jueves, 28 de junio de 2012

El Peletero/Licencias de importación


Hemeroteca peletera.

Licencias de importación.

Mi admirado Gregorio Morán dedicó una de sus Sabatinas intempestivas al pintor Balthus, del que dice que “su nombre auténtico parece expresamente indicado para que lo borden sobre terciopelo, Balthazar Klossowski de Rola”.

De su artículo, que escribió en marzo de 1996 a propósito de una muestra antológica de su obra en el Reina Sofía, me gusta especialmente el párrafo final:

“Allá por los cincuenta, dos amigos, el pintor Balthus y el escultor Giacometti, se plantearon una pregunta sobre su obra que era de esas que cuestionan la propia vida. “¿Y si nos estamos equivocando? Debemos ver lo que hacen los otros”. Recorrieron el mundo. “Volvimos consternados”. Siguieron en la vía que habían emprendido”. (“Balthus. Arte y carácter”, Gregorio Morán, La Vanguardia de Barcelona, sábado, 16 de marzo de 1996)

La cuestión viene a cuento de la limpieza de papeles y documentos que estoy llevando a cabo, las mudanzas siempre obligan a ese barrido, a llegar al fondo de los armarios y los cajones, a encontrarse con tarjetas de visita extrañas, números de teléfono anotados en esquinas de papeles en los que no consta el nombre y a los que no te atreves a llamar.

Sin embargo, mucho más interesantes que las vidas secretas de las personas lo son las licencias de importación que se presentaban al ministerio de comercio para que diera su visto bueno, los portes, los fletes, los aranceles que se debían pagar por comerciar con otros países y la lucha con las aduanas para que sus burócratas, los “vistas”, hicieran el trabajo rápido y con diligencia. Ya sé que defender el libre comercio no está muy bien visto para los espíritus puritanos y progresistas, pero a estas alturas poco me importa el progreso del que hacen gala, el comercio, el amor libre, las almas cándidas o los peajes que en algunas autopistas te obligan a pagar. No tengo automóvil ni circulo en bicicleta; el tiempo transcurre de otra manera por los ojos de los que caminamos poniendo un pie delante de otro que para esos funcionarios, meros esbirros asustados, simples esclavos que viven también del dinero que roban sus amos.

Uno de los transportes públicos de más éxito en la actualidad no es el tren de alta velocidad, lo son los miles de autocares que por precios mucho más baratos atraviesan la península de punta a punta. Barcelona, para muchos, continúa estando a ocho horas de Madrid y tres paradas.

En la Edad Media se pagaban peajes y aranceles en la entrada de cada ciudad o pueblo, las mercancías multiplicaban varias veces su valor hasta llegar a su destino final; trasladar moneda era más caro que la moneda que se transportaba. En el siglo IV el Imperio romano obligó a los hijos de los artesanos a heredar el oficio de sus padres y a los campesinos a permanecer atados a la tierra para evitar su huida, preferían someterse a un gran señor que al Emperador representado por sus eunucos, era peor el segundo que el primero. A principios de los noventa del siglo pasado no había aseguradoras que emitieran pólizas para las mercancías con origen o destino a la ex Unión Soviética, todo era un campo de juego de la mafia rusa.

Los funcionarios del NSDAP robaban a espuertas el patrimonio de los judíos y de sus opositores políticos. Los milicianos anarquistas que se enseñorearon de las calles de Barcelona se metían en los bolsillos las cuberterías de plata de los burgueses que fusilaban.

Es imposible hacer una relación precisa y exhaustiva de la infamia que sea algo más que una sucesión de cuentos borgianos escritos para aspirantes a ser escritores borgianos. No habría papel en el mundo para una descripción detallada, una simple lista como la guía telefónica.

En Rusia tienen una idea vaga de los muertos por causa de Stalin, en China se marean cuando han de calcular los fallecidos como consecuencia de la Revolución Cultural. En América nadie sabe cuantos indígenas han muerto después y por causa de Colón, pero es un dato relevante saber que Cortés no venció solo al Imperio Azteca, obtuvo la inestimable ayuda de todos los pueblos sometidos por ellos. Nadie ha podido calcular la sangre que se derramaba desde la cima de sus pirámides.

Todavía recuerdo un reportaje sobre el tráfico de esclavos en el que se entrevistaba a un grupo de turistas afroamericanos que habían viajado hasta Dakar y otras poblaciones africanas para conocer sus orígenes. En el reportaje se los veía llorar estupefacta y desconsoladamente al descubrir y saber que en el tráfico siniestro de personas también habían colaborado, como secundarios bien predispuestos, africanos de raza negra.

