martes, 30 de junio de 2009

El peletero/Glosas: Conversaciones con una lagartija (5)


27 Junio 2008

8 de mayo

Hoy me has preguntado por el amor. Temía que algún día me harías esa pregunta. ¿Qué quieres saber de él?, ¿qué es?, No lo sé, lagartija, no sé qué es, nunca he sabido nada de él. Nadie sabe nada excepto algunos médicos y poetas que dicen que saben, pero que tampoco saben más que yo que no sé nada.

“Pero tú siempre hablas del amor”, has insistido.

Me he callado.

Cuando callo también lo haces tú, te recolocas en paralelo conmigo y callas. Callamos los dos. La calle es gris, tú eres de un verde pálido y mi color sonrosado de vainilla con fresas no gusta a todo el mundo.

Pero hoy me has pedido música y he pensado en Pasolini, uno de mis héroes obsesivos, uno de esos filósofos de cabecera y que también tenía cara de lagarto, mejor dicho, de cocodrilo macho. Y al pensar en él he pensado en el concierto que celebró en Colonia Keith Jarrett, el 24 de enero de 1975. La primera parte la usó Nanni Moretti para musicar el fragmento de su “Caro Diario” dedicado a Pasolini. Ese antológico paseo en vespa por las playas de Ostia.

Todo eso viene a cuento porque he terminado pensando en la muerte. Siempre que pienso en el amor acabo dentro de un ataúd o tirado en alguna playa sucia como Pasolini, asesinado en esa fea Ostia, en Castelldefels o en Mozambique, mezclada mi vainilla con chocolate.

Al hablar así he tenido la sensación que comprendías mis palabras, lo haces cuando callas. Nos entendemos cuando callamos porque sé que tu silencio y el mío no es nunca un adiós.

La calle continuaba estando gris y no terminaba de llover.

Al cabo de un buen rato me has preguntado: ¿La muerte es lo mismo que el amor? Y yo, a mi vez, he querido conocer: ¿qué sabes tú de la muerte, lagartija? Nada, me has respondido, tampoco sé que es la muerte, sólo sé qué son los muertos.

¿Y qué son?, te he preguntado. Carne, me has respondido. Exactamente igual que los enamorados, también son carne, te he contestado.

Entonces te he leído otro poema de Bertold Brecht, que dice así:

Cuando en la blanca habitación del Hospital de la Charité
desperté hacia el amanecer
y oí el mirlo, lo tuve
aún más claro. Ya hace mucho tiempo
que no temía a la muerte, pues nada
puede faltarme si yo
mismo falto. Ahora
también he logrado alegrarme con todos
los mirlos que cantarán cuando yo no esté.

(Cuando en la blanca habitación del Hospital de la Charité, Bertold Brecht, traducción de José Muñoz Millanes)

¿Un hospital es un balneario?, me has preguntado.

Ha empezado a llover.

La calle ha dejado de ser gris para convertirse en una ola azul imbatible con el fondo negro y las puntas verdes y blancas. Has dado un salto asustado al ver tanta agua pasar por delante de la puerta de mi tienda sin llegarnos a salpicar, mientras, no paraba de sonar el piano del señor Jarrett.

¿Te gusta ver llover, lagartija?

Sí, pero me asusta ese fondo negro del agua, me has contestado.

Es verdad, a mí también.

30 Junio 2008

lunes, 29 de junio de 2009

El peletero/Glosas: Conversaciones con una lagartija (4)



