miércoles, 9 de noviembre de 2011

El peletero/Marco (3 de 5)

3.
Gala es una patricia de mediana edad, casada y con dos hijos que se enaltece de la virtud que en otros tiempos revistió a su clase y que, según ella, engrandeció a Roma llevándola a dominar el mundo.

Está muy orgullosa del amor y de la devoción que siente por su esposo al que le proporciona esas pinturas de amores casi prohibidos entre humanos como si fueran entre animales.

Su vida transcurre tranquila, viven ambos una existencia retirada y medio solitaria en el campo en una pequeña hacienda austera y sin adornos; a sus años no le gustan las multitudes ni los banquetes, detesta las relaciones sociales que exigen a todos ser educados y amables sin desearlo, un esfuerzo por el que ya no se siente obligada y que rehúsa siempre que puede.

Cuenta que tuvo una juventud algo desordenada que recuerda con una mezcla de excitación y nostalgia, una época lejana que, en el fondo, añora, unos años demasiado llenos de bullicio y de esos invitados que en las fiestas comen demasiado, de amigos y de familia, de desconocidos y de pasavolantes, de actores y profesionales de la escena y de las artes, o de cualquier otra cosa que sirviera para dar espectáculo y servir de modelo a los demás. El más pintado aseguraba ser un flautista, un bailarín y el mejor amante del mundo o la más bella muñeca para usar y romper, un recuerdo de ayer. Músicos y saltimbanquis, acróbatas y engañabobos, iluminadores de cárceles y de estancias oscuras con fogatas que terminaban incendiando castillos de arena que habían creído estar construidos con roca compacta.

Pero después de las risas siempre vienen los llantos, el resultado es irremediablemente feo, zafio y antiestético, pero, lo reconoce Gala también, extrañamente seductor y atractivo, el regusto es amargo como el vinagre o la cerveza caliente que emborracha a pesar de su mal sabor.

Como describió Petronio en su Sutura, dentro de los cerdos asados algunos necesitan encontrar palomas vivas, efebos lujuriosos y vírgenes listas para desflorar.

Luego, es inevitable, hay que limpiar, tirar la basura y la porquería y comportarse con los demás como si nada hubiera ocurrido, que el recuerdo no nos estropee el presente, y aunque la primera labor la realicen los esclavos, la segunda solamente es cosa nuestra.

No se puede vivir permanentemente como si fuera el último día de nuestra vida, solamente es posible hacerlo si realmente lo es: el último día de nuestra vida. Sin embargo, cada uno se dice adiós a sí mismo de diferentes maneras, algunos buscan que el ruido les impida pensar, otros, en cambio, prefieren el silencio y ver llegar tranquilos el sol que los matará.

El amanecer es más asesino que la misma muerte.

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Eso ocurrió en su juventud, ahora, afirma rotunda, es una mujer fiel y tranquila, considera que las relaciones lésbicas que dice que practica, de vez en cuando, no cuentan como faltas ni engaños ni mucho menos tampoco como actos adúlteros; por ser entre mujeres piensa que no van más allá de un simple juego inocente, casi infantil, y que en ellos no hay traición ni deslealtad.

Es muy escrupulosa en los detalles gráficos e iconográficos que constituyen el ensueño pornográfico que me solicita que pinte, una simulación, naturalmente, un invento, una representación exagerada de sucesos que creemos observar en los demás o en otras pinturas que hemos visto, una mera y sencilla mimesis convencional pues deseamos solamente los deseos de los otros, fornicamos viendo cómo lo hacen aquellos que lo hicieron antes que nosotros en el teatro o encima de la mesa del triclinium, los coitos reales son siempre normalmente banales, rápidos, sin imaginación ni demasiado interés ni estético ni escenográfico fuera del mérito o el vicio de abrir algún que otro cuarto trastero.

Acude con ganas a mi estudio privado y en él tenemos, y tejemos, unas conversaciones largas, amenas y muy interesantes sobre gestos y ademanes, posturas y miradas insinuantes; ella siempre dice que le hubiera gustado ser una hetaira, una obra de arte en movimiento y éxtasis, una dama especial, bella, culta y elegante para hombres únicos, excelentes, inolvidables, esa clase de guerreros que saben, y lo saben bien, que solamente tienen la vida que perder.

En realidad pinto a su dictado las cosas que me sugiere que son muchas y que yo, de manera educada y atenta, también le propongo. No es remilgada y no distingue la convención y el prejuicio entre el dar y el tomar, y la diferencia sexual y moral que existe entre el amo y el sometido, y sí, en cambio, la social, gracias a la cuál, me dice, perdura el orden del Imperio y de las castas.

Siempre me pide que las mujeres que pinto, y en contra de lo habitual, muestren debida y deliberadamente los pechos al aire como si fueran sábanas que se deban aventar, no le gustan las fajas que las buenas costumbres les obligan a llevar aprisionándolos y sometiéndolos.

Es muy incisiva en las expresiones de los rostros en el momento del orgasmo y en el retraimiento que luego acontece, piensa que en ese rictus doloroso, y un poco bobo, se encuentra algún secreto que desearía desvelar y encontrar. Me pregunta si yo sé algo sobre ello y le respondo, con cara de inocencia, que no, que lo ignoro, que no tengo ni idea, que desconozco esos escondites lascivos del alma, pero si como pintor le puedo contar las mil historias que me describen las putas que venden mis dibujos, como hombre pienso que todo es mentira y que todos cuentan más de lo que saben y desconocen, y descaradamente el doble de lo que han visto. No quiero parecer delante de ella más sabio ni tampoco más ignorante de lo que soy, así que como siempre es mejor que las palabras no empeoren los silencios me callo y escucho.

Hay ocasiones en que la acompañan unos esclavos que sin mucho arte me ofrece como modelos y que practican unas cópulas raras y malabares de puros gimnastas, yo prefiero sus palabras, pero parece toda una maestra en morfología erótica y en geografía carnal y sensual, me recuerda a los médicos y embalsamadores egipcios que se han hecho famosos en Roma, sus lecciones de anatomía están muy concurridas por la población, son todo un espectáculo que compite con el del circo y bien merecería que alguien las pintara algún día en honor al detalle y al conjunto teatral que representan con los intestinos al aire y el gremio de galenos a su alrededor.

Siempre quiere que los penes estén bien pintados y bien colocados, las vulvas perfectamente perfiladas y en su sitio correspondiente, y que las felaciones no dejen lugar a dudas pues es una destreza que agrada mucho a su esposo y que ella, afirma también, practica con entusiasmo y pasión sin permitir que ni una gota del preciado semen se pierda o caiga al suelo. Yo le respondo que hace bien y le pregunto, sólo para pintar adecuadamente las expresiones de los rostros, si mientras tiene el miembro dentro de su boca la lengua la deja quieta o la mueve como las alas de un moscardón que recuerden el temblor y la vibración de las cuerdas de una lira, le digo que las mujeres semitas son muy diestras en esas artes que necesitan de la lengua y del idioma. Me responde que así lo hace al final, que vibra igual que la lengüeta de una flauta, pero que empieza solamente soplando como si de una buccina se tratara, y que, sin duda, suena mejor, más fina y más profunda, cuando no se olvida de acariciar los testículos de su esposo que ya no deben de colgar como badajos inertes y mudos sino, pegados al culo, parecerse más a los huevos duros de codorniz que a los de gallina.