lunes, 6 de abril de 2009

El peletero/El Gordo y mi viejo profesor (1 de 4)



24 Enero 2008

Todos me llaman “El Gordo”, me llaman así incluso aquellos que no me conocen, que todavía ni siquiera me han visto y que seguro no desean hacerlo.

Pero alguien fue el primero en apodarme así.

Fue mi viejo profesor.

A partir de entonces todos me llaman “El Gordo”, todos menos ella…

Todos menos Natalia (*). La directora de este balneario de lujo en el que me hallo tratando de mejorar mi salud. Hemos simpatizado y aunque nos llamamos de usted y mantenemos las distancias, conversamos mientras nos tomamos algunas copas de whisky. Con el tiempo uno termina haciendo confesiones y revelando partes escondidas de su intimidad. Eso es lo que inevitablemente ha ocurrido.

En nuestra última conversación me dio a leer una carta privada donde quedaban extrañamente reflejadas ella y buena parte de su vida. He de reconocer que su lectura me trastornó, pocas cosas lo hacen, casi nada perturba mi ánimo, pero esa carta lo hizo y provocó en mí recuerdos trascendentales y muy lejanos. Tenía que recuperarlos, ordenarlos y enfrentarme a ellos de nuevo.

Esa mujer, Natalia, no es nadie. Nadie en el sentido que nadie la llorará si muere o vive, quizás ni siquiera su hijo, y si él lo hace apenas será durante el sepelio y poca cosa más. De allí irá a engrosar la lista interminable de personas sin nombre. Pero…

Pero…

Natalia tiene un “pero”, algo que todavía no sé por qué diablos me afecta.

Quizás solamente sea aburrimiento, quizás no tengo nada mejor que hacer, quizás me esté volviendo viejo o loco y me esté enamorando. ¿Enamorando?, ¿de ella?, no, de ella no, de otra, ¿de quién? De una que no se llama Natalia, claro, de una que se llama de otra manera.

Nuestra última conversación terminó con los dos borrachos, ella muchísimo más que yo, gimoteando y asustada de sí misma. Al final acabó más abatida que dormida en la butaca del salón donde charlábamos, en una postura ridícula y penosa, cabeza echada hacia atrás, boca abierta y brazos colgando, piernas ligeramente separadas, un pie descalzo, el zapato caído, y su falda arrugada y algo subida, ladeada, descolocada y dejando entrever unas bragas verde loro que sin duda no gustarían a nadie, a ningún hombre, y mucho menos a ninguna mujer. Seguro que no lo estaban, pero parecían sucias. El color de esas bragas era la prueba que su cabeza no regía adecuadamente.

Sus manos de dedos largos no habían podido sostener el vaso con los últimos tragos de whisky mezclados con el agua del hielo deshelado. En el suelo se quedó, no se había roto al caérsele y despacio había ido rodando hasta un lugar inadecuado donde cualquiera podía tropezar con él, caerse también y hacerse daño. Si eso sucedía en un balneario de lujo, supuestamente dedicado a la salud y justo al lado precisamente de su directora, totalmente inconsciente a causa de una borrachera y desencajada físicamente, podía suponerle graves y evidentesproblemas.

No fue compasión, ni caridad, creo. Pienso más bien que curiosidad, pero en el fondo tanto da, se salva una vida de la misma manera que se deja perder.

Decidí salvarla.

Me da igual cargar con setenta y cinco kilos de más o de menos. Como si fuera una muñeca de trapo me la monté en el hombro y lo más rápido que pude, después de apartar de una patada el vaso peligroso, me la llevé a mi habitación. La eché en mi cama. Hice una llamada de teléfono, una llamada perdida. Me desvestí y me di un buen baño, mientras ella dormía la mona.

Debía haberla llevado a su habitación, pero se hallaba en la otra ala del edificio y había de pasar por recepción, se hubieran extrañado al verme acarrear a su querida directora como si fuera un simple saco de patatas.

