miércoles, 6 de agosto de 2008

El peletero campestre



25 Octubre 2006

“Le Dejeuner sur l’herbe” es una pintura extraña y ambigua, y lo es por la convivencia nada inocente de elementos iconográficos distintos y discordantes. Hombres vestidos junto a mujeres desnudas y medio desnudas. Todos ellos disfrutando de una jornada de clima apacible, de la conversación agradable, del no hacer nada o buscando tréboles de cuatro hojas por entre las hierbas del bosque. La mujer desnuda, sentada a la izquierda de la tela, mira al pintor. En el arte ésta ha sido siempre una pulsión satisfecha o reprimida según el caso: la necesidad de Dios. Su proximidad, su calor o su extrañeza, lejana, y escondida. La mirada de esta mujer representa la soledad del mundo.

Manet es un dios curioso y cercano, solo, que no solitario. Por eso la mujer lo mira y con él nos mira a nosotros. En el centro, su compañera agachada, entre vestida o desvestida, con su rostro oculto, busca por el suelo del prado algo que ha perdido o algo que no encuentra. Los dos hombres conversan amigablemente, vestidos de la cabeza a los pies. Las interpretaciones obvias de la escena son muchas, nosotros no las expondremos ni haremos ninguna propia, sólo recordaremos a Giogione y su “Tempestad”. En ella nos encontramos con dos dioses, uno, falso, está oculto tras las nubes y la lluvia. Los truenos que no oímos y los rayos que vemos nos lo recuerdan poderoso y temible. Ajenas a ese dios vociferante, tres figuras humanas desprotegidas, amenazadas por la intemperie prosiguen con su vida; un hombre de pie, vestido, observa o vigila con su lanza cómo una mujer desnuda, sentada en el suelo y protegida sólo por un pequeña tela colocada sobre sus espaldas, da de mamar a su hijo también desnudo. Mientras lo alimenta, nos mira o mira al otro dios.

En “Picnic”, la película de Joshua Logan, también hay una merienda campestre. En ella, aunque todos van vestidos, hay dos personajes que se comportan como si fueran desnudos.

En la pintura de Manet toda la escena rememora un sabor y un aroma clásicos, mediterráneos, la dulce campiña francesa. En Giogione la oscuridad de un otoño tempranero o la de una primavera aun por llegar, oscurece los colores como si quisiera tapar el tierno abrazo de una madre que parece que ha sido abandonada. En la película, el aroma del medio oeste americano envuelve el calor humano y el viento salvaje. El sabor es de carne quemada y el aliento procede de gargantas cerradas que están a punto de gritar más fuerte que un huracán.

Termina el verano, hay que dar gracias por la cosecha, los silos están llenos. Lo celebramos todos y nos alegramos de estar juntos, desde los abuelos a los nietos. Echados en la hierba jugamos y comemos como hicimos una vez hace miles de años. Igual que entonces, encendemos fuegos y bailamos a su alrededor.

En la película, los hombres y las mujeres cantan canciones que todos conocen, lo hacen satisfechos mientras el crepúsculo enrojece y los niños, entre los brazos de sus madres, se adormecen tranquilos. Cerca de allí, en un recodo de algún camino, no vemos cómo transita un carro lleno de heno hasta reventar, seguido de su corte de seres terribles y abominables. Mientras tanto, toda esta comunidad confiada elige a su reina por un día. Es una de ellos. Ella encarnará sus virtudes y será su espejo. La música la acompaña y la anuncia y las aguas la transportan como una Venus de opereta, con su capa y su corona de papel a punto de incendiarse. El pirómano no pertenece a la tribu, es alguien de fuera. Ha sido bien recibido, se le ha dado de comer y cobijo. No lleva equipaje, su camisa le viene pequeña o su cuerpo le viene grande. Todo su patrimonio son sus botas y sus manos abiertas y vacías. El forastero se gana la confianza y la simpatía de todos. Su esplendor los seduce y en él se abandonan. Están sedientos, tienen los labios resecos y están cansados y casi exhaustos cuando empiezan a sonar los tambores, la música y el baile. La reina escogerá a su rey, está en su derecho. Y lo hará bien, el forastero trae sangre nueva, regeneradora, valiente y limpia. Su fecundidad le hará sentirse confiadamente poderoso, no sospecha que pronto será sacrificado. Ningún buen dios se libra de ese destino. Está condenado a que sus hijos, aunque den lugar a populosas estirpes, sean huérfanos de padre. Desde el principio de los tiempos ha sido así, hasta hoy. En cambio, en nuestro mundo moderno, el final es feliz, el chico logra huir con la chica, montados ambos en el techo de un tren de mercancías que pasaba por allí.

Vestido se pueden hacer muchas cosas, desnudo pocas. Tal vez habría de ser al revés, pero las cosas son como son. No nacemos con bolsillos en el cuerpo. ¿Qué hacen pues dos hombres jóvenes, perfectamente vestidos, hablando entre sí, acompañados de dos mujeres, desnuda una y medio vestida otra? Jamás lo sabremos, pero todos parecen satisfechos.