jueves, 27 de octubre de 2011

El peletero/Decio (y 3)

3.
La República ha muerto aunque se mantenga la ficción del Príncipe, el primero entre pares. A los herederos los elige normalmente el testador, y en esta ocasión parece haber ocurrido también, el pueblo de Roma ya no sabe, si es que alguna vez lo supo, gobernarse a sí mismo, así que ha delegado sus derechos. En realidad siempre ha dejado que un substituto hablara por él, igual que los hijos confían en el padre las personas establecen alianzas entre ellas de sometimiento a cambio de protección, la dignidad de un hombre se mide por sus servidores y por su capacidad de protegerlos, ¿cómo?, ¿de qué?, de sí mismos, sometiéndolos igual que se doma un caballo salvaje. Siempre por su propio bien el dueño los domeña, los esquilma y despoja, ¿para qué quieren lo que no saben usar?

La función pública no es más que una actividad privada que se ejerce a la vista de todos como los juicios, que no son más que actos administrativos en los que se dilucida la relación de parentesco y por consiguiente de sumisión y jerarquía.

Todo es una familia y en ninguna puede faltar un padre o alguien que ejerza como tal. Pero la vida destruye linajes y ella siempre prueba que no hay nada más inseguro que la paternidad, esa es la venganza de muchas mujeres, no saber, ni ellas siquiera, quién las ha preñado. Sobre esa incerteza se levanta Roma, es el pedestal en el que se erige su majestuosidad y ahuyenta en su vanidad el miedo al futuro.

Algunos quieren creer en los oráculos y seguir la vía de los damiáns o demins, pero yo solamente presto atención a los informes y sólo me fío de lo que sé, y sólo sé lo que de mí depende, no me creo nada de lo que me cuentan y únicamente la mitad de lo que veo. En casa hay un cofre lleno de oro que debió de pertenecer a alguno de los aspirantes fracasados al trono, a un ladrón. Mi hermano Galieno lo robó también, se lo adjudicó por la espada al pensar con razón que sus méritos valían más que los pillajes a los que tenía derecho, y tomó un oro que no le pertenecía. Juliano sospecha algo de eso y creo que su codicia es mayor que la furia y el hambre de su esposa, mi Lidia, mi puta, que cada año que pasa envejece tres a la vez.

Galieno se llevó un tesoro que no era suyo y que quiero pensar habría pagado más guerras, en nuestro sótano se halla intacto, ni él ni yo hemos gastado ni el equivalente a un grano de arena de todo su peso, ¿para qué?, lo hará Cornelia si se convierte en una mujer vulgar, sino vivirá como los ángeles cristianos, que viven de nada, del viento en el que se hallan todas las respuestas.

La anona, el impuesto en especies sustituye a la moneda que se desvaloriza aumentando la inflación, una col, en cambio, es siempre una col y alimenta a un soldado durante dos días. Cualquier prostituta da de comer a muchos hombres, mi Lidia tiene más miedo que yo, tiene tanto que acapara todo el del mundo cobijado en su cuerpo largo y esbelto, lo ahuyenta como si gastara un crédito que sabe que nunca devolverá. Creo que ya ni ella me vale porque no quiero que mi corto futuro lo gaste de la misma manera, sin devolvérmelo.

Cornelia, mi sobrina goda, podría haber sido mi hija, la esposa que nunca tuve o la madre a la que casi no llegué a conocer, pero no fue nada de todo eso, solamente una niña robada, una extraña sobrina que heredará un nombre que no le pertenece exactamente.

A ella, cuando era pequeña, también le enseñaba aritmética y le hablaba en griego soñando que algún día llegara a ser Nausicaa y escribiera la historia de un largo viaje, tarde o temprano deberá emprenderlo si no quiere quedarse mirando la misma estrella.