Recuperado, me vestí, y procuré borrar las huellas del alcohol en mi rostro y en mi cerebro. Tomé las llaves de su habitación, y entonces sí. Fui y me llevé ropa limpia de ella. Me costó encontrar un “underwear” digno que no fuera vulgar o de colores de carnaval. Al fin hallé algo blanco, bonito y normal. Ese fue un detalle que me extrañó, su país es de los mejores en diseñar este tipo de prendas, ¿por qué llevaba ella ésas tan mediocres y feas?

Regresé a mi habitación y allí lo deje todo, incluidos cepillos, cremas y colonias. Bajé a cenar, cené y soborné a una camarera para que me subiese lo mismo a la habitación, “tengo más hambre le dije” dándole un billete de cien. Es curioso como estos papelitos impresos con un número convierten tan fácilmente a la gente en esclava.

Me senté a su lado. La observé, roncaba flojito. Esperé. Se había orinado encima. La desvestí de cintura para abajo.

Después de seis horas se despertó. Se hacía tarde, decidí llenar de nuevo la bañera de agua caliente y la deposité dentro. Llevaba el pubis depilado, pero de hacía días. Los pelos ya asomaban, empezaban a dejarse ver, no eran una sombra, y sí la barba mal afeitada de un ferroviario, aquello debía de pinchar más que la cama de un fakir. O ella es así o aún estaba borracha, pero no dijo nada, ni se quejó, ni protestó, ni tampoco pareció sorprenderse de hallarse desnuda y que la metiera dentro de mi bañera como si fuera mi hija. Yo creo que se tranquilizó al notar enseguida que su entrepierna se encontraba en un estado “normal” y que nada fuera de su voluntad o deseo había ocurrido. Aunque no se había dado cuenta que se había orinado, dejando su vestido y mis sábanas con un fuerte olor a meados de gata.

Lo metí todo en una bolsa de basura, igual como hizo una antigua clienta mía con la ropa de su marido al que estaba echando de su casa. Al pobre hombre le hizo más daño las bolsas de basura que la patada en el trasero que le estaba dando su, hasta en aquel momento, querida esposa. Fue una manera clara de hacerle ver que la cosa iba en serio. A los hombres les cuesta entender un “¡vete!”. Al igual que a las mujeres entender un “ven”. Unos y otros siempre van o vienen a destiempo.

Entré en el baño, seguía dentro del agua, me miró sin taparse. ¿Tiene para mucho?, le pregunté. Estaba fumando, ¿de dónde demonios había sacado el cigarrillo?

¿Usted se ha bañado ya?, me preguntó

Sí, hace un buen rato, más de seis horas, le dije.

De acuerdo, así terminaré antes, me respondió con una sonrisa inconveniente y fuera de lugar, y mientras se le caía el cigarro en el agua. Fui a recogerlo para sacarlo cuando me asió por la muñeca.

¡Suelte!, le ordené. Y me soltó.

Afuera, encima de mi cama, tiene ropa limpia y en la mesa algo de comida, le doy una hora, alguien me espera abajo, he de hablar con él. Luego regresaré, y no quiero verla aquí. Haré una pequeña maleta con un par de cosas y me iré.

Guárdeme la habitación, dentro de unos días, no sé cuantos, estaré de vuelta. ¿Me ha entendido?

Sí.

¡Ah!, y no se olvide de ordenar que me cambien las sábanas, se ha meado usted en ellas y las ha manchado, está usted empezando a menstruar, ya lo debe haber notado.

Por último, si necesita algo, algo que sea verdaderamente… vital, llame a este número. No es necesario que diga nada, llame y cuelgue, y tendrá eso que necesita en menos de seis horas.

En el vestíbulo había un hombre esperándome con un automóvil. Estuvimos hablando un rato y haciendo tiempo. Luego regresé a mi habitación, ella ya se había ido. Guardé en mi maleta ese par de cosas y me fui.

Ya era de noche cuando el auto arrancó.

La carretera era comarcal y estaba todo a oscuras. No corras, le dije a mi “chófer”, nunca he tenido prisa y menos ahora. Me recosté en el asiento de atrás y dejé que mis ojos vieran pasar las sombras de los árboles. Puse la calefacción, cerré la música y me ensimismé

Necesitaba recordar a mi viejo profesor.