7 Enero 2009
“Casertano me miró guiñándome el ojo:
-¡Bien le agradaría una buena sopa de ostras!
-¿Son ostras de Dalmacia?, pregunté al poglavnik.
Pavelich alzó la servilleta que cubría el cesto y, mostrándome aquellos frutos de mar, aquella masa gris y gelatinosa, me contestó, sonriendo con su habitual, bonachona y cansada sonrisa:
-Es un regalo de mis fieles ustachi. Son veinte kilos de ojos humanos.”
(“Kaputt, El ojo de cristal”, Curzio Malaparte)
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Todos me llamaban “El Gordo” cuando apenas era empleada de hogar, una vulgar chica de la limpieza. Ése ha sido mi nombre durante toda mi vida, así me han llamado siempre.
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Un padre desesperado es una buena fuente de ingresos. Un cadáver sin enterrar también. Pero una hija consentida es una fuente inagotable de felicidad.
El cadáver había aparecido en la misma cama en la que dormitaba esa hija consentida. Naturalmente, desnudos, ella y el cadáver. El escenario era el habitual con las normales señales de violencia que se dan en estos casos y que yo, por elegancia y pudor, no describiré.
Al padre le dije que aquello tenía una parte fácil y otra difícil y que ambas eran caras.
La parte fácil era el cadáver, la difícil era su hija. El padre estuvo de acuerdo.
Convertir el muerto en carne picada para perros fue sencillo. Quemar el apartamento lo fue más. Convertir a la hija en un ser consciente de que además de cuerpo también tenía una cabeza, llevó algo más de tiempo.
Yo hice mi trabajo y lo hice bien, pero había algo que no encajaba, no sé qué era, había una pieza que estaba fuera de su casilla habitual. En alguna pared faltaba algún cuadro, o sobraba algún florero en una de las mesas, o bien los protagonistas llevaban los sombreros cambiados, o quizás esos sombreros cubrían cabezas que no eran las suyas. Algo de eso ocurría, y maldita sea, no sabía qué era.