viernes, 28 de septiembre de 2012

El Peletero/El sentido de la marcha


Hemeroteca peletera

El sentido de la marcha.

La tradición editorial anglosajona tiene la buena o la mala costumbre de escribir los títulos en los lomos de los libros de arriba abajo, en cambio, en el resto de mundo la norma es básicamente a la inversa, de abajo arriba. Cuando ordenamos los libros verticalmente hemos de ir girando y torciendo la cabeza, como si estuviéramos en un extraño partido de tenis, para poder leer sus títulos. Pero si nuestro hábito es apilarlos horizontalmente nos encontramos con un reto mucho más difícil todavía a no ser que seamos saltimbanquis o contorsionistas circenses.

“La tradición anglosajona utiliza este método en los lomos de los libros porque considera que de esta forma se puede leer igualmente en vertical que apilados horizontalmente; y así es, no es un detalle menor. El pequeño inconveniente es que en vertical se lee mejor de abajo arriba que al revés, es una cuestión ergonómica: la lectura de idiomas occidentales va de izquierda a derecha, y su equivalente vertical es de abajo hacia arriba, ambos en el sentido de las agujas del reloj. En vertical de abajo hacia arriba leemos un texto “que sube”, y al revés un texto “que cae”. Sólo hay que hacer la prueba y nos daremos cuenta que es más fácil uno que otro. Pero claro, cuando hay varios libros reposando en una mesa o estantería no hay forma de leerlos fácilmente porque los títulos en los lomos quedan boca abajo, en decúbito supino, en lugar de quedar en decúbito prono para que se puedan leer.

Esta práctica de origen anglosajón proliferó, y ahora, nuestras editoriales y las del resto del mundo, adoptan una u otra según el gusto y criterio que cada una considere mejor.” (Albert, dixit)

Esa es una anécdota tonta, la verdad, pero con profundas y graves repercusiones en la salud de nuestras cervicales que son sometidas a un estrés desmesurado. Tal riesgo no creo que sea justo asumirlo ni la pasión por el saber pueda exigirlo tampoco de nosotros, pobres humanos que ya tenemos bastantes dilemas cuando hemos de organizar una estantería.

Ya sé que debería pedir consejo a un bibliotecario o archivista, un gremio que, dicho sea de paso y según dicen, es básicamente gay por razones que desconozco y que se me escapan, y que no estoy dispuesto a averiguar a estas alturas de mi vida. Sea como sea, siempre he pensado que la mejor solución es un desorden ordenado o viceversa y que la tipografía, al darme cuenta de los numerosos libros que conservo dedicados a ella, es una disciplina sutil y tan misteriosa como la inclinación sexual de las personas. ¿Por qué?, porque se puede escribir lo mismo de formas muy diferentes logrando, al mismo tiempo, que todo el mundo te entienda y te lea, o casi. Para ello también existe, o debería de existir, como Albert indica, la tipografía ergonómica, disciplina que nos habría de facilitar la lectura y al mismo tiempo velar por nuestra salud ósea y ocular.
 “Existe, de hecho es una de sus obligaciones: que sea legible, al igual que una silla que aguante el peso de un cuerpo reposando en ella. Lo que también encontramos es la excepción, letras en el límite de la comprensión visual, cosas de las vanguardias gráficas… (¡) Una tipografía puede ser muy expresiva y de formas no convencionales, licencia admisible siempre y cuando sea legible.)

A veces este extremo se ha dado por pura necesidad, por falta de espacio, como los textos manuscritos escritos en condiciones clandestinas como un campo de concentración, cartas o crónicas en los márgenes de una cajetilla de cerillas. Las letras manuscritas góticas, muy difíciles de leer por ser tan estrechas, se crearon para aprovechar al máximo el espacio de los pergaminos, hechos a base de piel de carnero, escasa y carísima. Incluso algunos caracteres se fusionaban (logotipos) para aprovecha todavía más el espacio. Luego, con la invención por Gutenberg de las letras móviles (la imprenta) se empezó siguiendo este diseño, también por la misma razón y por tradición.” (Albert dixit)

El orden de lectura es igual que el sexo y la simetría de los seres vivos que saben, sin saberlo, dónde está el frente o la espalda, la derecha o la izquierda, el arriba o el abajo y el sentido de la marcha.

¿Qué criterio debo usar para ordenar mi librería?, ¿el tema, el autor o el tamaño? ¿Cuál quiero que sea su sentido de la marcha?

El tamaño siempre ha sido importante incluso para no darle importancia. En tipografía el tamaño de la letra es clave, pero el tema y el autor son, sin duda, fundamentales.

¿O quizá debería tener en cuenta el tono cromático de los lomos?, ¿he de intentar darle un sentido estético y colorístico en lugar de lo que parecen ser todas las librerías que no contienen enciclopedias: el  caos ordenado de una pintura de Pollock?

En una de las habitaciones de esta casa empezó Albert a dibujar sus primeras portadas de libros que le encargaban Planeta, Dopesa y otras editoriales. Yo me dormía con su luz encendida mientras él seguía trabajando hasta muy avanzada la madrugada en una mesa de dibujo que ahora hemos tenido que abandonar con profunda tristeza y frustración. En aquellos años de su juventud diseñó portadas de todas clases, temas y tamaños. Primero se leía enteros los libros, o en su lugar uno de los resúmenes que escribían los asesores literarios de la editorial que aconsejaban, o no, su publicación. Había algunas de ellas que daban libertad al diseñador y confiaban en su criterio, pero otras indicaban claramente y sin ambigüedades qué querían.