25 Junio 2008

5 de mayo

Siempre me adviertes que no tienes memoria, que olvidas fácilmente las cosas, los hechos y los seres con los que te encuentras. Que vienes a mi casa por alguna razón que desconoces, y que no me preocupe. Incluso balbuceas alguna palabra de catalán y me dices sin sonreír, los reptiles nunca sonreís, que no “m’amoïni”, te gusta esta expresión catalana, “amoïnar-se”, que no se puede traducir exactamente por “preocuparse”, es más bien algo así como quitar el sueño. Yo no lo hago, no “m’amoïno”, pero me sabe mal que no recuerdes apenas nada, me respondes que esa es una circunstancia natural en los reptiles, aunque a mí, ya lo sabes, me importa un higo la naturalidad de las cosas. Me dices también que los humanos siempre hablamos de “ese cerebro de reptil” como sinónimo de instintos bajos o cosas peores, comportamientos robotizados. Te pregunto si te ofenden tales expresiones y me respondes que no te acuerdas. Yo me río, pero me entristezco. No sé si los reptiles tenéis sentido del humor o simplemente respiráis así. ¿Cómo?, preguntas. Con ironía, te respondo. Y entonces mueves la cola y algo la cabeza, sacas la lengua y parpadeas. Creo que esta es tu manera de reír. Entonces soy feliz, no sé si tú también, pero yo al verte mover me siento feliz. Entonces me preguntas por el Gordo, y yo te respondo que mis cuatro lectoras, pues no tengo más de cuatro, aunque son las mejores, ya deben de estar un poco cansadas de tanta carne mal colocada, de tanto Gordo, de su sarcasmo, y de sus aventuras tan tristes con las mujeres que se encuentra. Y tú respondes que te importa poco lo que puedan pensar mis lectoras, entre otras cosas porque ignoras qué es eso, una lectora. Al hablarme así pienso que a mí me sucede algo parecido, pues yo también ignoro, en este caso, lo que es un lector, masculino quiero decir, y eso me lleva a preguntas que no tienen respuesta.

He de explicarte, porque insistes en saberlo, que Brigitte y Natalia han sido las dos únicas mujeres que han pedido ayuda a mi protagonista, a esa bola de grasa, y que le han aceptado tal y como es, aunque ambas lo han hecho de maneras distintas y con resultados también diferentes. Eso desconcierta a El Gordo que nunca ha sido querido por nadie excepto por su dinero, claro. Ellas dos son las únicas.

Es cierto, el alma de Brigitte es igual que su cuerpo, generosa, amplia, almohadillada, es una Venus prehistórica, es una cueva telúrica vuelta del revés como un calcetín, sus volúmenes son escondites y la oscuridad que en ellos hay son antorchas.

Pero ya deberías saber que toda moneda, tiene dos caras. El Gordo ya sabe que está muerto, y que se sepa, los muertos no resucitan. Aunque tú, con un sentido del humor curioso o casual, me hablas de las colas de lagartija, que vuelven a crecer y que los pedazos cortados parecen tener tanta vida como los gallos degollados.

27 Junio 2008

sábado, 27 de junio de 2009

El peletero/Glosas: Conversaciones con una lagartija (3)



23 Junio 2008



25 de abril

Esta tarde ha llovido mientras todavía soleaba. Las gotas parecían caer del mismo mar y en algún lugar debe de haberse dibujado el Arco de San Martín, ése que en castellano los españoles llaman “iris” con escasa imaginación pues lo evidente no puede ser bautizado con lo obvio.

Por aquí decimos también que cuando llueve y el sol sigue brillando las brujas se peinan, y yo conozco a más de una que tiene los cabellos tan largos que necesitan cardarse cada dos por tres. Sus poderes de bruja, conectados con el cosmos y las iridiscencias de los arcos de luz, las magnetizan y las erizan con aquel estilo tan peculiar y genuino que aquí llamábamos “afro” y que una hermosa y guapa terrorista, Angela Davis, popularizó.

Sabía que vendrías aunque te asuste ver llover, pero entre mis piernas te sientes protegido. Tú eres un ser pequeño, aunque algunos de tu especie son gigantes como los viejos cocodrilos del Serengueti, cuyas hembras se caracterizan, como ya sabemos, por su poco romanticismo, aunque tienen un poco más que el de las mismas hembras humanas que presumen de mucho. A mí me ocurre igual, soy pequeño entre los humanos, y la perspectiva que tengo de los demás me procura vistas no siempre deseables. ¿Quién se fija en las fosas nasales?, ¿quién atiende esa oscuridad, muchas veces peluda?

Un día te contaré algunas anécdotas de bellas mujeres que olvidaron depilarse esos pozos negros.

