15 Mayo 2009
“La música ens dona consol i ens alleugereix la pena i el dolor sense fer-nos oblidar res”.
(D’un amic)
“La música nos consuela y nos aligera la pena y el dolor sin hacernos olvidar nada”.
(De un amigo)
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Mi burdel preferido lo regentaba un transexual, por eso lo bautizó “La metamorfosis”.
Gregorio, así se llamaba la “Madame”, en honor de Gregorio Samsa, el protagonista del célebre relato de Franz Kafka, estaba viejo y gordo. Yo ya lo conocí muerto aunque todavía no enterrado, para eso tuvieron que pasar unos cuantos años más.
Un día le dimos sepultura en un nicho a ras de suelo, de esa manera depositamos con él todos sus olores y aquellos humores que emanaba su carne desolada.
En sus últimos años lo acompañó un joven blanco de Valladolid, bello, alto y fuerte, con un cuerpo de watusi y ademán de bailarín. También lo cuidaba una india aymara de Cochabamba, pequeña, discreta y menuda, de pocas palabras y de piel muy oscura.
Él era músico, estudiante de violoncello, el único instrumento que se adecuaba a sus medidas, tan desproporcionadas que incluso todas las corbatas le quedaban cortas. Ella decía que era abogada y aprendiz de pintura indígena, el caso es que cocinaba de manera muy aceptable y sabía mantener la casa de Gregorio en condiciones correctas de higiene y orden.
A mi amigo le gustaba oír tocar al muchacho, estar presente en sus prácticas y ejercicios musicales, se callaba y lo escuchaba hasta que se dormía. Solamente se despertaba cuando él terminaba, guardaba su instrumento en su enorme maleta y se despedía.
Gregorio le pagaba sus estudios sin ninguna otra intención que la de pagarle sus estudios, nada más. Únicamente pedía en correspondencia un poco de compañía visual y belleza física humana, la única ya a la que podía aspirar.
El trato con la india fue distinto, él se comprometió a comprarle toda su obra pictórica a cambio de que instalara en su casa y en una de las grandes habitaciones del piso de arriba, las más soleadas, su estudio de pintora, y le permitiera observarla mientras trabajaba y dibujaba sus figuras infantiles y sus flores. También se dormía, sentado en el sofá, contemplándola pintar escenas naifs, idílicas y bucólicas de una América indígena que nunca había existido.
Pero ella se compadeció y terminó quedándose a vivir con él para cuidarlo. En los últimos años pintaba poco porque mucha era la dedicación que Gregorio requería. Enfermo y dependiente absorbía todo el tiempo de las personas que estábamos a su alrededor y lo frecuentábamos. Yo también, terminé visitándolo cada día. Por la tarde merendábamos los excelentes cafés, tes y chocolates que su india nos preparaba, bebiendo a la vez un dulce moscatel catalán y charlando de todo lo humano y un poco de lo divino, de hombres y de mujeres, de putas y de clientes. Y por las noches cenábamos arroces blancos o negros con vino francés, y fruta sencilla de la huerta de un viejo amigo común que todavía conservaba el antiguo oficio de trabajar la tierra, manzanas, peras o naranjas.
Yo, como soy un hombre escaso en todo, tímido y apocado, incluso frente a una mujer, adoptaba el papel de ángel dulce, de alegre querubín. Él, que no temía a nada y mucho menos a los ángeles, adoptaba el personaje de diablo que siempre le había gustado ser, peor que el mismísimo Lucifer excepto por su predisposición llorona y su carácter melancólico y tristón, aunque su empedernida voluntad de querer recordarlo todo no sé si lo convirtió y transmutó en un ser sincero, o bien en lo contrario, en un mentiroso como lo era el maldito dios del rencor y la envidia.
Siempre citaba a Baltasar Gracián cuando afirmaba que “la confianza es la madre del descuido”. Decía esa clase de cosas para provocarnos y al desasosegarnos desvelar nuestra propia desconfianza en nosotros mismos.
Durante toda su vida tuvo mal carácter y un semblante variable, pero su sonrisa nos recordaba a los que pudimos contemplarla la cara de Dios que nunca veríamos.
Murió pronto porque siempre se muere cuando no se debe.
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En su funeral se interpretaron varias obras, entre ellas:
“Damunt de tu només les flors”. Mompou