17 Marzo 2010
Día ocho.
En realidad fuimos amantes a intervalos cortos durante todo el resto de mi vida a partir del día que la conocí. A plazos, como si pagáramos una hipoteca. A veces la confundía con otras, me equivocaba de nombre cuando estábamos juntos.
Ella siempre afirmaba que supe seducirla, que fui hábil, incluso aseguraba que me amaba.
Me lo creí, pero después llegué a una convicción extraña, falsa, egoísta y perversa, malvada, y que no puedo confesar en público: yo era lo mejor que ella conocería jamás sin llegar a darse cuenta nunca de ello.
Parece una presunción vanidosa, pero era cierto.
¿Qué le gustaba de mí? Lo ignoro, ¿quizás mi cama estrecha y mi suelo forrado con una falsa alfombra persa?
Tal vez lo que le agradaba es que yo no era nadie y al no serlo cumplía perfectamente con mi función de padre, amigo y amante imaginarios, pero aseguraría, apostaría por ello, que solamente llegué a hermano o a primo incestuoso, y, como máximo, a compañía de conveniencia. Siempre he sabido dar consejos.
Repetía muy segura que le gustaba mi actitud y la buena predisposición que le demostraba cuando hacíamos el amor.
Me gustaba oírlo, parecía una frase halagadora, pero a mí se me quedaba el cuerpo raro y el corazón descolocado, más descentrado de lo que siempre lo he tenido, ¿qué otra cosa podía demostrarle de forma sincera, apasionada y amorosa? Parecía tan natural y espontánea al expresarlo que al oírla me avergonzaba yo de ella y de mí, y me ruborizaba como un chiquillo inexperto e ignorante.
No logré enseñarle nunca nada. Esa fue también una paradoja dolorosa, me desconcertaba que no aprendiera de mí y sí de otros a los que solamente conocí de oídas y mal. En ocasiones jugaba a ser una niña-mujer y había días que veía en ella a una anciana, rendida y agostada.