jueves, 17 de septiembre de 2009

El peletero/El tiempo/Hoy (3 de 5)


26 Noviembre 2008

Uno de ellos al echarse al suelo rebotó en una piedra, debió golpearse y asomó el cuerpo con su cabeza, lo maté yo mismo desde unos sesenta metros.

Inmóvil, tenía ganas de algo que no sabía qué era pero que sabía que no era hambre. Fuera lo que fuese no me bajé los pantalones para hacer eso que me exigía el cuerpo, lo hice así, tal cual, casi porque sí, sin bajarme los pantalones ni los calzoncillos que no sé si llevaba, en ellos hice algo que quería hacer, creo que era necesario, que fue inevitable, lo hice sin dejar de disparar, también era ineludible no dejar de hacerlo, disparaba sin bajarme los pantalones. Las heces resbalaban por mis piernas y se amontonaban encima de mis zapatos con el agua y el fango, el rifle automático humeaba con el calor y la lluvia.

A mis pies empezó a formarse un río, era uno más que buscaba el mar.

El mar.

A lo lejos el mar se hundía justo en el centro de la tierra hundida en sí misma.

La rosa crecía también bajo la tierra cubierta por el manto de musgo empapado por aquella agua que no era la suya. Encima el árbol, sus ramas apuntaban al cielo, era un árbol sin ojos que no me miraba. Los árboles no miran a nadie mientras les crecen las rosas debajo ni tampoco cuando las hojas le roban la luz a Dios.

La rosa se hundía cada vez más y yo quería robársela a la cueva y al río que ella buscaba y que nunca fui yo.

La miré. Tenía los ojos cerrados como un árbol pero solamente estaba muerta de muerte, de un ansia asesina que apenas conocía todavía, era demasiado pronto para ella, aun era temprano. ¿Me amaste?, le pregunté de nuevo, y no me respondió aunque ya no esperaba ni necesitaba que lo hiciera. Al menos no en aquel momento, no cuando se mata.

Ya no podía verla. Se iba precipitadamente, sin agonía, así se murió, sorprendida por morirse y por morirse deprisa.

La rosa abre cavernas en su lecho seco.

La rosa entristece mi deriva viva mientras disparo desde lejos y no puedo ver, porque no soy capaz de mirar el rostro de los míos, ni a mis vivos ni a mis muertos pues no distingo los unos de los otros y casi tampoco distingo los míos de los ajenos excepto porque ambos me matan igual.