¿Dónde se encontraba la libertad del artista en esas últimas?

En sobrevivir y conseguir cobrar, y también en el ingenio que demostraba en hacer lo que le daba la gana logrando que el editor creyera que seguía sus indicaciones. Como en  la vida misma, decir que sí a todo para hacer luego lo que te apetece. Una especie de lógica y de orden desordenado que permite que aparezcan la buena convivencia, la sorpresa y la casualidad.

¿Viajar con poco equipaje o no saber lo que hay en el maletero?, ¿una casa grande o una pequeña?, ¿dos camas o cinco mesas?

¿Vivir solo?

Me he olvidado de las sillas, pero en estas vacaciones volví a ver “Cabaret”, de Bob Fosse, y a la espléndida Minelli y su extraordinaria piel blanca levantándose y sentándose, una y otra vez, de las sillas en su famoso número. Así que. . . no sé, creo que me faltan sillas para tanta bailarina.

En la fotografía que muestro aparece uno de los libros de Taschen sobre Serge Jacques, uno de los fotógrafos eróticos más renombrados gracias a su obra que se publicó, en buena parte, en “Paris Hollywood”, una revista francesa en la que se veía a las chicas no solamente depiladas de sus vellos púbicos con goma de borrar, sino directamente emasculadas, castradas. Así era la hipocresía de aquellos tiempos, los años cincuenta y sesenta, que no permitía enseñar la vellosidad de la entrepierna femenina ni lo que ésta adornaba. Por suerte, en esa recopilación de su obra las modelos nos muestran, en todo su esplendor, lo que tapó la censura y lo que la naturaleza les ofreció al llegar a la pubertad, conocimiento que ha de ser necesariamente útil para la historia de la fotografía y del arte en general.

“En “Paris Hollywood” hay de todo según las diferentes épocas, en los años cincuenta afeitaban y emasculaban, después ya no. Donde hay pelo hay alegría. Yo pasé de ver señoras sin el bello púbico a ver revistas naturistas donde aparecían casi con barba y bigote, fotos clandestinas en blanco y negro compradas en el puerto o en el barrio chino barcelonés donde los actores llevaban antifaces. Y en medio de todo ello el Playboy, el más honesto que, simplemente, no lo enseñaba todo, tal vez por eso me gustan más las mujeres medio vestidas o medio desnudas, que no desnudas del todo, pero, como tú mismo dices, todo el mundo quiere y anhela pasearse por playas nudistas como si tuvieran prisa para ir al crematorio”. (Albert dixit)
Los vellos púbicos siempre han sido muy populares entre la población, es un asunto, por así decirlo, clásico, que nunca pasa de moda y que antes, por lo menos, en nuestra historia reciente y ámbito geográfico, siempre tenía el éxito asegurado. En cambio, la tipografía era, hasta hace poco, un saber muy especializado y conocido solamente entre impresores y diseñadores que en la actualidad se ha popularizado gracias a los procesadores de textos informáticos. Arial, Helvética, Univers, Times, Garamond, eran palabras sin significado para la mayoría de personas alfabetizadas.
Ya se que las “pilosidades” genitales no tienen nada que ver con la tipografía, que es una manera de pillar el rábano por las hojas, pero los tiempos cambian y en ellos aparecen nuevas profesiones: diseñador de órganos o de monedas virtuales, arquitecto de realidad aumentada, cirujano amnésico, agricultor urbano, pronosticador o peluquero íntimo que transforma las selvas frondosas en parques con el césped bien cortado y los setos podados de la misma manera que ahora también podemos elegir el tipo de letra en el que enviamos un simple watsApp. Pero nadie es capaz de decirnos todavía, a ciencia cierta y fuera del mundo de las opiniones, qué es mejor, sí los títulos de los lomos de los libros deben escribirse de arriba abajo o al revés.

Eso sí, en mi mesita de noche he colocado una brújula que indica claramente que duermo con la cabeza en dirección al Norte, apuntando, más o menos, hacia Noruega, un país que tiene fiordos, petróleo, que cría zorros y visones para peletería, que caza ballenas, que no usa el euro ni pertenece a la UE y que, a principios del siglo XX,  se independizó de Suecia de manera amistosa. Cosas de los pueblos civilizados.

Así, mi cuerpo gira en el mismo sentido de la marcha que lo hace la rotación terrestre excepto cuando viene mi novia a visitarme que consigue, de una manera sorprendente y muy habilidosa, cambiar el eje del planeta y lograr que el Norte se vaya al Sur y viceversa, igual que en mi librería en la que cada libro apunta hacia polos diferentes en los que los seises parecen nueves y los nueves seises.

Mi padre se pasaba horas hojeando esos libros tipográficos, parsimoniosamente y con mucha
atención observaba las letras y aunque ya había perdido la capacidad de leer, escribir y hablar, suponemos que en ellas encontraba la variedad fisonómica y topológica de algo conocido, familiar y vagamente recordado que le agradaba. Tal vez buscaba una voz, su nombre olvidado, escrito en alguna de aquellas páginas con tantas letras, tipos y caracteres diferentes, de abajo arriba o de arriba abajo.  

