, una entrevista de trabajo a una mujer.

“(...) aquella mujer solicitaba ocupar un puesto de responsabilidad en nuestra empresa y yo debía evaluarla y saber si era la persona adecuada para nosotros.

Lo habitual, la norma que se sigue en estos trámites, hubiese sido entrevistarla en una de nuestras propias oficinas y pedirle que “viniera”. Pero fuimos nosotros, yo en este caso, los que nos desplazamos hasta su ciudad, donde nuestra candidata vivía, queríamos conocer también su paisaje urbano de origen.

Eran las nueve de la mañana y las cortinas estaban abiertas. La luz era tan blanca como blanco era el suelo de mármol.

No le pregunté si quería tomar algo, un café, un té, un refresco o simplemente agua fresca. No, no se lo pregunté ni se lo ofrecí. Lo que hice fue sacar una hoja de papel en blanco, depositarla ceremoniosamente encima de la mesa, al lado de un lápiz y una goma de borrar, ambos por estrenar. Y le hice la primera pregunta.

¿Cree usted en el Amor?”

Parafraseando a Muriel, una de las dos hermanas que se enamoran del mismo hombre en “Dos inglesas y el continente”, novela de Henri Pierre Roche, que Truffaut llevó magistralmente al cine, podemos decir que no es el amor lo que perturba la vida, ni la falta de él, sino su incertidumbre.

Pero en “El Rojo y el Negro”, se narra además una escena interesante y diferente sólo en las apariencias, sucede en París, en una fiesta en la que un liberal español refugiado, un revolucionario que ha tenido que huir de la restauración borbónica de Fernando VII al terminar la guerra con el francés, se lamenta que la Revolución en España haya fracasado porque el pueblo no ha querido perdonar ni ser cómplice de los asesinatos de sus insurrectos como sí ha sucedido en Francia. Se deduce que al pueblo español no le han importado los asesinatos del Rey.

Tengo a mis pies cajas llenas de de periódicos atrasados, algunos son de hace décadas y otros más recientes, pero todos ellos parecen huevos podridos, comida caducada, igual que los cadáveres apestan de la misma forma, pero dicen más cosas de sí mismos que cuando estaban vivos y vigentes, por eso quizás nadie usa ya las hemerotecas y habla del hoy sin saber qué ocurrió ayer.

En “La Cartuja de Parma” se cuentan también las tribulaciones de un oficial del ejército de Napoleón que es alojado en casa de Fabrizio. El pobre hombre se siente avergonzado por la humildad y pobreza de su uniforme, un traje que no tiene forro, esa tela interior que se cose a los dobladillos y que da un aspecto terminado a los vestidos. Y en “El Rojo y el Negro” se explica como el sacerdocio era una buena decisión, sus miembros recibían instrucción, alojamiento, comida y vestido.

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Empecé esta serie con un magistral artículo de Ryszard Kapuscinski titulado “Mientras existían los soviets”, no puedo dejar de leerlo y recordar a un padre soltero, un ucraniano joven que conocí y que trabajaba en Barcelona cuidando a personas ancianas enfermas cuando me contaba que en su casa de Kiev, un edificio de doce plantas, se dieron cuenta, de hoy para mañana, que les habían robado el ascensor, la caja y el motor, así de sencillo. De esta manera tan tonta se hundió la URSS, habiendo de subir a pie por las escaleras de las casas.

Kapuscinski nos cuenta que en la época de Stalin se mataron a ochenta millones de personas y nos dice que: “Desde el punto de vista técnico, matar a ochenta millones es un trabajo harto complicado. Al fin y al cabo sabemos qué problema técnico tan difícil de resolver supuso para los alemanes la aniquilación de seis millones de judíos. En Rusia no hubo cámaras de gas; alguien tuvo que fusilar o acuchillar a aquellas víctimas. ¿Cuántos debieron ser aquellos que apretaban el gatillo? Y surge un nuevo problema: el de la culpa.¿Quién la tiene? Es un tema que no hay manera de discutir con los rusos; reaccionan de un modo violento, emocional. Lo que más les gustaría sería creer, junto con Solzenitzin, que la Revolución de Octubre y todo lo que la siguió no fue sino un complot internacional de judíos, polacos, lituanos y Dios sabe quién más encaminado a la aniquilación del pueblo ruso. En una ocasión yo mismo participé en Irkutsk en una especie de, digámosle, misterio. Cuando fui a verlo, pagué, me acuerdo, dos rublos, suma que en 1990 era dinero. Ocho hombres ataviados con antiguos trajes rusos hablaban en estos términos: “Pueblo ruso! Contra ti se había forjándola mayor apocalipsis del mundo. Ningún holocausto judío se le puede comparar. Hoy seríamos trescientos millones, y sólo somos ciento cincuenta. Fuimos víctimas de un complot internacional que se llamó revolución y que tuvo por objetivo borrarnos de la faz de la tierra. Como resultado, quedamos sólo la mitad. Además, la peor. ¿Quiénes fueron los asesinados? Los más activos, enérgicos e inteligentes, patriotas y pensadores, de los cuales no quedó ni uno entre los vivos. Nuestra única esperanza radica en el renacimiento de la gran Rusia”. Y aquí comienza la oración; los hombres se postran hasta casi tocar el suelo con la cabeza, muy a la manera rusa.

