lunes, 25 de agosto de 2008

El peletero/Una vida difícil



22 Noviembre 2006

Lo difícil fue llegar. Hasta dos veces nos dejó tirados aquel trasto ruinoso. Una, fueron los amortiguadores, la otra, la correa de no sé qué. Por suerte no llovió, ni se nos reventó ninguna rueda. A la chica le gustaba hablar. ¿Quieres que te cuente mi vida?, me preguntaba riéndose. Salía poco del automóvil, para estirar las piernas, orinar o cambiarse las compresas. Incluso en más de una ocasión, tuve que servirle la comida dentro del automóvil como en las películas americanas, llenándolo todo de migas y de aceite. La chica nunca se quejó. Al cabo de un par de días aquello apestaba. No paraba de masticar unos chicles multicolores y con sabor a frutas. Los dos olíamos mal pero yo no menstruaba y ella sí. Aquella sangre era joven, potente, dura y negra. Sin lugar a dudas manaba de dentro. Después de recorrer su cuerpo y atravesar su corazón, salía muerta y cansada. Es curioso, a mi tampoco se me ocurrió quejarme.

Yo le estaba haciendo un favor a un antiguo amigo que se encontraba enfermo y aunque había prometido pagarme los gastos, era sin duda un favor. Tenía que llevarle a su hija adolescente. Recogerla en el internado, más o menos cerca de donde yo vivía, atravesar el país entero y entregársela a él, su padre.

Se divertía sola, contándose y contándome una vida que no había vivido. Yo no la escuchaba. El paisaje era llano y el ruido del motor sospechoso. El volante temblaba y las ruedas chirriaban al girar. Como yo no quería gastar mucho dinero buscábamos moteles baratos. Pero una noche no encontramos ninguno; tuvimos que salir de la carretera, no quería exponerme a que nadie nos viese allí, solos y desamparados. Escondí el automóvil lo mejor que pude tras unos árboles y un muro medio en pie. Saqué un hornillo y me calenté una sopa preparada, ella prefirió comer frío y se durmió enseguida. Yo miraba la carretera, allí a lo lejos, o la miraba a ella tumbada en el asiento de atrás, durmiendo feliz con sus labios húmedos y su pelo revuelto. Algún que otro bicho se acercó y sin dejarse ver nos olió y se fue refunfuñando. Por la mañana, antes que los pájaros cantasen, yo ya me había levantado, ella seguía durmiendo. Aproveché su silencio para dejarme ir. Fue un momento dulce, incluso el motor parecía sonar bien.

No paraba de hablar, lo hago para que no te duermas, me decía. Flaca, de cabellos negros, largos y lacios. Labios anchos, ojos grandes, todo aun por formar, a medio hacer. Los dedos de sus pies eran casi tan largos como los de sus manos, huesudos y blancos. No era fea ni bonita, tenía unas piernas largas y vestía unos shorts demasiado pequeños, toda ella lo era, larga, casi delgada, aunque sólida; huesos duros y grandes, fuertes rodillas. Como su rostro, un perfecto ángulo de noventa grados. Cejas negras, pobladas, grandes pómulos y grandes dientes. Una magnífica cadera y una mejor espalda y dos pechos pequeños pero visibles. Vestida y pintada de mujer daría el suficiente miedo como para enamorarse de ella.

Me miraba y me sonreía. Afirmaba con su extravagante sentido del humor que recordaba incluso el parto de su madre. Su vida tenía quince años de longitud, decía, exactamente su edad. Al lado de mis cincuenta mal llevados, sus quince hacían mala pareja. Yo no entendía lo que decía a pesar de usar ambos el mismo idioma. Nuestra diferencia de edad era insoslayable. Pero ella no parecía darse cuenta, me trataba con una confianza y con una falta de distancia que yo no sabía como interpretar.

Después del divorcio, la madre se había quedado con la pequeña y mi amigo se había ido a vivir lejos de las dos. A la niña no le faltó nunca nada, pero la veía poco, dos veces al año, no más. Ahora la madre había muerto, y a él no se le había ocurrido otra cosa que internarla en un colegio, no se atrevió a traérsela consigo. Prefirió seguir manteniéndola alejada de sí, al menos la mayor parte del año. Cuando llegaban las vacaciones la iba a buscar y pasaban un mes juntos; cuando el hielo entre los dos empezaba a fundirse y volvían a tomarse confianza, ya era hora de regresar. Mi amigo, además de enfermo, no tenía ni muchos medios, ni tampoco muchas amistades para pedirles el favor. Ingresado ahora en un hospital sólo lo visitaba la señora que le limpiaba la casa una vez por semana. Su hija tal vez hubiera podido venir sola, no era tan pequeña, pero… pasan tantas cosas que no se atrevió.