Los saurios no tenéis pelos y eso siempre es una desventaja según como se mire, porque ninguno de vosotros tendrá la suerte de ser “el marido de la peluquera”. Pero sí veo que os vence la sed y el hambre, como ahora que bebes sediento de un pequeño charco de agua de lluvia, vigilante por si alguna rata te acecha. No te preocupes, yo vigilo por ti, antes debería vencerme y te aseguro que conozco a más de una y sus armas, sé como luchan. Les puede también el hambre, como a todos, pero las ratas tienen sentido común, son buenas huidoras.

¿Tienes tú de eso?, ¿sentido común?, creo que sí, si no no me preguntarías estas cosas que preguntas.

A propósito de aguas y de aguadores, quieres saber si “El Aguador” es un personaje, no, no lo es, no es ningún personaje. No necesita serlo, ni tampoco necesita el texto una continuación, aunque la pueda tener, no es necesario. Puede ser el retazo de unas memorias, o las cuatro piedras de unas ruinas medio mal o bien conservadas.

Los textos literarios también pueden convertirse en arquitecturas devastadas y faltarles una pared, un techo, mojarse cuando llueve, y continuar teniendo coherencia, y los del Aguador parecen los restos de una iglesia románica en mitad de un prado.

Las películas y los textos en general (pues todo es literatura y narración) siempre deben incluir una voz en off (un narrador ajeno), una canción y una escena onírica. Y nunca hay que concluir el cuento excepto con la muerte. Esas condiciones no siempre las podemos cumplir, pero es conveniente intentarlo. Y, nunca debemos olvidar el correspondiente dilema moral, alrededor de él debe articularse todo el texto.

¿Estás de acuerdo conmigo?

25 Junio 2008

viernes, 26 de junio de 2009

El peletero/Glosas: Conversaciones con una lagartija (2)



22 Junio 2008


8 de abril

Hace unos pocos días, mi querida lagartija, me preguntabas por esa fijación humana en la descripción onírica y poética del paisaje. Ese querer ver bondades en algo que siempre es hostil a la vida y no es en ningún caso ni tu madre protectora ni tu amante ardorosa. Ni tampoco un padre que te guíe y te enseñe con su ejemplo, sin sermones y solamente con su saber estar.

Yo quise hablarte de poesía y te leí un texto mío que canta los pechos de las hembras humanas. Me escuchabas con atención, siempre has sido un saurio respetuoso y curioso. No entendiste nada de ese canto, no cabe en tu sensibilidad que un varón de mi especie pueda considerar seriamente que entre los pechos de una mujer se puedan albergar sus sueños, y su sexo sureño atesore más poder que la amapola “Papaver somníferum”, conocida popularmente como opio.

Te intriga esa capacidad humana para convertir en palabras las ilusiones, tú que solamente sueñas colores y algún que otro olor disperso en el aire, olores de amenazas y necesidades, aromas de futuros cortos como esos perfumes de verano.

Mis malos poemas de amor no sirven de gran cosa a una lagartija, por eso te leí uno de Bertolt Brecht, no sin antes preguntarte si en alguna ocasión te habías encaramado, trepado, a algún árbol, me respondiste lo que ya debía suponer, que no te acordabas, pero añadiste que dicho así parecía tan peligroso como tentador. Lo dijiste sin inmutarte, como casi todo lo que dices, entonces yo te respondí que tu respuesta era poesía, ¿el qué?, ¿mi respuesta es poesía?, preguntaste sin entender el sentido de mi afirmación. El coraje que en ella hay, añadí. Al oírme te quedaste en ese silencio meditabundo tuyo que tanto me gusta.

Escucha te dije. Y te leí el poema de Brecht.

1

Cuando salgáis del agua, ya a la caída de la tarde
-y estéis desnudos, sintiendo la piel tan suave-
trepad a los grandes árboles
al soplo de la brisa, contra el cielo pálido.
Buscad árboles grandes que en el crepúsculo
mezan sus negras cimas lentamente.
Y esperad la noche entre el follaje
donde revolotean apariciones y murciélagos.

2

Las ásperas hojitas de los matorrales
os arañarán la espalda, al apretarla con fuerza
para subir trepando entre las ramas
casi sin aliento. ¡Es tan hermoso
mecerse sobre un árbol!
¡Pero no os deis impulso con las rodillas!
Tenéis que ser al árbol lo mismo que su cima:
lleva un siglo meciéndola en cada atardecer.