Algunos godos son cristianos que sólo ven en Jesús a un hombre, pero Cornelia no debería ser ni María ni tampoco Magdalena, ni mucho menos una mujer cualquiera, el tiempo dirá qué va a suceder, yo, la verdad, ya sólo soy capaz de ver a la niña rubia que se adormecía sentada en mis rodillas como si fuera un gorrión confiado, mi mente se desordena y no recuerdo otra cosa que aquél batir de alas invisible que Galieno le enseñaba cuando cabalgaba sin asir las riendas, igual que una amazona goda.

Cornelia acaba de cumplir dieciséis años y dice, como si fuera un juego, que quiere casarse, ella también sueña con ser mujer, y Galieno, mi hermano, se muere, su vejiga está siempre hinchada y casi no puede orinar. El oro que robó se encuentra escondido en los sótanos de nuestra casa. Juliano lo quiere para sí y está tramando algo para conseguirlo, pero yo lo mataré antes que lo intente de veras. Lidia se encuentra también enferma, apenas tiene 38 años escasos y su vientre se ha convertido ya en un pozo negro que tarde o temprano acabará igualmente con su vida, deberé cuidar de ella cuando la convierta en viuda.

¿Sabrá Lidia que se muere con sus hermosos ojos hinchados y ese porte de dama?, ¿o se morirá sola, ignorante de morirse al mirar siempre hacia otro lado? ¿Su cadáver profanará mi casa o deberé depositar sus restos en el camino que cualquiera puede pisotear? Mis dedos dibujarán entonces panes, peces y pájaros entre sus pechos, y sellarán para siempre el rostro que habré de olvidar.

Galieno ha envejecido como un macho castrón sin ovejas, sentado en el huerto de nuestra hacienda se endurece con el invierno y se apergamina con el verano, entre uno y otro se petrifica y alisa igual que las pieles curtidas y los cantos rodados de los ríos que sirven de mampostería barata para las murallas de las ciudades. Galieno no se muere solo, lo hace también conmigo que muero con él. Todas sus batallas han terminado, ya no es amigo de nadie, ni esclavo ni cliente, ni ciudadano ni hombre, ni mucho menos un bendito ni un sabio, pero es mi hermano. Los muertos vendrán a vivir con nosotros y nos acompañarán sin profanar nuestras vidas.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las infidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza. Eso lo saben los cristianos como lo sabemos todos, pero igual que nosotros también lo olvidarán pronto.

En el lugar de Juliano vendrá otro Vice Prefecto del Pretorio que ordenará cambiar el nombre de las cosas con la vana pretensión que cambien ellas también, querrá mejorar las listas, ampliar los censos, recaudar más impuestos y ajustar los precios para saber mejor qué debe tomar para sí. Sin embargo, el poeta Vero Pellio siempre afirma que hay cosas que no tienen precio, y que no son otras que aquellas que únicamente debes hacer tú porque nadie puede hacerlas por ti, ni ocupar tu lugar, ni usar tus manos ni hablar en tu nombre como lo hace un abogado en un juicio, el precio de las cosas que no tienen precio eres tú. Ése es el trato.

Yo, Marco Aurelio Decio, tengo casi 54 años y mi nombre sigue protegiéndome de la desventura, de la enfermedad y de la esclavitud.

El otro día cociné una sopa de cebolla con queso de cabra, y mientras me la comía observé a un esclavo plantar un rosal en el patio de casa, me acordé de Macedonia y de un palacio de mármol blanco al lado del mar que de joven visitaba cuando era estudiante, un océano de metal que ya no lleva a ninguna parte.

El mal revolotea a mí alrededor como las moscas en el mes de Augusto, hay algún santo cristiano que me protege y mis padres no han regresado todavía de su viaje de muerte, pronto tendré que ir a buscarlos y acompañar a Galieno en su salida del laberinto.

A las monedas de oro las pulen para rebajarles la ley y las personas enloquecen, su polvo ensucia sus uñas y pinta la carne que venden por nada, soy libre, estoy borracho y mañana moriré en ese palacio blanco y vacío, en mi querido camino de Alejandro, la luz será entonces un triste reflejo y una niña goda nos recordará como una pobre y suave brisa de verano.