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Sólo recuerdo la emoción de las cosas” dice Antonio Machado, “y se me olvida todo lo demás”. (…) Tocar esta Cartilla Escolar Antifascista, recorrer sus páginas, es acordarse casi imposiblemente de las cartillas en las que nos enseñaron a leer, revivir con la imaginación y la ternura, la voz de nuestra madre o de nuestra abuela que repetían despacio sílabas y palabras que para ellas también eran difíciles. Aquí, en las palabras y en las letras, está la poesía elemental y sagrada de la escritura, ese prodigio que de niños tanto nos impresionaba, el de la invocación de las cosas. Tan usuales para el adulto, para el entendido, las formas alfabéticas se nos revelan de pronto en toda su dificultad y su misterio cuando queremos enseñar a otros a leer, cuando observamos la lentitud y la incertidumbre con que una voz descifra los sonidos o con la que un dedo índice recorre una línea de palabras. Es como aprender a caminar, nos damos cuenta entonces, como cuando un niño empieza a soltarse de la cercanía de su madre y se atreve a avanzar hacia el centro vacío de una habitación: qué paciencia nos hace falta para ayudar a un hijo a que empiece a leer, qué alegría compartida e íntima cuando de nuestra mano por la calle, señala hacia un letrero y nos lo lee en voz alta, con la felicidad de haber ingresado de verdad en la comprensión del mundo, aunque de ello sólo se den cuenta los niños y los analfabetos, está hecho sobre todo de palabras escritas, y quien no sabe leer está ciego, privado del conocimiento, tan excluido como un paria.” (La emoción de las cosas, Antonio Muñoz Molina. El País, 20 de diciembre de 1997)

viernes, 21 de septiembre de 2012

El Peletero/Una fuerza salvaje e incomprensible


Hemeroteca peletera.

Una fuerza salvaje e incomprensible.

Nunca he sabido exactamente qué clase de animal es el que muestro en la fotografía. Me recuerda, no sé por qué, a un armadillo, quizá por las orejas largas, pero carece de su coraza y la cola no tiene nada que ver.

Además, los armadillos son grises y ése está pintado de colores que recuerdan a su país de origen, México.

Albert dice que tal vez sea un zorro, uno pequeño, el llamado zorro kit de orejas largas , el chacalillo, que vive entre USA y México, una raposa rápida y avispada a pesar, o gracias, al clima árido y continental de temperaturas extremas que suele haber por allí.

El domingo pasado, mi chacalillo saltó desde una caja de cartón recién abierta, envuelto entre periódicos que lo protegían, a una de mis estanterías todavía vacía como si estuviera vivo y campante, tal vez tenía celos del frailecillo del otro día, de su pico multicolor y de sus aventuras marineras.

Fue, para mí, un camaleón al revés, alguien que tiene la potestad de transferir su color al ambiente y a todo aquello que toca. Resucitó de improviso, era un viejo compañero, lleno de vida, que regresaba de un extraño exilio y al que, por suerte, no había tenido que rescatar del infierno, ni descender al Hades, como Heracles, para llevarlo a casa de nuevo.

O sí.

De la caja salió igualmente, y a continuación, un rebaño de dinosaurios de plástico, juguetes metálicos rusos y calaveras también mejicanas que podría colocar al lado de mi desordenada colección de esquelas que conservo, recordatorios de funerales que no quiero guardar juntos para no sorprenderme de su enorme número.  

¿Tan viejo soy?, ¿a tantos he enterrado? El otro día apareció el del marido de una vecina que murió hace más de treinta años.

Los recordatorios los tengo desperdigados y me los puedo encontrar en cualquier lugar, de repente, exactamente igual que los fantasmas de un castillo que van dando sorpresas y sustos por las esquinas, saludándome como si fueran conocidos que hace tiempo no nos hubiéramos visto, encuentros casuales y sorprendentes que me obligan a un ejercicio de memoria no siempre fácil ni agradable. Mi padre, en su primera fase de alzhéimer, saludaba por la calle a personas que creía conocer, y la gente, como es normalmente educada, le respondía igual, como si le conocieran, dando lugar a una situación y a una conversación cómicas y dignas del mejor Ionesco.

Luego, al despedirse, me preguntaba a mí quién era ése que había saludado.

-¿A mi me lo preguntas, papá?, yo pensaba que lo conocías realmente.

-No, no tengo ni idea, ¿quién es?, -me preguntaba.

-No lo sé, a mí me parece que él a ti tampoco te conoce.

-Pues sí que estamos mal, -me decía pesaroso y triste.

Así que, y cuando menos me lo espero, aparecen esos recordatorios, olvidados entre las hojas de un libro o en el fondo de algún cajón de sastre mezclados con mil cosas, fotografías, billetes de banco falsos, agendas caducadas, antigua correspondencia que guardo y que no me atrevo a tirar igual que algunos extractos bancarios que me recuerdan también que antes era menos pobre.