El yerno de una amiga trabaja para una buena empresa, representa sus intereses en África viajando por todo el continente tratando de vender sus productos. Mi amiga me dice que me vaya, que me marche, que me largue es su exacta expresión, que allí está todo por hacer, que es un mundo apasionante lleno de oportunidades, que la gente es alegre aunque algo perezosa, que las mujeres son guapas y que las carreteras están a medio construir o terminadas gracias a los chinos y su método de la “huella cero”, que consiste en llevarlo todo de China, personas y materiales, obreros, ingenieros, cocineros y prostitutas, cemento, alquitrán, grúas, comida, agua y preservativos, todo chino. Y que cuando se van, después de haber cobrado por anticipado, no dejan ni rastro, nadie podría saber nunca que allí han estado unos cientos de ciudadanos chinos trabajando durante algunos meses construyendo una carretera.

Gibbon se equivocó en su famoso libro, la decadencia empezó después de las guerras púnicas, no a la muerte de Marco Aurelio.

Después de Aníbal el ciudadano romano no pudo ser soldado y campesino al mismo tiempo, debía combatir demasiado lejos de casa, no llegaba a tiempo para la cosecha. Después de la disputa con Cartago se acaba el buen ejemplo que es sustituido por la codicia desaforada de una gente envilecida. El saqueo voraz y despiadado que se somete a las nuevas posesiones es compensado solamente con migajas, simple calderilla, un aumento miserable, pero suficiente según parece, de la “anona”, el pan gratis que se repartía a la plebe, una especie de “estado del bienestar” primitivo que garantizaba que ningún elector moriría de inanición y votaría al Tribuno debido. Pan gratis que provenía de los campos de trigo que cultivaban miles de esclavos.

Siempre me ha intrigado, y seducido en su profundo cinismo, la institución secular del cliente, una prehistórica manera, pero todavía vigente, de justicia social. La corrupción moderna no contempla la responsabilidad pública del reparto del botín, la complicidad de las partes, la exigencia de una tribu que dé el soporte y la cobertura necesarios al conjunto de corruptos que colaboran juntos, la excusa del grupo. El clientelismo, en cambio, sí permite una redistribución de la riqueza entre los afines a partir del robo y la extorsión de los rivales, algunos consideran que es la mejor ley fiscal que se pueda elaborar y que, sin el laste de la burocracia legal, permite una eficaz redistribución de la riqueza. Media España vive todavía de ello, en las grandes ciudades, pero sobre todo en los pueblos pequeños.

Un viejo conocido de Madrid, un antiguo peletero, que había sido condenado a muerte por el franquismo y que vivió un par de años encarcelado esperando que cualquier día lo llamaran para ser fusilado, cuando lo indultaron y pudo salir de la cárcel después de cumplir la condena, acostumbraba, una vez repuesto anímica y económicamente del horror, a ir a su pueblo natal a tomarse un café en la plaza principal, a la vista de todos. Iba solo o con su mujer, quería que todos lo vieran. Aquellos antiguos convecinos que lo habían denunciado contemplaban cómo se tomaba un simple café que pagaba con un billete de mil pesetas que sacaba de un fajo en el que había un millón y que depositaba encima de la pequeña mesa del bar. Del montón de billetes que todos contemplaban con unos ojos como platos, sacaba uno y con él pagaba, esperaba la vuelta y no daba propina. Se levantaba, se subía a su coche y se largaba, no se iba, se largaba para volver al cabo de unos meses y repetir la misma escena.

Mi barrio son unas Naciones Unidas reales, no imaginarias, por cada diez personas que veo pasar, exagerando muy poco, sólo una es catalana o española. Ayer me fijé en un grupo de adolescentes filipinas que paseaban juntas, era domingo y estaban contentas y bromeaban las unas con las otras, me recordaron, una vez más, a mi madre y a mis tías como si yo, fuera de las fotografías que conservo de ellas, las hubiera conocido de jovencitas. Esas muchachas filipinas eran su vivo retrato, una imagen llena de encanto y alegría, en cambio, sus equivalentes indígenas no tienen ya nada que ver, las adolescentes de aquí son otra cosa, no sé qué, pero algo completamente distinto y algo que no sé reconocer. Igual que las familias, a los matrimonios filipinos se los ve alegres, esperanzados, sin embargo, las parejas españolas con hijos hacen mala cara, igual que si estuvieran permanentemente estreñidos o algo muchísimo peor: ellos, los hombres, preocupados como si debieran mucho dinero a alguien y no supieran cómo podrán pagarlo, y ellas, las mujeres, al revés, como si alguien les debiera una cantidad exorbitante de dinero y no supieran cuándo van cobrar o si van a cobrar siquiera algún día. ¿Y los niños? Los niños en medio, como siempre.

Creo que me estoy haciendo viejo y ya sólo sé escribir panfletos como el presente, ¿qué demonios puedo hacer yo en África aparte de casarme con alguna somalí joven, solícita y guapa que me abanique?, ¿pintar como lo hacía Barceló en Mali?, ¿convertirme sin dinero en marchan de arte africano?, ¿enseñar catalán?, ¿dar clases de pintura barroca europea a las nuevas élites africanas?, ¿intentar devolver a la vida los niños soldado?

¿Convertirme en cliente de alguien poderoso y corrupto?

¿O dejar que me maten en alguna esquina de Nairobi?

Creo que seguiré, de momento, con mi mudanza, luego ya veremos.