Cuando nadie es culpable

La aseveración que afirma que el estalinismo es un fenómeno intrínsecamente ruso, los rusos la tachan a menudo de simple mentira. No fue aquí —dicen— donde se inventó el estalinismo, no fue aquí donde nació la crueldad de los comunistas. Y cuando se les plantea la cuestión de Katyn y, pongamos por caso, preguntas: ¿Cuántos hombres murieron allí? ¿Quince mil? Si sólo en los alrededores de Minsk se han desenterrado ya medio millón de cadáveres. De los nuestros, los rusos ¿Cuántos más seguirán yaciendo allí? Ya sí fracasa todo intento de discutir el tema de la culpa y la responsabilidad. Este es uno de los grandes temas que no consiguen abordar desde la racionalidad; todos los argumentos se estrellan contra el muro de las emociones. Al mismo tiempo, es de dominio público que a ninguno de los grandes verdugos se les ha tocado un solo pelo; siguen todos impunes; parece que sean intocables. Resumiendo: ¿qué ha quedado del pasadode Rusia? Tal vez algo de arquitectura, aunque todo presenta un estado tan ruinoso...Aún se ven restos de belleza en aquellas casas y ciudades, pero están tan deterioradas que será dificilísimo reconstruirlas. Será más fácil levantarlas de nuevo que recuperar los edificios del siglo XIX, que durante setenta años no han sido sometidos a ninguna obra de mantenimiento. Cuando estuve en Leningrado, gozaba de enorme éxito una exposición dedicada al último zar, Nicolás. Los recuerdos de la época zarista suscitan un vivo interés en la gente, aunque ésta ya es otra sociedad. Sirva de ejemplo que en el entierro de las víctimas del golpe de agosto encabezaban la comitiva fúnebre un general del ejército soviético, un oficial ataviado con uniforme dieciochesco de los cosacos, otro oficial, con uniforme del ejército zarista y, finalmente, un pope. Y los cuatro portaban sendos retratos del zar Nicolás.”

(“Mientras existían los soviets”, Ryszard Kapuscinski. La Vanguardia de Barcelona, 24 de noviembre de 1.992)

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Mis textos son deslavazados, es cierto, pero no pueden ser de otra manera. El otro día encontré una tarjeta militar de reclutamiento del año 40 cuando quintaron, de nuevo, a mi padre. Ya había servido, dieciocho meses durante la guerra, en el Ejército Republicano, pero al terminar, desgraciadamente, le obligaron a cumplir 33 más en el bando franquista. En la tarjeta decía:

Caja de Reclutas de Barcelona nº 37

Certifico:

Que la Junta de Clasificación y Revisión de la misma en vista de los antecedentes del mozo citado en relación con el Glorioso Movimiento Nacional, lo ha conceptuado como: INDIFERENTE.

Barcelona, 1 de mayo de 1940
El Comandante Jefe de la Caja


¿Qué tiene que ver el amor y la seducción con las revoluciones, los millones de muertos y mi padre, un recluta INDIFERENTE?

Fue el mejor halago que, sin saberlo ni darse cuenta, pudieron hacerle.

¿Guarda todo eso alguna relación con las diferentes y variadas maneras en que la gente trata de ocupar el tiempo, dar sentido a su existencia, no sentirse vacíos, disfrutar, alegrarse y complacerse de la vida que vive?

¿Cómo ha de servirse el caviar?

“En 1945 tuvo un encuentro decisivo. Destinado en Leningrado, se enteró de que la gran poeta Ana Ajmátova vivía en un tercer piso en Fontanny Dom, un palacio del siglo XVIII, ya descascarillado. Ajmátova, veinte años mayor que él, ocupaba un cuarto con cuatro muebles y el boceto de un retrato que le había hecho Modigliani en París en 1911. Hacía 34 años que no tenía noticias de la Europa libre y vibrante. Su primer marido había sido fusilado y su hijo Lev, recién liberado del GULAG, servía a Stalin como arma de doloroso chantaje para conseguir de Ajmátova versos adictos. Pasaron toda la noche hablando de literatura y música, tocados por un erotismo (“No será un amante esposo para mí / pero lo que nosotros, él y yo, logramos / inquietará al Siglo Veinte”) que no llegó a más. Gracias a una imprudencia del hijo tarambana de Churchill, que buscaba a gritos a Berlin para que le explicara a un camarero cómo debía servir el caviar, los soviéticos endurecieron la marginación de Ajmátova por creer que pasaba información a un espía inglés”. (Isaiah Berlin, “Antídoto de liberticidas”, Josep Massot, sábado 6 de junio de 2009)