Mi novia, que me soporta y me sufre como una santa, se ríe de mis costumbres con cariño y bastante ironía, ella es una mujer práctica y solvente y sabe, perfectamente, qué es la vida, no como yo que en el fondo todavía no sé qué quiero ser cuando sea mayor. Al menos, me dice, muy sarcásticamente, que con la mudanza estoy haciendo una buena limpieza de cosas que no servían para nada y ordenando otras que sirven de muy poco.

Pero mis recordatorios cumplen la función para la que fueron creados, recordar a personas que pisaron los mismos suelos que yo, tienen el poder evocador de un olor o una imagen a través solamente de unas pocas palabras: un nombre y dos fechas, los únicos datos importantes de una biografía, el resto es guarnición.

¿Debería ordenarlos en un solo lugar?, ¿todos juntos en un álbum igual que una colección filatélica para luego enseñarlos a los amigos y las visitas?, ¿sería adecuado clasificarlos por orden alfabético o, mejor, por fechas de defunción?

Philippe Ariès afirma que las: “imágenes de la muerte traducían las actitudes de los hombres delante de la muerte en un lenguaje ni simple ni directo, pero lleno de trucos y desvíos. (Philippe Ariès, “Essais sur l’histoire de la mort en Occident”)

En estas pasadas vacaciones asistí a un funeral. En la habitación del tanatorio, el difunto, dentro de su caja, estaba expuesto tras unos cristales que encerraban el féretro abierto con el cadáver y las coronas a su alrededor en una especie de habitación separada, de escaparate que lo aislaba de los demás, pero que lo mostraba a su contemplación. Al otro lado, justo delante, había un sofá amplio y largo en el que se sentaban la familia y los amigos llorosos. Sus rostros se reflejaban en el cristal, tenuemente iluminado, que tenían en frente y tras el cual se encontraba la caja con el familiar fallecido de cuerpo presente. Era una visión onírica en la que los vivos parecían estar en el mundo de los muertos o viceversa, cristal y espejo al mismo tiempo los unía en un sueño que, tarde o temprano, siempre termina por hacerse realidad. Pensé en fotografiar la escena, pero no me atreví, no quería que lo tomaran por una falta de respeto.

“A partir del siglo XIX, las imágenes de la muerte son cada vez más raras y ellas desaparecen completamente en el curso del siglo XX, y el silencio que se extiende ahora sobre la muerte significa que ella ha roto sus cadenas y se ha convertido en una fuerza salvaje e incomprensible.” (Philippe Ariès, “Essais sur l’histoire de la mort en Occident”)

Una fuerza salvaje e incomprensible.

“Goya y Gericauld descarnan la humanidad: su carne parece haber sido arrancada de los huesos y desparramada por la tierra. El mito era un escudo que en última instancia defendía la piel. La desnudez sin mito se vuelca necesariamente en la muerte: una muerte anónima, sin rasgos individuales, un troceamiento de cuerpos casi ilimitado. La muerte masiva.

Tengo la brumosa certidumbre de que esto me aterraba. A los trece años la muerte individual no tenía sentido y no podía jugar caprichosamente con sus fantasmas. Pero la muerte masiva era algo tan inesperado que descubría, bruscamente, una zona de sombra en la que los hombres eran precipitados. El tímido explorador de la desnudez chocaba, de repente, con una desnudez oscura que se interponía entre su mirada y los luminosos cuerpos del deseo”. (“Una educación sensorial”, Rafael Argullol, Madrid, 2002. Casa de América, Fondo de Cultura Económica)

Eso es lo que siempre me ocurre cuando, impelido por mis amigos modernos y progresistas, me veo obligado a asistir, como protagonista, al decepcionante espectáculo de una playa nudista. No sé ver otra cosa allí que una imagen de la muerte y de aquellas fosas comunes llenas de carne indiscriminada y anónima, no entiendo la costumbre de desnudarse en público, todos al mismo tiempo y en el mismo lugar, en rebaño, como si fuéramos pollos desplumados listos para dar sabor al caldo.

Mi chacalillo me mira de forma rara, quizá no entiende lo que digo o acaso desconfía por mi condición de peletero aunque hace ya dos años que vendí mis últimos zorros rojos irlandeses a una griega que los quería para hacer mantas. Me supo mal, por los zorros y por la griega, porque sabía que era la última vez que los veía. Y así fue, ambos se marcharon para no regresar. En su lugar he tenido que comprar un edredón nórdico de plumas de ganso, que, dicho sea con todos mis respetos a los gansos,  no es igual ni parecido a una manta confeccionada con zorros rojos irlandeses de primera calidad.

¿Estoy dominado por una fuerza salvaje e incomprensible?

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“Presupongo que en todo relato hay un lícito deseo de inmortalidad, de colarse aunque sólo sea un momento en el ánimo de los lectores y robarles un poco de su aliento y su existencia.

Capote escribió un relato (él es el protagonista) que transcurre en París. El escritor va a visitar a una anciana que ha sido importante o que para él tiene importancia, no recuerdo exactamente. La dama, al recibirle, le advierte de lo peligroso de la entrevista puesto que puede cambiar su existencia. Regala a Capote un pequeño pisapapeles de cristal, con flores o insectos en el interior. Se despiden. Inmediatamente es poseído por el objeto y se desarrolla en él la enfermedad por el coleccionismo. Recorre anticuarios y subastas, sufre al pensar en que una puja alguien desee el mismo pisapapeles y tenga más dinero.

