lunes, 10 de mayo de 2010

El peletero/Ficha nº 3



12 Febrero 2010

Nombre: Engracia Fuentalta Leiva

Edad: No sé.

Estado: Normalmente sólida y compacta, aunque tenía momentos líquidos cuando tomaba sus baños con el agua muy caliente, casi quemando y llena de jabones, aceites y perfumes que no servían de nada fuera de enjabonarla, engrasarla y perfumarla. Lo malo, o lo bueno, según como se mire, era que después de pasar rápida y sonoramente por el estado gaseoso, regresaba de inmediato a la solidez de la carne, a su olor natural y verdadero, al sudor del sexo, y al fuego de las hembras sin dueño. Y eso era, precisamente, lo que yo buscaba y necesitaba. Sí, es verdad, yo quería su carne quemada y algo de su humedad en esa fuente alta que tanto me embriagaba.

Cuando orinaba parecía una niña mala haciendo travesuras. Me decía, “mira”, y yo miraba.

Estudios: Bastantes. Arqueología por entre los polvos de Oriente que son muchos, los Orientes y los polvos que allí hay. Pincel en mano barrió medio desierto y dio de comer a muchos hambrientos y sedientos no precisamente de justicia. Sabía de lenguas raras y muertas aunque las usaba como si fueran de uso cotidiano, le hablaba a su jardinero en hitita, a su mayordomo en acadio, a su cocinero en babilónico o caldeo, a su masajista en arameo, y a los demás en asirio o, para poner unas guindas en su boca de babel, sumerio y filisteo. A mí también me mandaba en ellas.

En esas hablas orientales y polvorosas me enamoraba. Me decía “escucha”, y yo escuchaba.

Profesión: Descubridora de civilizaciones desaparecidas, de tumbas y palacios derruidos, de ruinas y tesoros escondidos debajo de las piedras. En más de una ocasión encontró alimañas y fieras, serpientes y escorpiones. Incluso un día, tras unas fornicaciones ciclópeas, halló a un marido con el que se casó que no fui yo.

Yo era su chofer y el que limpiaba la plata, el que pulía y daba brillo al bronce y a la hojalata. Pule, me decía, y yo pulía.

Chismes y tonterías: Cuentan que montaba camellas y beduinos y que bailaba desnuda en la tienda de los jeques en oasis de mentira. Era rubia pálida y eso a los hijos del desierto les gusta y los emborracha como si ya estuvieran muertos, rodeados de sus huríes en su harén celestial. En él yo desempeñaba el papel de Gran Eunuco, vigilaba quién entraba y quién salía.

En alguna rara ocasión era yo el que penetraba y me quedaba, en su cueva, entre pinturas rupestres, estalactitas y estalagmitas, ríos, lagos negros y gambas blancas y ciegas. Ven, me decía, y yo iba.

Realidades: Era verdad, montaba camellas como si fueran camellos y beduinos a pelo, desnudos como gacelas salvajes. Los encabritaba y los sometía, látigo en mano o a base de bofetadas.

Era la Reina de Saba y yo su esclavo. Salomón, me llamaba, y yo a veces me lo creía.