(Del trepar a los árboles, Bertold Brecht, traducción de José Muñoz Millanes)

Moviste la cola un par de veces y te quedaste mudo.

Yo también permanecí en silencio, sentado en mi silla de madera, que un tiempo después rompió una amiga gordita y apasionada.

Ambos nos quedamos uno al lado del otro el resto del día.

Cuando vimos oscurecer nos miramos, y yo recordé cosas y tú cambiaste de baldosa.

Se hizo tarde y terminó por anochecer.

Te miré de nuevo y ya te habías ido.

23 Junio 2008

jueves, 25 de junio de 2009

El peletero/Glosas: Conversaciones con una lagartija (1)



21 Junio 2008

Glosa.
(Del griego λώσσα)
Explicación o comentario de un texto oscuro o difícil de entender.

Conversación.
(Del lat. conversatĭo, -ōnis).
Acción y efecto de hablar familiarmente una o varias personas con otra u otras. Concurrencia o compañía. Comunicación y trato carnal, amancebamiento. Habitación o morada.

Lagartija
(Del lat. Lacerta lepida).
Reptil saurio de la familia de los lacértidos, con el dorso cubierto de escamas, cola larga y cónica y cuatro patas cortas.


________________________________________

26 de febrero

De una baldosa de la pared saltaste a otra del suelo sin poderte ver en el salto.

Miré antes y después, y advertí sorprendido que te habías ido sin haberte visto llegar.

De una a otra pasaste sin estar entre las dos.

Te mueves rápido y siempre que te miro te veo quieto y laso, como un palo alto y raso.

Eres un saurio, un superviviente nato.

Verde gris con rayas oscuras en el lomo que parecen signos, quizás cuneiformes o pre chinos o pre algo.

Tus patas te salen de los lados del cuerpo como a todos los reptiles y no de debajo, como a todos los mamíferos. Caminas moviendo el cuerpo en una “S” tumbada, paralela a la tierra, barriéndola, como siempre han hecho los tuyos, excepto los “dinos”, y los peces que os precedieron, y no como los mamíferos que se mueven transversales, perpendiculares al suelo siguiendo la forma de una “M” levantada. Romana.

Pares huevos si eres hembra y no necesitas del macho para cuidarlos, aunque tu memoria corta apenas alcanza un par de semanas atrasadas, así que no conoces la orfandad pues casi no sabes qué es la maternidad. Y si lo sabes se te olvida pronto. En ti, sin embargo, debe de haber un afecto extraño, una cierta propensión hacia mí por tu repetido regreso. Un día que no querías darle importancia a tu visita pusiste el pretexto de que en mi tienda, al estar a pie de calle, disponías de abundantes insectos, y que esa era tu dieta básica. En cambio, otro día que quisiste medio piropearme me hablaste de los atractores como si fueras un experto en física y astronomía, y dijiste que hay personas que lo son. Yo no te pregunté más al ver que tú tampoco querías decir más y al darme cuenta que ya habías dicho suficiente.

Utilizas un lenguaje difícil, no tanto por el idioma reptiliano, sino por el bajo volumen de tus palabras, eres tan pequeño que el sonido apenas se eleva algo más que lo que sobresale tu cuerpo del suelo, que es casi de casi nada, ¿media pulgada? Más o menos. Así que he de esforzarme en escucharte y oír bien tus palabras no sea que con el ruido de la calle y con el de mis propios pensamientos no pueda comprender lo que me dices.

A mí me gustaría conocer de ti, y aunque te hable como si fueras varón todavía no sé siquiera si eres macho o hembra, pero sí que eres un entrometido, un curioso y no paras de preguntarme cosas de mí y sobre esas tonterías que escribo. Siempre eres pertinente y me haces reflexionar en voz alta, aunque a veces tus preguntas me hacen daño al obligarme a recordar situaciones y personas que ya no están en mi vida, aunque algunas de ellas sigan hallándose, gracias a Dios, en este mundo, o en el otro.