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En “La Cartuja de Parma” podemos leer las famosas escenas de la batalla de Waterloo en la que Fabrizio del Dongo, ese joven aristócrata milanés, recién destetado por su madre: “decide abandonar su casa en el lago de Como, atravesar toda Francia, e intentar unirse a las tropas de Napoleón  que están a punto de entablar y perder la que será su última apuesta. Fabrizio llegará tarde a la llanura belga de Waterloo, la batalla ya habrá empezado, y el pobre muchacho sólo podrá deambular por sus alrededores intentando hacerse una idea de lo que está sucediendo.”

Lo que está sucediendo siempre ocurre en otro lugar, esa es la señal, la mejor prueba de que aún estamos vivos y la bala que nos ha de matar todavía no nos ha alcanzado aunque, sin duda, ya ha sido disparada.

Mucha gente me pregunta si realmente estoy de mudanzas o si mis referencias a ellas son solamente una excusa literaria. Yo les respondo que no me mudo, que todo es ficción, un simple pretexto para llenar páginas vacías. Al oírme noto una ligera decepción, un desencanto, una desilusión.

Es tan fácil ilusionarnos con cualquier cosa.

lunes, 11 de junio de 2012

El Peletero/Feliz Cumpleaños


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Feliz cumpleaños.

“Conforme se va extinguiendo el Estado del Bienestar en toda Europa, la seguridad de los trabajadores en cobrar una pensión de jubilación se va transformando poco a poco en incertidumbre por la cuantía de la misma, cuando no en preocupación por la pervivencia de un sistema de prestaciones con cargo a la Seguridad Social que cubra sus necesidades a partir de los 65 años. (...)” (Cumpleaños feliz, Juan Manuel Zafra, El País, domingo, 19 de septiembre de 1993)

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El sábado pasado, ya que estoy de mudanzas, tiré la casa por la ventana y decidí ir al restaurante a almorzar solo, sin compañía. Ése fue todo mi apetito ese día caluroso de primeros de junio, comer algo que yo no hubiera cocinado.

Y sentirme servido.

Me gasté 15 euros en el menú de fin de semana, macarrones, magret de pato y dos bolas de helado, una de vainilla y la otra de chocolate. Agua sin gas para beber.

Elegí el restaurante que hay enfrente, tampoco tenía ganas de caminar.

El comedor estaba medio vacío, aparte de otros dos hombres que almorzaban también solos como yo, únicamente había una mesa más ocupada, lo estaba por ocho mujeres que pasaban todas ellas de los cincuenta y de los sesenta y que parecían ser familiares, compañeras o amigas de toda la vida. Su animada conversación se mezclaba en mis oídos con la que igualmente tenían los camareros, la mayoría latinoamericanos, hablando de las circunstancias laberínticas y muy complicadas, precarias y penosas que conformaban su vida laboral, los contratos, los sueldos magros y la obtención de los consabidos papeles de residencia.

