viernes, 11 de marzo de 2011

El peletero/El valle del silencio (3)


El Valle del Silencio (3)

Uno.

Nada más despuntar la mañana los oyeron venir. Eran media docena de tanques, y detrás unos cien hombres. Ellos apenas llegarían a treinta. Nadie tuvo ninguna duda. Todos huyeron a la carrera bajando la loma aterrorizados, abandonando en la retirada armas, mochilas y equipajes, todo. Mi padre llegó a perder incluso las alpargatas que calzaba. (Bienvenida)

Dos.

Las tonadas tristes me reconfortan y estoy seguro de que son capaces de cambiar el devenir. A veces producen el efecto contrario, desalientan, pero sin duda son uno de los mejores consuelos. Mientras…

Mientras, ensimismado, las oí llegar. (La sonrisa más bonita del mundo)

Tres.

Después de escuchar la canción emprendimos el regreso por otro camino que supuestamente bajaba, era el que había tomado la otra chica con el niño, daba un rodeo y reseguía el río que había en el fondo del valle. Al llegar a él nos encontramos con un puente de madera que lo atravesaba, pasamos al otro lado y la vimos estirada junto al río, parecía dormir; el crío, desnudo, iba y venía jugando. Nos sentamos en la otra orilla para descansar, nos descalzamos y nos refrescamos los pies en el agua que estaba tan fría que dolía. Al vernos, y al oírnos charlar, la chica se levantó y se fue con el niño, suponemos que hacia la cueva, donde estaba su compañera cantando. Después de unos minutos nos calzamos y seguimos la marcha de nuevo, bordeando el río que quedaba a nuestra izquierda, el camino era plano.

Silvia recogió del suelo un diente de león, me lo ofreció y me dijo, “sopla y pide un deseo”, así lo hice, soplé y lo pedí. Luego pensé que todo eso eran tonterías, que tenía muchos deseos en mi corazón que pedir y que quería y amaba a demasiadas personas como para que una sola de ellas fuera la protagonista y la destinataria exclusiva de mi deseo. Tuve remordimientos por haberla elegido a ella y desechado a las demás pues todas eran importantes para mi, cada una aguantaba el puente que era mi vida, piedras que juntas me sostenían y que me llevaban de una orilla a la otra del río, y que cuando se pide algo, algo hay que pagar también, así que mentalmente deshice el deseo y seguí caminando. Vimos un árbol muerto.

Parecía un esqueleto desnudo.

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“...la omnipresente idea de inanidad del mundo. Su profunda reacción contra la materia les llevaba a predicar la desnudez, la renunciación, la pobreza; y la atmósfera de semejante invención arrebataba implacable a las mentes del desierto”. (“Los siete pilares de la Sabiduría”, T. E. Lawrence)