Gracias por venir y hacerme compañía.

martes, 23 de junio de 2009

El peletero/La poesía horizontal/Els teus pits

19 Junio 2008

Quan el poeta canta és millor emmudir i escoltar. Com quan em mira el pare.

Mut.

Llavors només cal parar l’orella i no perdre de vista el paisatge i l’alenar dels camps, els puigs i els pujols. I pensar que en les serralades dels teus pits viuen els meus somnis, ells i els teus mugrons son els meus senyors. Més al sud, Venus es la meva adormidora.

(El peletero, “Els teus pits”, abril de 2007-abril de 2008 )




Cuando el poeta canta es mejor enmudecer y escuchar, como cuando papá me mira.

Mudo.

Entonces sólo es necesario atender y no perder de vista el paisaje y el respirar de los campos, los montes y las lomas. Y pensar que en las cordilleras de tus pechos viven mis sueños, ellos y tus pezones son mis dueños. Más al sur, Venus es mi adormidera.

(El peletero, “Tus pechos”, abril de 2007- abril de 2008)




Els aixecaves per a mi.

















(Fotografía de la colección privada de “El peletero”)

I també per a tu, només per veurem alçar, hissar-me i somriure.

Això és el que volies de mi, deies somrient que era això el que volies veure en mi, això és el que em deies i això és el que després veies, deies.

Això trobaves i això et donava, això aconseguies i tenies. Tenies tot el que esperaves i em demanaves de mi, tot ho tenies, de mi.

I així em veies, em veies ascendir i trepar, travessar i barrinar, penetrar fins allà, fins allí. Mentre m’enfilava m’impulsava i mentre m’impulsava m’encimbellava en tu.

Em veies venir i em veies coronar. Veies tot això al mirar-me i al veurem ascendir em veies arribar. Mentre esperaves em veies somriure al veurem acabar.

M’esperaves acabar i somrient veies que al arribar me’n anava, me’n anava al guanyar, me’n anava al anar-me’n i també al concloure me’n anava.

Me’n anava al somriure i al anar-me’n venies amb mi, te’n anaves amb mi. Te’n anaves al somriure, te’n anaves al veurem somriure.

Els aixecaves per a mi.

I somreies per a mi.

Per a mi venies i per a mi te’n anaves.

Això em deies després, després d’això.

Després de venir i després d’anar-te’n.

Això recordo mentre me’n anava i te’n anaves tu.

Mentre m’enlairava.
Mentre somreia.

Anant-me’n.




Los levantabas para mí.

Y también para ti, solamente para verme alzar, levantar y sonreír.

Eso es lo que querías de mí, decías sonriente que era eso lo que querías ver en mí, eso es lo que me decías y eso es lo que después veías, decías.

Eso encontrabas y eso te daba, eso conseguías y tenías. Tenías todo lo que esperabas y pedías de mí, todo lo tenías, de mí.

Y así me veías, me veías ascender y trepar, atravesar y barrenar, penetrar hasta allá, hasta allí. Mientras me empinaba me impulsaba y mientras me impulsaba me encaramaba en ti.

Me veías venir y me veías coronar. Veías todo eso al mirarme y al verme ascender me veías llegar. Mientras esperabas me veías sonreír al verme terminar.

Me esperabas terminar y sonriendo veías que al llegar me iba, me iba al ganar, me iba al irme y también al concluir me iba.

Me iba al sonreír y al irme venías conmigo, te ibas conmigo. Te ibas al sonreír, te ibas al verme sonreír.

Los levantabas para mí.

Y sonreías para mí.

Por mí venías y por mí te ibas.

Eso decías después, después de eso.

Después de venir y después de irte.

Eso recuerdo mientras me iba y te ibas tú.

Mientras me elevaba.

Mientras sonreía.

Yéndome.

lunes, 22 de junio de 2009

El peletero/La poesía horizontal/El bes

17 Junio 2008

Quan el poeta canta és millor emmudir i escoltar, com quan em mira el pare.

Mut.

Hi havia dies que es miraven, a la seva manera, de la millor manera que sabien, d’aquella que enamora, d’aquella que es maca de mirar i contemplar.