Las ocho mujeres también charlaban de intereses y de dinero y de lo que el dinero significa, una de ellas era secretaria de un juzgado que muy a menudo debía ir por las casas a entregar citaciones y que ya conocía los diferentes y variados trucos que usa la gente para eludir recibirlos y firmarlos. Había una de ellas que era la dueña de una tienda de marroquinería, otra ejercía de ejecutiva de cuentas de una agencia de publicidad, y la que parecía la mayor de todas llevaba la contabilidad de una empresa, o al menos eso deduje yo al escucharlas de tapadillo. Las ocho eran profesionales en activo, ningún ama de casa, hablaban de lo que sabían y sabían de lo que hablaban, era una conversación franca, desprovista de eufemismos, clara y absolutamente explícita sin el puritanismo que mucha gente siente al hablar de dinero. En ningún momento salió a relucir la jubilación, la familia ni los hijos ni los nietos ni los maridos o amantes, no hablaron de hombres ni de amor ni de sexo, tampoco de emociones o sentimientos, sólo de herencias, bienes y dinero, de trabajo y de impuestos. Ninguna era maestra. Se quejaban de la extinción de la clase media que ha sido, según decían, esquilmada, asaltada, despojada y desvalijada por los que han vivido a costa del Estado, la rótula que une el fémur con la tibia, la que te permite caminar. Contaban que las herencias se pueden aceptar o rechazar y que si las aceptas contraes también las deudas del fallecido. De las riadas de dinero europeo que han inundado España durante décadas y que sólo han servido para alimentar a los buscavidas, a los perezosos, crear molicie y falsear la realidad de las cuentas y de las vidas de las personas, que el dinero no ganado, que cae del cielo, es un regalo del diablo que pervierte voluntades y que destruye los países como los que tienen enormes reservas de petróleo. Eran ocho mujeres catalanas hablando en un perfecto catalán de Barcelona, el mío, en el que aprendí a pensar y amar, ocho auténticas damas, unas “Señoras de Barcelona” que también configuran una especie en extinción. Me recordaban a mi madre y a mis tías, a mis primas, pero no a sus hijas, ésas son diferentes ya, no tienen pasado porque, perdón por la presunción, no se puede tener pasado cuando has nacido a finales de los ochenta o a primeros de los noventa. Terminaron hablando de los bancos que están agotando el alquiler de las cajas de seguridad y que eso es para lo poco que sirven porque nunca ha sido bueno trabajar con el dinero de los otros, y de la inevitable política de nuestros días dirigida por mediocres mentirosos, nuevos ricos y sicarios, meros esbirros de simples delincuentes o de masas ignorantes, gente sin personalidad, puros arribistas porque el buen ejemplo no es premiado ni siquiera por las víctimas del malo. Y deseando que sus hijos, fue la única vez que los nombraron, vieran pronto una Catalunya desvinculada de España. Me sorprendió la contundencia y la naturalidad de su afirmación, su llaneza desprovista de dramatismo, su falta de patrioterismo, la seguridad desinhibida con la que afirmaban un deseo de tan hondas repercusiones, algo espontáneo, simple, lógico, técnico, inevitable, imparable, vivido en sus casas desde siempre; pero me hizo gracia una de ellas cuando afirmó, de manera irónica y graciosa, que votaría, sin dudar, afirmativamente en un referéndum sobre la independencia de Catalunya, pero que al día siguiente, si el sí saliera ganador, emigraría rápidamente a los Estados Unidos. Todas se rieron, yo también.

Ni a Alemania ni a Suiza, a los Estados Unidos de Norteamérica, repitió con énfasis y claridad.

Al levantarme las observé y pensé que Modigliani hubiera hecho con aquellos rostros hermosos unos estupendos retratos.

La más mayor me miró y nos sonreímos mutuamente.

El camarero, un muchacho joven, catalán también, que estaba harto de contratos de formación, me preguntó al salir si no tomaba café. Le dije que no, pagué en metálico y me fui a tomar uno cortado en un bar que hay cerca y que llevan dos hermanos burgaleses que saben cortar bien los cafés, como es debido y como se hace en Madrid, con un par de gotas de leche, nada más. Los camareros son brasileños y cubanos, chicos y chicas nacidos todos en la segunda mitad de los ochenta que hacen muy bien su trabajo. Hoy han cambiado las mesas, han comprado unas nuevas muy bonitas y más modernas, de color rojo oscuro, pero se han equivocado de tamaño, son demasiado grandes y han perdido ocupación y servicios.

El lunes 27 de septiembre de 2010, Xavi Ayen entrevistaba en la Vanguardia de Barcelona a John Le Carré a propósito de su nueva novela, “Un traidor como los nuestros”, en ella el escritor británico cuenta que “los espías y los mafiosos comprenden cómo funciona el mundo realmente” y que, como comentario a uno de sus personajes, “somos muy vulnerables a la belleza, al charme. Nos resulta difícil resistir a eso y estamos todos atraídos por la gente guapa, les disculpamos sus defectos y les aguantamos humillaciones. Me fascina la manera en que los seductores se reconocen mutuamente”.

Mi amigo Ernesto, del que hablaba en el pasado post, también ha hecho cambios en su bufete, en este caso ha contratado a una nueva secretaria, es una trabajadora eficaz y una chica muy guapa. Según parece ahora los clientes aceptan de mejor manera los honorarios y las provisiones de fondos que les pide por su trabajo, no los discuten ni tratan de regatear como hacían antes. Ernesto es un pozo de anécdotas, una especie de sacerdote que confiesa sin dar la absolución, pero que intenta ofrecer, de manera honesta y absolutamente legal, algo mucho mejor, una sentencia judicial favorable.



viernes, 8 de junio de 2012

El Peletero/El factor humano


Hemeroteca peletera.

El Factor humano.

