Lecciones imaginarias, poéticas y desordenadas sobre arte y pintura.
80. El rosario y los colores.
Es inevitable transcribir a continuación la lista que Vincent Van Gogh le hacía a su hermano Théo para que le comprara pinturas en una de sus cartas:
“Podrías enviarme antes de tu partida:
3 tubos blanco de zinc.
1 del mismo tamaño cobalto.
1 tubo del mismo tamaño ultramar.
4 tubos del mismo tamaño verde veronés.
1 del mismo tamaño verde esmeralda.
1 del mismo tamaño mina anaranjado.”
Los rosarios son mantras y los nuestros apenas son canciones con la fuerza sola de la música de los nombres, de las palabras de las cosas, que es todo lo contrario de lo que Jean Dubuffet nos dice de los colores, en el capítulo titulado “Lo de ser azul nada significa, lo más importante es ser azul de una cierta manera” de su libro “Escritos sobre arte”. En él nos habla de los colores a la manera moderna de decir las cosas, que es no decir nada con muchas palabras:
“No hay que perder de vista que los colores manejados no son en absoluto unas cifras abstractas, sino unas pastas o diluciones muy concretas, formadas de materias minerales no menos concretas como lo son el aceite extraído del grano de lino, la esencia de trementina, que es la resina del pino destilada y toda otra clase de gomas, colas o barnices utilizados para fijar los polvos. Lo que pongo en las mejillas no es un rojo, sino polvos de sulfuro de mercurio (por consiguiente esa famosa sal que lleva el nombre de cinabrio o bermellón) que he mezclado con un ingrediente. Y al lado, una pequeña mancha, pero no de azul (¿qué significa azul?), sino de unos polvos muy distintos, de óxido de cobalto, que tiene toda clase de propiedades, entre ellas, la de ser azul. Una es más fluida, ésta más mate, esa otra seca más pronto. Mas las cosas se complican un tanto (se enriquecen) por el hecho de que aquí pongo más espesor que allí, en otro lugar no hago más que frotar, o raspo, y hay muchas maneras de raspar”.
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80H
-“Una de las escenas más sentidas que recuerdo de una película es cuando Willie Boy, indio americano, y Lola, blanca, huyen desierto a través.
Él acaba de salir de la cárcel y ha regresado para buscarla, pero sucede una fatalidad y debe huir de nuevo. Lo persiguen por algún nuevo delito que ha cometido o por alguna falta de la que es, sin duda, inocente, tanto da porque su peor pecado es el de haberse enamorado de una blanca. Ella es la espléndida Katharine Ross, y la película es “El Valle del fugitivo”, de Abraham Polonsky (1969)
Willie quiere huir solo y le dice a Lola que se quede con su padre. El muchacho sabe cuál será el final de la historia, cómo terminará su huida. Es un verdadero héroe que conoce su futuro y que se fuga por dignidad no por miedo, no huye de ese final trágico, de él no puede fugarse, la suya es sólo una mueca necesaria, sabe que morirá en medio del desierto, abatido por los disparos de la “pose” organizada por el sheriff, un hombre que también cumple un papel y que no ignora que su cacería humana es injusta. ¿Qué hace Lola? Es emocionante verlos correr a los dos, uno al lado del otro, diez metros de distancia entre ambos, en paralelo, a través del desierto de Arizona.
Correr, no trotar, correr, verdaderamente correr, correr como solamente lo saben hacer los apaches y sus mujeres. Correr como ningún atleta lo ha hecho jamás, correr durante horas. Un hombre y una mujer corriendo juntos, medio mundo detrás y el otro medio delante. Él al lado de ella y viceversa. La cámara los sigue en diferentes tomas aéreas o en trávellings a ras del suelo, a su misma velocidad, que es mucha.
Lola no lo abandona, quiere estar a su lado, entre monstruos de Gila y hasta que lo maten como a un chacal come serpientes de cascabel. De sus pieles algunos fabricarán botas y otros haremos cinturones o chaquetas para vestir a Marlon Brando”. (El hilo. Cartas a una amiga.)
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80M
-“El amor, querido Víctor, es casi siempre la excusa, pero en otras la razón, la verdad más escondida, como aquella llamada a su hijo que delató a Pablo Escobar, el jefe mafioso del famoso Cartel de Medellín.