Ahora, Capote está muerto, pero yo -con muchos menos medios-, sufro, desde el día en que leí el relato, la misma obsesión. Y voy por viejas papelerías y traperos buscando pisapapeles, aunque sean de plástico. Al fin y al cabo, cuando esas cosas suceden, todo es música para camaleones”. (En la muerte del escritor norteamericano Truman Capote, “Pequeñas grandes historias”, Pucci Villurbina, La Vanguardia de Barcelona, martes 4 de septiembre de 1984)



martes, 18 de septiembre de 2012

El Peletero/Recuerdos marineros


Hemeroteca peletera.


Recuerdos marineros.

“El día de San Valentín de 1991 la fachada del Ministerio de Cultura de Polonia apareció cubierta con un enorme corazón rojo sobre fondo blanco. Encima de él una sola palabra: “Harlequín”. Ese día algo cambió en la historia del país: la multinacional de novelas de amor más importante del mundo acababa de instalarse. Un poco más tarde, la encargada de ventas, Nina Kowakewska, podía anunciar con orgullo que “dos veces al mes vendía 700.000 libros y al cabo de un año la cifra de ventas era superior a los 15 millones de ejemplares” (“La vida de color de rosa. 100 millones de mujeres en todo el mundo consagran las novelas de amor como el género más popular”, Ramiro Cristóbal, Babelia, 6 de agosto de 1995)

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He colocado, en una estantería iluminada de mi nueva casa, un frailecillo de barro de tamaño real para que me recuerde el mar.

Mi novia, que es de secano, dice que el mar está sobrevalorado, que no hay para tanto y que mucha agua aburre como un día sin pan. Lo dice porque en otro tiempo fue marinera, capitana y contramaestre, navegó por todos los mares y océanos, visitó islas y continentes, pero, según parece, se cansó de tanto trasiego, de la humedad, del oleaje y de los peces, de los pulpos y de los erizos, aunque todavia añora, lo sé, algún que otro tiburón.

Yo, en cambio, a pesar de ser barcelonés de toda la vida, no sé siquiera cómo es un percebe ni el sabor que tiene un buen mejillón, ignoro la formas volubles y aterradoras de las medusas y las celestiales de las raras estrellas de mar que pueden regenerarse enteras a partir de un pequeño trozo de sí mismas.

Igualmente, confundo también una gamba con una pierna y a una bañista en topless con un maniquí de sastre.

Creo que mi novia me dice lo que me dice porque no quiere que sepa lo que ella sabe que no sé lo qué es pero que algo importante debe de ser cuando ella no quiere que lo sepa.

¿Cómo averiguarlo?

Mañana me compraré una sombrilla, me iré a la playa de la Barceloneta, la plantaré en la arena y escribiré un libro sobre calamares gigantes y abismos insondables, aventuras y mujeres hermosas y esperaré, paciente, la llegada de un barco morisco de piratas que me secuestre y me venda como esclavo para servir a alguna sultana somalí guapa, alta, de piel oscura y mirada inteligente, que hable varios idiomas y que sepa sonreír sin enseñar los dientes.

Mi novia dice que estoy celoso y cargado de monsergas, que me cuesta aceptar que en otros tiempos capitaneara barcos llenos de hombres curtidos, peludos y fieros, o espadachines delgados de bigotes finos, que se los comiera como se come y se saborea el buen queso, por hambre o por simple antojo, porque no tenía nada mejor que hacer o porque sí o porque no o por todo lo contrario, sencillamente porque le daba la gana o le daba la gana a ellos. Tiene razón, estoy celoso, pero no de ella, sino de su libertad, de su independencia, de su voluntad y de su poder de mujer, de sus viajes y de sus grandes conocimientos marineros y culinarios en quesos y mariscos, de sus muchos recuerdos, de los propios y de los ajenos, de los recuerdos que conserva de otros y otros conservan de ella, de su hambre saciada y de los apetitos que calmó en aquellos compañeros de correrías, de sus secretos de alta mar, de sus rutas, de sus naufragios, de sus cartas marinas, de los cielos estrellados de leche y de silencios, de las madrugadas, de las cosas bonitas que le dijeron y de las que ella les dijo.

Y también de sus caprichos satisfechos que ahora trata de minusvalorar frente a mí diciendo que el balanceo marea, que el queso engorda y que comer mucho empacha.

¿Cómo la debe recordar aquel caballito simpático que la cabalgó una noche de plenilunio?, ¿y aquella raya esquiva de largo aguijón que nadaba altiva, arisca y seductora, por entre el fondo y la superficie cargada de rémoras que como ella le suplicaban un poco de amor?

¿O la han olvidado completamente y para siempre?

Es sólo una más entre muchas?

Yo sí soy uno menos entre ninguno porque plantado sigo con mi sombrilla mirando el mar que no deja de moverse inquieto y tartamudo como si nunca pudiera estarse quieto, va y viene y vuelve a venir en una muy manida metáfora de los orgasmos femeninos que antes eran misterios y que ahora sólo son espasmos nerviosos y musculares, símbolo también, repetido hasta la saciedad, de las profundidades de sus cuerpos que solamente conocen los cirujanos, los ginecólogos y esos seres misteriosos, que nadie conoce ni ha visto jamás, que habitan las simas en las que siempre la noche es negra.