“El símbolo del norte estaba enamorado del sur. Alvar Aalto, el más grande arquitecto escandinavo, pasó la vida añorando el Mediterráneo. “En la cabeza tengo siempre un viaje a Italia”, decía a menudo. Cuando emprendió el definitivo, su viuda lo enterró bajo un capitel jónico de mármol italiano: un homenaje paradójico para un artista moderno, y más aún para alguien que, al editar su obra completa, había eliminado cuidadosamente todos sus edificios clasicistas juveniles; pero un atributo adecuado para un temperamento apasionado que vivió en Helsinki soñando con Venecia. En cualquier caso, el sur de sus fantasías y sus viajes no era del todo el sur del clasicismo; cuando visitó España en 1951 sus colegas madrileños se sorprendían de su desinterés por el Museo del Prado, o de la forma ostentosa en que daba la espalda a El Escorial: sólo la construcción vernácula parecía interesarle. Y es que en el sur Aalto buscaba el ingenio popular en el uso de los materiales y la sabiduría anónima de los pueblos escarpados: el diseño refinado de los objetos cotidianos y la belleza exacta de los paisajes construidos por la necesidad, el tiempo y el azar. (...)”

(“Alvar Aalto, el Factor Humano”, Luís Fernández-Galiano. El País – Babelia, 31 de enero de 1.998)

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El otro día hablaba del Sur, de Víctor Erice y de ensoñaciones infantiles hechas realidad. Hoy, mi querido amigo Ernesto, abogado, me ha contado una bonita circunstancia de uno de sus maestros, abogado también como él y fundador del Gremio de Peleteros de Catalunya, el que redactó sus primeros estatutos y fue su secretario durante muchas décadas. Ocurrió hace unos meses cuando lo visitó poco antes de morir con 96 años. Dice que la conversación fue una despedida entre dos antiguos compañeros, alumno y profesor.

Pero las personas, a veces, también desconocen las intimidades que visten por dentro y por fuera a sus viejos amigos, los tratan durante años, conocen a sus familias, trabajan juntos y se ayudan y se dan consejos de buena fe siempre que son necesarios, pero el fondo del caldero permanece escondido, allí, pegado al metal, hay los restos quemados de todos los pucheros que se han ido cocinando a lo largo de una vida, son los cajones que guardan también pétalos marchitos de algún ramo que nadie recuerda ya.

Ernesto, al ir a visitarle, se extrañó al ver en su casa muchas esculturas de bustos femeninos colocadas en todos los rincones posibles e imaginables, desconocía que poseyera una colección tan extensa o que fuera aficionado a la escultura o al arte en general, siempre habían hablado de cuestiones profesionales, gremiales o de política, nunca de sí. Le explicó que las había esculpido él mismo, que de joven quería ser escultor, pero que no tuvo la fuerza para oponerse a la opinión de su padre que también era un abogado, que había ido esculpiendo alguna en sus tiempos libres, cuando trabajaba, pero que la inmensa mayoría estaban realizadas después de jubilarse a los 85 años. En esos once últimos años de su vida, decía, había podido realizar su sueño que había nacido de pequeño al ver las obras de Josep Llimona que su mismo padre le enseñaba con devoción.

Dicen algunos que lo peor de los sueños, de los deseos profundos, es que se conviertan en realidad, pero no es cierto porque eso solamente lo argumentan los que no han tenido la gracia de ver realizadas sus ensoñaciones infantiles.

Todos los verdaderos ensueños nacen en la niñez, el resto son antojos, caprichos o ambiciones y codicias más o menos confesables, todos tenemos más de una. Una de las mías es mi prima Mari Pili.

Pero antes de hablar de ella contaré un encuentro de ayer mismo producido al ir a atravesar un semáforo de la calle Sepúlveda y encontrarme, después de mucho tiempo, de frente con Isabel, una antigua conocida, bancaria y cajera de uno de los más importantes bancos del país, una mujer muy simpática y eficiente de menos de 60 años. Me alegré mucho de verla y nos saludamos muy efusivamente. Estaba exultante de satisfacción, su rostro irradiaba felicidad y emoción porque la habían prejubilado. La felicité por ello y le pregunté qué haría con todo el tiempo libre que ahora tendría a su disposición, me respondió con una sonrisa de oreja a oreja que nada, que no pensaba hacer nada, disfrutar de la vida, dijo.

¿Cómo se disfruta de la vida?

Mi prima Mari Pili no existe, es un invento, una fantasía masculina en la que me recreo, me complace pensar en ella como si fuera un ideal femenino de carne y hueso. Imagino que es una mujer alta que cuando no es morena es una castaña clara o una rubia oscura según como se la mire o vaya la luz del día por el firmamento. Tranquila, elegante y lánguida, habla en voz baja y tiene una mirada triste, de ojos oscuros, marrones y verdes como el queso de cabra que se come con pasas dulces y aceitunas amargas.

