viernes, 23 de diciembre de 2011

El peletero/Rezar y batallar


Lecciones desordenadas y fugaces de anatomía barroca.

17. Rezar y batallar.

El poeta y el músico han merecido de costumbre mayor consideración social por no usar exactamente las manos, aunque no siempre se ha considerado al segundo el forjador de algo valioso al pensar que la música sólo entretiene y no forma el carácter ni el criterio y que sólo es un pasatiempo, elaborado, pero nada más que una manera de amenizar el descanso o de celebrar la fiesta como algunos piensan que fue Ganímedes para los dioses, su simple copero.

Otros también consideran que la música nos secuestra el alma como si en sus ondas bailaran otras olas de oscuros y profundos océanos. Dejarse atrapar provoca en muchos -entre los que me encuentro- recelo y precaución porque en el sueño se sabe cuándo se entra, pero no cuándo se sale. La música es una sima o una simple brisa, entre ambas navegamos por los estrechos y las corrientes, arriba el cielo, el Universo entero con sus querubines, y abajo monstruos que, con cuerpo de peces y rostro de mujeres, nos cantan como ángeles.

Hoy en día nos parece ridículo que se considerara pintar o dibujar una actividad poco digna al estar hecha con las manos en un claro ejemplo más de memez al mirar el dedo y no lo que éste señala. Pero así fue y así seguro que volverá a ser.

Sin embargo, los estúpidos prejuicios y las rémoras mentales de clase terminan por cambiar y ser sustituidos por otros que no son mejores. De esta manera los artistas han logrado por fin lo que siempre han perseguido: la admiración y el respeto, la adulación y el elogio de su público que ha ido creciendo sin freno hasta nuestros días, convirtiéndolos, en algunos casos, en verdaderos ídolos, creadores de opinión y líderes de masas. El aplauso público es un narcótico moral y un euforizante de la libido y de la vanidad, sin el llamado reconocimiento social no hay manera de conseguir el poder, es la antigua y sempiterna “auctoritas” romana que mezclada con la “virtus” da forma legal a la fe y a la confianza que otros depositan en las virtudes de un líder, un comendador.

El peligro es que normalmente se termina por caer en el esperpento de no saber quién eres.

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Al matadero de los siglos XV y XVI sigue una pausa, y las masas revolucionarias no recobran una clara conciencia de sí hasta 1848, año de la segunda Comuna parisina y el Manifiesto de Marx-Engels. Dichas muchedumbres y sus líderes siguen abogando por la sociedad sin Tuyo ni Mío, precedida por una guerra civil sin cuartel, aunque antes enarbolaban visiones apocalípticas y ahora aspiran a un desarrollo más racional de las fuerzas productivas. Se consideran hijos de la Revolución francesa, un episodio a su entender «liberal», dentro de una Europa «ancestralmente capitalista», ofreciéndonos con ello un modelo de la distorsión retrospectiva que se sigue de postular la discontinuidad. En efecto, el primer Estado liberal no llega hasta los Países Bajos del siglo XVII, y desde el Bajo Imperio romano hasta entonces Europa ha conocido algo muy distinto del capitalismo privado. La actitud llamada hoy «pensamiento único» apenas tiene protagonistas durante unos mil años, pues estar expuesto al señorío compartido de «quienes siempre rezan» y «quienes siempre batallan» impuso al comerciante trabas tan nucleares como que el crédito y la compraventa inmobiliaria fuesen operaciones ilegales. (Los enemigos del comercio, Antonio Escohotado)