El cuerpo de las mujeres está poblado de fantasmas, de restos arqueológicos de antiguas civilizaciones que se derrumbaron cuando las olvidaron, de campamentos calcinados por el fuego que los iluminaba en la oscuridad. Da igual su edad, jóvenes o ancianas, inocentes o peligrosas, dulces o estúpidas de mal carácter, simpáticas o gruñonas, no importan ni su inteligencia ni su belleza ni tampoco su bondad, en ellas reina el silencio, ese rumor marino informe, frío, que expande la bóveda celeste. Las mujeres son un eco, son el eco.

Pascal Quignard dice que: “El eco es la voz de lo invisible. Durante el día los vivos no ven a los muertos. Pero los ven en la noche, en los sueños. En el eco el emisor es inhallable. Lo visible y lo audible juegan a las escondidas.” (El odio a la música, diez pequeños tratados, Cuarto tratado. Traducción: Pierre Jacomet. “De los lazos entre el sonido y la noche”, Pascal Quignard, Publicado por Ignoria)

Por eso las mujeres son, ciertamente, inhallables, no están ni en sí mismas ni fuera de sí mismas, su malestar es inexplicable, y por ese terrible motivo me quedaré encadenado a la playa, esperando paciente como un pasmarote que llegue mi sultana somalí de mirada inteligente y me ofrezca un reino a los pies de su cama.

Mi novia me mira raro, extrañada y bastante aburrida ya de tanto parloteo, no sabe muy bien de qué le hablo, y yo, la verdad sea dicha, tampoco demasiado aunque intuyo por dónde va la corriente y la música. Me deja por imposible, por tonto, celoso y envidioso, por cascarrabias resentido y por mentiroso, y se va a consultar, toda decidida, a un amigo decorador qué necesita para instalar una pecera en su casa que haga bonito. Colores, nada más que colores, le responde el amigo, ni el agua ni los peces son imprescindibles. Tiene razón, he pensado yo, los puede pintar, es mucho mejor, y si quiere incluso puede iluminar la tela por detrás como si fuera una ventana con vistas al fondo del mar y así recordar antiguas aventuras y otras épocas y lugares diferentes en los que trató también de ser feliz.

Pero es cierto, soy un tonto y un mentiroso, me engaño a mi mismo, mi sultana no vendrá jamás, quizá ya vino y la deje ir, quizá ya fui y me dejó marchar.

En Grecia, cerca de un templo dedicado a Poseidón, hay un acantilado de suave pendiente que desemboca en una pequeña cala. Los domingos solía ir, me hacía unos bocadillos y tomaba un autobús que me llevaba directamente hasta la raya de la montaña; al lado había un pequeño restaurante en el que pedía mis cervezas. Era una agradable manera de pasar el día y de reposar la mente contemplando el mar desde la altura, inofensivo y tranquilo, traidor. Cuando hacía buen tiempo los bañistas se tumbaban por entre las rocas del peñasco, de cara al sol, desnudos encima de toallas multicolores, escondidos detrás de sus gafas oscuras miraban sin ser vistos.

En el cielo había una muchedumbre de gaviotas sobrevolando las columnas, hermosas y blancas, hambrientas y ruidosas.

Ahora, en la playa de la Barceloneta, me tapo los oídos con tapones de cera para no oírlas, hago planes absurdos que no me llevarán a ninguna parte y ordeno revistas para luego volverlas a empaquetar en cajas nuevas debidamente señalizadas. Ninguna de ellas explica aquello que mi novia no me cuenta ni me dice, seguramente, para que ignore lo que ella sí sabe y yo no, pero que algo muy importante y terrible debe de ser cuando ella no quiere que lo sepa.

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“Hay cosas que se hacen con las prostitutas, se descubren con ellas, se reciben de ellas como de ninguna otra mujer. Dos fenómenos han tomado auge desde comienzos de los noventa. Del lado de la mujer, la obsesión por los ángeles cuyo asunto ha llenado el Internet, la radio y la industria editorial, ha producido películas y ha creado en las ciudades un comercio de especializadas espiritistas que convocan a tales criaturas celestiales ante un embobado coro de amas de casa. Lo que hace unos años era el tupperware hoy es la bella compota de estos seres divinos. Las mujeres se han inventado este compañero sexual que ama sin reservas. Pero, del lado de los hombres, han reaparecido las putas que dan sin abrumar y complacen sin producir enredos.

Cuando se dice que los sexos se aproximan y la igualdad avecina la relación, cada cual ha ido a la caza de sus respectivos fantasmas. El ángel es el compañero ideal de la mujer. Un ser con forma y atributos de hombre, pero que no viene para imponer su fuerza. Un tipo delicado, fino, atento, guardían, dispuesto a arreglar cualquier avería.