Sin embargo, a pesar de su inexistencia y de sólo vivir entre mis papeles me ha llamado, sorprendentemente, hace un par de días para decirme que acaba de estrenar casa, que ha pintado cada pared con un tono diferente de blanco, que es como ella distingue la gama cromática que va del infrarrojo al ultravioleta. Yo le digo socarronamente que es una mujer nihilista, pero la realidad es que sufre de un raro daltonismo albino y neblinoso que le permite combinar, con una especial destreza y maestría, los colores del arco de San Martín.

Ha convertido también todo el piso de arriba en un gran estudio salón con una enorme y magnífica mesa de madera clara para ella sola, tan grande que se podrían sentar a cenar, si estuvieran invitados, los doce apóstoles con Jesús en el centro bendiciendo la comida; dice que le gusta desplegar sus muchos libros abiertos mientras lee varios al mismo tiempo.

Es su nuevo hogar, su casita del árbol en la que se siente segura y dueña de sí misma.

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“Encarnación, la primita de Aurora, desde la altura en que yo estaba, parecía uno de esos chicos que en Navidad devoran caña de azúcar y que no paran hasta que han sorbido todo el jugo del tropical canuto”, se dice en “El delantero centro de Pili”, firmada con el seudónimo de Alonso Santillana”

(Erotismo Años Veinte, R. B., El País – Babelia, 9 de enero de 1999)

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Yo, en cambio, ya no me siento seguro de nada, ni dentro de mi cama ni fuera de ella, ni tampoco en una cualquiera de las otras cuatro que poseo y que pronto tiraré al basurero. Dormir en el suelo es bueno para el esqueleto, aconsejan los médicos, pero la tierra, quieras que no, es dura y te daña los riñones sin demasiados miramientos.

Yo ya soy de por sí, debo reconocerlo, un viejo cascarrabias hipocondríaco, un descreído vehemente y un tonto sabelotodo exhibicionista que no sabe, sin embargo, cómo se disfruta de la vida, y que detesta hacer el ridículo o perder el tiempo en conversaciones de párvulos. Hipócrita y cínico prefiero las viejas formas que aconsejaban no saber nada de los demás para que no supieran nada de uno. Esa es una norma que trato de seguir a rajatabla, pero que, desgraciadamente, incumplo cada dos por tres.

Protegido debajo de una sombra platanera rumio y reflexiono como un filósofo barato, sentimental y simple y pienso en mis padres ya fallecidos, en lo mucho que los quiero todavía, en mi hermano que es mi media vida y en mi novia, ella sí que es de carne y hueso y no es ninguna fantasía, es todo lo contrario, una realidad hermosa y poderosa como una higuera, como aquella que había en casa de mi padre y que daba las más sabrosas “figues de coll de dama”.

El día es largo, pero nunca me cunde, no coinciden las 24 horas con el esfuerzo de llegar a la noche. Trabajo duro, camino muy poco, recuerdo mis mares y mis océanos y me acuesto tarde porque no tengo sueño. A veces pienso que no hay nada que soporte el gorro que cubre mi pobre cabeza calva.

Miro al cielo y me doy cuenta que no hay techo sin soporte fuera del humo que nace del fuego. Y también, y por qué no, en que hay mil tamaños en las alas de un sombrero y más maneras todavía de plegarlas para darles formas nuevas que en el fondo siempre serán las mismas, viejas y antiguas, braquicéfalas y dolicocéfalas, todas ellas cráneos extraviados de frentes rectas que sostienen, como columnas dóricas, la bóveda celeste, puro azar, encaje de bolillos, un castillo de naipes, la mejor arquitectura para emigrantes.

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P. ¿Cómo se consiguen formas nuevas?

R. Las nuevas estructuras, que terminarán con la idea moderna de hacer los edificios con una malla de pilares, de enjaularlos, provendrán de la biología. Me interesa lo que llega a convertirse en una forma libre.

P. ¿Qué es para usted una forma libre?

R. No se trata de construir un volumen enloquecido sustentado por un bosque de pilares que dificultan la circulación en su interior. Se trata de hacer desaparecer los pilares, de crear otro tipo de soportes a partir de la estructura de los edificios. Ante el Guggenheim de Gehry lo que me pregunto es ¿cómo se sostiene este edificio? Y lo que para mí define las obras maestras es precisamente ese hecho: que se sostengan con facilidad, que el soporte no se perciba, que la propia forma del edificio sea también su soporte.

(Cecil Balmond, “La estructura define la arquitectura”. Entrevista realizada por Anatxu Zabalbeascoa. El País – Babelia, 9 de enero de 1999)





lunes, 4 de junio de 2012

El Peletero/"Hay mucha belleza en el mundo y pocos ojos para contemplarla".