Él y yo hacía tiempo que no nos habíamos visto, alguna que otra llamada, también alguna visita cuando él venía para ver a su hija y las consabidas felicitaciones de Navidad. No mucho, pero no había más, por eso decidió que fuera yo el correo. Le dije que sí aunque mis medios estaban peor que los suyos. Mi amigo aun podía mantener a su hija, yo en cambio a duras penas conseguía llegar a fin de mes a pesar incluso de vivir solo y sin nadie a mi cargo.

Me la entregó una monja simpática y de aspecto bondadoso. Ahí la tiene, me dijo, señalando hacia un rincón. Allí estaba, sentada en una silla con una pequeña maleta a su lado. Cuando se levantó para ponerse en pie me asusté. Demasiado alta para una piel tan blanca, pensé. Me dio un par de besos y me sonrió lo justo y raro, pero se partió de risa cuando vio mi automóvil. Vaya, al menos no es una llorona, me dije.

Tardamos cinco días en llegar, mi auto no podía ir muy deprisa y perdimos uno entero por culpa de las averías y también otro más cuando pasamos cerca de aquel parque de atracciones de moda. Se encaprichó en ir. Yo tengo miedo a esas cosas que suben y luego caen como piedras contigo dentro. Me la miraba desde fuera como se divertía y gritaba de contenta. Me dio envidia verla tan alegre. Se hizo amiga de unos muchachos bastante mayores que ella, no sé, pero no me fié y se los saqué de encima. Cansada y colgada de mi brazo nos fuimos a buscar una habitación donde pasar la noche. Con aquella parada me había gastado demasiado dinero, aunque en el fondo yo también estaba contento, no tenía hijos y nunca había hecho algo parecido con una niña, llevarla de paseo, dejar que se divirtiera y comprarle helados. Bien, en realidad ya no era una niña, era casi una mujer. No sabía como debía mirarla. Yo no era su padre y no lo había sido nunca de nadie.

Llegamos a la casa de mi amigo. Una vecina nos dio las llaves y entramos. Dejamos las maletas y nos fuimos enseguida al hospital.

Mi amigo, nada más verme me tiró el libro que estaba leyendo por la cabeza, ¿Por qué has tardado tanto?, me preguntó enfadado. Le conté el viaje mientras su hija se recostaba a su lado cariñosa, parecía que se hubieran visto ayer, y no hace un año. Me extrañó esta confianza y esta ternura tan súbita, incluso a su propio padre se le veía incómodo. Yo también lo estaba. Abrazada a él, tenía medio cuerpo dentro de la cama.

Mi amigo estaba muy enfadado por mi torpeza en venir por carretera con mi viejo auto. Estaba enfadado y también estaba muy enfermo, no duraría demasiado, meses, tal vez otro año. Y yo me iba mañana, tenía cosas que atender en mi trabajo mal pagado y una avería en mi cocina que debía reparar. Llevaría el coche al desguace y regresaría en tren.

Nos alojamos en casa de mi amigo. Aquella noche no dormí demasiado bien. Por la mañana vino la señora que limpiaba, y a partir de ahora ella se haría cargo de la niña. Ella la llevaría y ella la recogería, hasta que su padre saliera del hospital. Cuando nos despedimos me dio un sonoro beso en la mejilla, yo ni se lo devolví, estaba atontado. Cuando llegué abajo, a la calle, la muchacha estaba en el balcón diciéndome adiós con la mano.

Vendí el automóvil en un desguace y de allí me fui directo a la estación. En el vagón del tren se sentó a mi lado una jovencita que pensé que se le parecía, pero no se le parecía en nada, ni olía como ella. Lástima. ¿Lástima? En la próxima estación me apeé. No sabía ni donde estaba, ni si quería irme a casa. Estuve todo el resto del día y toda la noche dudando, sentado en un banco de madera, mirando las vías que sólo iluminaba una bombilla solitaria colgada muy alta. Cuando me decidí ya era el día siguiente.