El ángel podría redondear esa clase de hombre nuevo que la nueva mujer se ha estado vindicando durante los últimos tiempos. El ángel no grita, no bebe, no pega ni ordena que le pongan de comer. Ni solicita el débito conyugal o cosas por el estilo. Acompaña sin hacerse cargante. Está a las órdenes de las fantasías femeninas de ser sujeto como la hetaira lo está al servicio de las fantasías de los hombres que anhelan ser objetos. La puta es un ejemplar que no exige eternidad ni fidelidad, se le puede decir que se la quiere sin desencadenar más consecuencias. Si el ángel es la masculinidad extirpada de machismo, la prostituta es la feminidad despojada de feminismo. Una suerte de paraíso sin tiempos. (“Ángeles y zorras”, Vicente Verdú, Babelia, 6 de agosto de 1995) Hemeroteca peletera.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El Peletero/El oso varado


 
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El oso varado

Hace unas semanas empaquetaba trastos, ahora, sin embargo, los desempaqueto. No sé que es peor. El 23 de julio pasado, a las doce de la noche, cerraba una puerta, llamaba a un ascensor y no miraba atrás. Entre un hecho y el otro han sucedido muchas cosas, todas ellas trascendentes, que he disimulado, frente a los que me rodean y de la mejor manera que he podido, imitando a un oso marino varado en una playa.


Ha sido una buena actuación en la que me han ayudado un pollo con arroz y garbanzos, unos pezones duros y un divorciado con ganas de volver a ver a su ex mujer.


Treinta y tantos días de vacaciones, todos juntos, suman demasiados para los tiempos que corren, parecen, y lo son, un verdadero lujo asiático. No obstante, el único placer que le puede quedar a alguien que ha quemado sus naves, y sabe que no habrán más playas ni más barcos, es resignarse,  tumbarse en el césped, no hacer nada y dejar transcurrir el tiempo mientras oye a sus conciudadanos conversar de manera distendida en la orilla de una piscina a la que se le agota su presupuesto municipal. Escuchar confidencias no es fácil, lograr pasar desapercibido, o conseguir la confianza del otro que te muestra su miedo, tampoco, explicarlas después, sin delatar a sus protagonistas, mucho menos.


Dice Vinicius de Moraes que "la tristeza no tiene fin, que la felicidad sí", y una forma de ahuyentar la primera para que la segunda perviva es la de recrear el
Edén y en su defecto el "el baño, la sauna, la terma, la piscina, el solarium, la playa, el harén. Lugares de reunión y placer y por supuesto también de intriga y conspiración." (El peletero jardinero)

Mi piscina municipal forma parte claramente de esa lista
, es un aceptable remedo edénico en el que se escenifica un simulacro de felicidad primordial a través de la desnudez del cuerpo que las playas nudistas llevan al extremo, y una parodia fundacional de la política a través de la charla y la gastronomía, incluso el agua es también un elemento purificador como el fuego, en cada baño en la piscina hay un bautismo, un nuevo comienzo, un renacimiento no siempre logrado.

Jorge Wagensberg se preguntaba el año 1984, gracias al éxito de la cibernética, que:


“¿Podemos construir conocimiento prescindiendo del aporte de información del mundo real? No podemos sacrificar el flujo de información pero sí el que esta se refiera al mundo real. Podemos, en efecto, inventar otro mundo. Y dejar para más tarde la discusión de su parecido con el real. (…) En el mundo simulado podemos (volver a) observar y experimentar a nuestro antojo. Los límites del mundo real han sido burlados. Y con la nueva información podemos construir nuevo conocimiento que ofrecer a la crítica”.  (Jorge Wagensberg, "La simulación del mundo". La Vanguardia de Barcelona, domingo, 5 de febrero de
1984)

(...) tiesto, balcón, o ventana, con flores, almunia, huerto, patio andaluz, árabe o romano, jardín trasero, claustro, jardín francés, jardín inglés, jardín japonés, jardín zen, jardín botánico, jardín laberinto, jardín místico, jardín poético, jardín secreto, jardín colgante, jardín persa, invernadero, parque, camino o calle arbolada, área de descanso de una autopista, cementerio, campo de golff, (...) la corona fúnebre, el florero, el ramo de flores o la flor en el pelo y la flor en el ojal, o una coloreada fuente llena de frutas.


El jardín, como sabemos, está en el principio y parece estar también en el final, donde el pollo con arroz y garbanzos, los pezones duros, la casa, la cabaña, la tienda, la cueva y el féretro son sólo pasos intermedios. La topografía, como el sexo y la gastronomía, es una disciplina científica que, al aliarse con la arquitectura para sustituir la naturaleza por el paisaje, inventa el jardín. De toda la lista antes relacionada, si tuviéramos que escoger alguno de ellos según nuestras preferencias, elegiríamos el francés y el secreto.


El jardín francés es el más urbanizado de todos ellos, es el que menos imita a la naturaleza y es el que más obra de ingeniería necesita, el más artificial y por el ello el más verdadero,  fuentes, surtidores, canalizaciones, escaleras, miradores, terrazas, pérgolas, balaustradas, grupos escultóricos. Mucho seto, mucha gravilla y poco césped. Y también tiene, según su tamaño, paseos y avenidas. Por todo ello, cuando está mal cuidado y abandonado y las aguas de sus estanques están encharcadas y mohosas, su atractivo aumenta tanto como lo puede hacer una ruina arqueológica invadida por la hiedra. Es en este instante preciso de metamorfosis cuando el jardín puede convertirse en jardín secreto. (El peletero jardinero)


En el imaginario catalán existe “la caseta i l’hortet”, la casita y el huerto, que los norteamericanos han perfeccionado en sus suburbios de los extrarradios y que ahora todos imitamos.