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“Hay mucha belleza en el mundo y pocos ojos para contemplarla”.


“Nubes de silencio cubren los cielos occidentales. Es un silencio denso con rayos que cruzan el firmamento pero sin truenos que resuenen. La tormenta avanza sobre todo un sistema de prosperidad y de burbujas. El granizo arruina las cosechas y el agua arrastra todo lo que encuentra a su paso.

Millones de europeos y americanos no se lo explican. Han perdido buena parte de sus ahorros. Hace un año y medio el que no invertía en bolsa era un desplazado social que no conocía las ventajas de la modernidad. Se podía ganar dinero, mucho dinero, simplemente invirtiendo dinero en un buen fondo de inversión.

(...)

El dinero se podía multiplicar sin esfuerzo alguno, solamente siguiendo las instrucciones de los expertos en el mercado bursátil.

Y aquí estamos, una semana más, al vaivén de los antojos de la bolsa, que pueden amargar el otoño a millones de ciudadanos. El silencio de los inversores es estremecedor. Nadie dice nada. Simplemente, se espera un golpe de fortuna que cambie el signo de los gráficos y los empuje de nuevo hacia arriba. Pero no llega.

(...)

La caída libre se va a detener en algún momento. Pero el fin de la aventura no tiene fecha. Estoy seguro de que todo volverá a ser como siempre, es decir, la economía deberá basarse en el esfuerzo, en la producción y en las leyes de la oferta y la demanda discretamente observadas. Sin milagros y sin fantasías.”

(“El silencio de los inversores”, Lluís Foix, La Vanguardia de Barcelona, 11 de septiembre de 2001, horas antes del atentado terrorista contra las torres gemelas de N.Y.)

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Soy un empedernido lector de prensa, no puedo empezar el día sin saber qué sucede en el mundo, pero ahora las circunstancias en las que se desenvuelve mi quehacer cotidiano me han ofrecido un placer insospechado, la lectura de viejos recortes de periódicos que guardaba por alguna razón que ya no puedo recordar.

Pedro Nueno, uno de los mejores comentaristas de asuntos económicos, en el más amplio sentido de la palabra, de la Vanguardia de Barcelona, siempre dice que los jóvenes del mundo ya son iguales en sus gustos, costumbres y aspiraciones, que antes había diferencias, pero que ahora éstas han desaparecido para uniformarlos a todos, que sólo los viejos como él siguen apegados a viejos y localistas modos de desear y estar.

Algo de razón debe de tener al afirmar tal cosa, no en balde es el impulsor principal de la escuela de negocios CEIBS (China Europe International Bussines School) radicada en Shangai.

Como los pies de foto que ilustran, valga la expresión, la imagen, las citas también lo consiguen con los textos que escribimos. Y lo que no vale para un cosido sirve para un remiendo. En este sentido, y al hilo de lo que afirma Pedro Nueno, en la misma página de la Vanguardia del miércoles 25 de junio de 2008, la correspondiente a los obituarios, aparecen dos casos tan diferentes como similares.

Gerhard Meier (1917-2008), escritor suizo del que Isidre Ambrós dice:

“Su obra siempre se centró en las personas que le eran próximas y en hechos locales, a veces insignificantes, pero que él convertía en trascendentes. Su obra más conocida es la trilogía Baur y Bindschädler, consagrada a dos personajes de la Suiza de provincias.”

(...)

”Pero a este "cosmopolita de provincias", como le definió el crítico Beat Mazenauer, el éxito le llegó tarde. Arquitecto de formación, trabajó en una fábrica de lámparas durante treinta y ocho años, hasta la edad de 54 años. Una experiencia que Meier definió como "equivalente a una formación universitaria".

(...)

Su primera obra, una recopilación de poemas, vio la luz en 1964. Sin embargo, no fue hasta 1979, a la edad de 62 años, que obtuvo la recompensa, al compartir el premio Kafka con el escritor alemán Peter Handke.

El otro fallecido que acompaña al escritor suizo es también un escritor, en este caso egipcio, Albert Cossery (1913-2008), “La bohemia del Nilo”, titula Nina Tramullas su obituario en el que nos cuenta:

“En 60 años sólo escribió ocho novelas. Albert Cossery supo aplicar la filosofía de vida que asociaba a su infancia en Egipto –la pereza, la contemplación y la meditación- con la bohemia y la excitación del París de posguerra. Sus ocho obras las escribió en francés, a pesar de que "pienso en árabe" porque "incluso cuando un personaje dice "buenos días" no es un "buenos días" a la europea, que no significa nada". Nacido en El Cairo pero establecido desde su adolescencia en París, murió el pasado domingo a los 92 años. De madre analfabeta y padre rentista, se trasladó a la ciudad de las luces inspirado por la lectura de Honoré de Balzac.”

