martes, 10 de junio de 2008
El peletero griego
22 de mayo de 2006
Llegó a montar una fábrica de ladrillos en Kenia, pero antes había sido guerrillero comunista en la guerra que hubo después de la guerra. Se llamaba Dimitris y su esposa era una griega de Constantinopla que de pequeña y con su familia tuvo que huir de su casa después de la guerra con los turcos que hubo después de la primera guerra mundial a la que llamaron la Gran Guerra.
Su socio era un camionero macedónico llamado Vanguelis, con unas cejas más pobladas que su bigote. Socialista convencido era capaz de conducir un automóvil con un solo pie y coger una pelota de baloncesto con una sola mano. Jamás he visto manejar tan despacio y al mismo tiempo llegar tan deprisa a los sitios.
Dimitris dejó de fabricar ladrillos y Vanguelis dejó de llevar camiones para convertirse ambos en agentes comerciales en el pujante mercado peletero del norte de Grecia.
Socios al cincuenta por ciento, Dimitris hacía el papel de señor y Vanguelis el de trabajador. Trato perfecto para aquellas dos personalidades diferentes y complementarias. Socios al cincuenta cobraban el tres por sus servicios, gastos aparte. Aprendieron rápido y bien, sin dar lecciones a nadie sabían más que la mayoría.
El mercado peletero griego estaba fundamentado en la tradición, la inteligencia, la pericia mental y manual y la mano de obra barata, en la que se incluía el trabajo infantil. Evidentemente nadie tenía la sensación de ser explotado por trabajar y tener doce años. Por la tarde al salir de la escuela, o por la mañana a primera hora antes de ir a ella.
También era importante la extraordinaria diáspora griega que cubría medio mundo y que proporcionaba cobertura y facilitaba un sin fin de transacciones y comunicaciones.
Dimitris i Vanguelis, como buenos agentes vendían información, contactos, confianza y amistad. Y en eso eran los mejores, los más informados, los más eficientes y los más honrados. Su consejo era toda una garantía. Su escaso tres por ciento les permitió pasar de casi una barraca con una mesa y una silla a una casa de cinco pisos construida por y para ellos, con secretarias y empleados. La prosperidad les llegó en abundancia y cuando el Muro cayó abrieron también una sucursal en Moscú, desde donde querían aprovechar la fiebre consumista que se apoderó de todo el bloque comunista. Tuvieron naturalmente que pactar con la mafia si querían asegurar el transporte de mercancías o siquiera la simple existencia de su propia actividad. Al final desistieron, las reglas de juego eran demasiado peligrosas. Abandonaron la capital rusa y se replegaron a su torre de cinco pisos.
Ahora ellos están jubilados, y son los hijos de ambos los que continúan la empresa, de otra manera y con otro estilo, excepto una hija que se casó con un poeta y dramaturgo. Todos son universitarios, ingenieros, abogados, economistas, tienen casas con piscina, sobrepeso, varios coches y numerosos hijos. Y deben viajar con frecuencia a China y alguna que otra vez a las subastas de San Petersburgo, Copenhague y Frankfurt.
Dimitris aún recuerda su fábrica de ladrillos en Kenia y Vanguelis las interminables y bien construidas autopistas europeas.
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