En "Blue velvet", David Lynch nos retrata ese típico jardín de una casa convencional de suburbio norteamericano de clase media. La cámara recorre el césped, se adentra en una selva desconocida como si nosotros mismos hubiéramos disminuido de tamaño igual que "El increíble hombre menguante".  A medida que el foco se cierra aparecen seres extraños, monstruos y restos humanos devorados por las hormigas y escondidos en esa vegetación en miniatura: el césped, que representa la felicidad al alcance de cualquiera, un paraíso terrenal debajo de nuestros zapatos. La escena termina con el protagonista, que regaba también el jardín, tirado por el suelo sufriendo un infarto cardíaco mientras el perro de la familia bebe del agua de la manguera caída que brota como un manantial.


En otro de mis blogs preferidos he leído, hace unos días, un relato muy inquietante de John Cheever,El gusano de la manzana”. El cuento empieza de la siguiente manera:


“Los Crutchman eran tan felices, tan extraordinariamente felices, y tan moderados en todas sus costumbres, y todo lo que les pasaba les parecía tan bien que uno se veía obligado a sospechar la existencia de un gusano en su sonrosada manzana, y a imaginar que el llamativo color de la fruta no tenía otro objeto que esconder la gravedad y la extensión de la enfermedad.”


El narrador no llega a creerse que tal felicidad y perfección puedan ser ni posibles ni verosímiles, por ello trata, a lo largo de todo el relato, de desenmascarar el engaño. Sin embargo, su esfuerzo será en vano y su fracaso rotundo.


Al final no tendrá más remedio que aceptar las evidencias y los hechos: los Crutchman son verdaderamente felices y se aman entre ellos sin dobleces, incluso debe reconocer que el gusano, quizás, se encuentra en el ojo del espectador que no quiere, o no sabe, ver la excelencia, la alegría y la bondad de la vida feliz. ¿Es así?


Hablando de felicidad y de días, en uno de ellos de agosto me quedé solo en una casa ajena, dueño y señor un día y medio escaso, fue el momento más feliz de mis vacaciones asiáticas. Logré convertirme en monje, alguien refugiado en sí mismo y autosuficiente que no necesitaba a nadie. Durante treinta y seis horas me sentí libre y protegido, salvaguardado y lejos del exterior. ¿Protegido de qué?, ¿de quién? De los demás, de la gente feliz y desgraciada, y de las hormigas que devoran los miembros amputados que las personas van perdiendo, sin darse demasiada cuenta de ello, en sus jardines y huertos, en sus alfombras y moquetas. La felicidad es un osario, una colección y una amalgama indescifrable, como las conversaciones de piscina, de ecos y exvotos.


Hace un tiempo yo mismo, en el primer post de esta hemeroteca, recordaba las partes de mi cuerpo que no podía llevarme conmigo y que había de abandonar como ofrendas o tirar en los estupendos contenedores de basura del Ayuntamiento de Barcelona. Si no recuerdo mal eran “los ojos, las manos, el labio superior, los dos testículos y la pierna derecha”.


Cualquiera sabe, o debería saber, que el sexo se encuentra en la cabeza más que en los genitales, pero todo tiene un límite y los cuerpos necesitan, al igual que los cerebros, neuronas y sinapsis, manos que los acaricien y ojos que los miren y yo no tengo nada de todo eso. En esa situación tan penosa cualquiera comprenderá que no disfrute del amor de las mujeres, ni de los hombres, todo el mundo prefiere, yo mismo también, a alguien más entero que en lugar de querer parecer un oso marino simule mejor ser un delfín acrobático y sonriente. No se lo reprocho, nadie precisa a un tullido, alguien raro, vehemente, melancólico y taciturno que se debate en dilemas insolubles sobre si la felicidad es una máquina mental, un plató o una tontería.


Pero los delfines no se pueden pescar en nuestras aguas, están protegidos por leyes que quieren hacernos felices, más parecen un invento de Walt Disney que un animal carnívoro. El que desee a alguien a su lado con la piel plateada, reluciente y brillante, con los ojos grandes y luminosos, saltarín y juguetón, tendrá que contentarse con un bonito del norte que, dicho sea de paso y como su nombre indica, tampoco es feo.


Una de las primeras películas de la historia de la cinematografía, “El regador regado”, que Louis Lumière rodó en 1895, retrataba a un hombre burlado mientras regaba con una manguera un jardín. Era una broma inocente y sencilla, un niño escondido pisaba la goma impidiendo al agua salir. Cuando el regante trataba de averiguar qué sucedía, inspeccionando la manguera por su abertura, el muchacho la liberaba levantando el pie, mojando y empapando de manera imprevista al pobre regante.


En este sencillo cuento encontramos a los tres protagonistas básicos de la caída edénica. El regador es Adán y Eva en uno solo, la manguera es la serpiente, y el niño es Dios. ¿O el orden es otro?


En el Paraíso los árboles sí que son una simple opinión, en cambio, los arroces con pollo y garbanzos, los pezones duros y los divorciados añorados, no.