(...)

“Desde 1945 se alojaba en un modesto hotel del barrio parisino de Saint Germain, el hotel de La Louisiane. Vivió más de sesenta años en la misma habitación, donde sólo tenía un frigorífico y una televisión. No guardaba objetos de valor. Decía que "para dar testimonio de mi paso por la tierra no necesito tener un buen coche". Su aversión al materialismo y la rebeldía que desprendía llevaron a que algunos lo consideraran como el último anarquista genuino, no sólo por la provocación a la ideología del momento, sino también por su estilo literario libre de ataduras académicas. A este perfil se le añade también la profundidad e importancia de sus relaciones humanas y con la sociedad. "Hay mucha belleza en el mundo y pocos ojos para contemplarla", dijo en una ocasión.”

Siempre me han gustado las personas que no tienen casa y viven en hoteles, no pierden el tiempo con tonterías.

En “La luz del fin del mundo”, que escribí el jueves pasado, aparecía la ciudad de Ginebra y un judío soltero, viejo y obsesivo, que conservaba, en el recibidor de su casa de Ginebra, unas maletas polvorientas que tal vez contenían las joyas de su madre que él, en un momento de fatal emoción y sobredosis sentimental, regaló a una mujer que tal vez no las merecía. Las guardaba sin abrir como si fueran el experimento del gato de Schrödinger en el que el animal está vivo y muerto al mismo tiempo mientras nadie abra la caja en la que se halla.

Ginebra fue la patria de Calvino y Stefan Zweig nos legó su guerra contra Servet y Castellio, “Castellio contra Calvino”. Es un libro conmovedor y a la vez veraz y certero en sus intenciones: diferenciar los hechos de las doctrinas que siempre terminan siendo excusas para el asesinato. En esa guerra, terriblemente cruenta y despiadada, también se encontraba luchando en primera línea el escritor austríaco que no pudo superar el esfuerzo ni las heridas que le causó la contienda. Todos sabemos que se suicidó con su esposa en Brasil en la habitación del hotel que ocupaban. 

Un mundo de ayer, como él mismo tituló una de sus más famosas obras, una Europa que ya no existe, y que yo dudo que existiera alguna vez, un hombre de familia judía, malherido y un paisaje brasileño deslumbrante de belleza, pobreza, calor y humedad.

Pere, mi padre, viajó por primera vez a N.Y. durante la segunda mitad de los años 70 del pasado siglo, y, aparte de ser víctima de un error burocrático del consulado norteamericano de Barcelona con su visado que casi lo lleva a las celdas de una comisaría de Manhattan, pudo contemplar la construcción de sus famosas torres gemelas, el World Trade Center.

El otro día, curiosamente, le vendí un pañuelo a una chica de la ciudad americana, se sorprendió al ver en una esquina y sobre un caballete de pintor una fotografía de una de las azoteas de las torres que tomó Albert a primeros de los ochenta, la vista que desde ella se contemplaba al atardecer era digna de la mejor águila.

Un verano, circulando por una de las autopistas suizas, lloviendo a cántaros en pleno mes de agosto, se nos rompió el limpiaparabrisas de nuestro viejo Seat. No podíamos seguir, el cristal se empapaba de agua y no nos dejaba ver ni un palmo de la carretera. Pero nos acordamos de una solución de emergencia que habíamos visto en televisión cuando solamente había un canal en blanco y negro, que nos permitió, para sorpresa de los que se cruzaban con nosotros, llegar sanos y salvos a las estribaciones de la Jungfrau, “doncella” en alemán, y tomar el teleférico hasta su cumbre.

La vista, desde su cima totalmente nevada, era impresionante y el restaurante muy caro. La falta de oxígeno no nos provocó alucinaciones ni desmayos ni vimos tampoco aviones sobrevolar aquel cielo deslumbrante, pero Albert fotografió algunos cuervos que revoloteaban por allí buscando algo.

En algún cajón de casa guardamos un par de fotografías en las que se ve las torres a medio construir.

Ahora estoy ordenando esos cajones como si abriera las maletas de Julien, y desde cartillas de racionamiento de la posguerra, pasando por el acta de matrimonio de mis padres, encuentro viejos planos de casa en cuyo balcón jugábamos con las hojas de los plataneros en primavera.

Un paraíso en forma de árbol barcelonés llenaba la casa. El verde de sus hojas expuestas al sol de mayo y junio, el mismo que ahora veo mientras escribo, es el más hermoso y reluciente de todos con sus gotas de amarillo y el gris de su sombra que cubre sin oscurecer.