I jo, que encara era un nen, mirava cóm es miraven, i al mirar-los mirar-se em veia a mi mirant.

Anys més tard vaig haver també de mirar i deixar que em miressin.

Em va demanar un bes,
me’l va demanar mirant-me
i deixant-se mirar me’l va donar,
ella que no jo, babau i ruc,
que de tant mirar-la no vaig saber besar-la.


Ara, ella ja no hi és,
ni ella ni el bes,
però jo encara la miro,
miro còm em mirava,
còm em mirava abans
i després del bes.


(El peletero, "el bes", 9 de juny de 2008)




Cuando el poeta canta es mejor enmudecer y escuchar, como cuando papá me mira.

Mudo.

Había días que se miraban, a su manera, de la mejor manera, de aquella que enamora, de aquella que es bonita de mirar y contemplar.

Y yo, que todavía era un niño, miraba cómo se miraban, y al mirarlos mirarse me veía a mí mirando.

Años más tarde hube también de mirar y dejar que me mirasen.

Me pidió un beso,
me lo pidió mirándome
y dejándose mirar me lo dio,
ella que no yo, bobo y tonto,
que de tanto mirarla no supe besarla.

Ahora ella ya no está,
ni ella ni el beso,
pero yo aún la miro,
miro cómo me miraba,
cómo me miraba antes y después del beso.


(El peletero, "el beso", 9 de junio de 2008)




SE LLAMA EVE MARIE SAINT,














(Fotograma de la película “On the Waterfront”)

pero con un hombre al lado como Marlon Brando a punto de besarte, pocos podrán mantener la condición de santidad y no dejarse vencer por el deseo de corresponderle el beso.

Eve Marie Saint es una de esas mujeres que son muy bellas sin llegar a ser nunca muy guapas. Parece una paradoja, pero no lo es. Ese tipo de aparentes contrasentidos suceden cuando la persona concentra en un único punto de su anatomía todo su interés. En este caso, y no es caer en el tópico popular y vulgar, su mirada.

Eve Marie Saint es una de esas mujeres que salen siempre lloradas de casa. Limpias, peinadas, vestidas, arregladas, elegantes y lloradas. Sin embargo esa es una condición que no se puede disimular ni esconder. Llorar personaliza los ojos y el resto del rostro, pues se llora con todo él y con el cuerpo también. Los ojos de Eve Marie Saint están siempre húmedos y los pómulos le marcan un casi desapercibido rictus de prado verde, de melancolía esteparia.

Eso es lo que los versados en lloros califican como “llanto profundo” “planctus profundus”, que solamente los muy iniciados consiguen y que en la mayoría de ocasiones no necesita de las lágrimas, siendo ellas, a veces, una señal de superficialidad y engaño dado su fácil derrame. También pueden ser todo lo contrario, claro está, pero esta es una cuestión académica que solamente los muy expertos pueden tratar de dilucidar.

Eve Marie Saint también es rubia, tiene el color perfecto que deben de tener las rubias, claro y pálido, no el rubio de las germánicas y tampoco el de las vikingas y sí el de las celtas y eslavas. No el rubio del norte y sí el del este, o ese que está a punto de acompañar al sol en su caída.

La suya es una palidez que se consigue cuando se tiene constantemente el sol a tus espaldas y ligeramente a tu izquierda, bajo, en el horizonte. Doy por supuesto que se mira siempre al oeste, es lo único que tiene sentido mirar, por otra parte. Es el único lugar donde vale la pena ir, allí han ido siempre todos, allí donde las naves se despeñan, en el gran abismo.

Sin embargo la verdadera blancura de piel, para serlo de verdad, debe tener los adecuados y precisos toques de rosa y todas las escalas necesarias de rojos y sonrosados en los lugares adecuados del cuerpo. Territorios casi siempre secretos, y que advertimos está a punto de desvelar el señor Brando sin necesidad de tener que usar nada más que su mirada.

Aunque hay algunas de estas partes que destacan a simple vista: las articulaciones, los codos, las rodillas, las muñecas, los nudillos de los dedos y los talones. Y en algunos casos la nariz y las orejas.

También están los rincones íntimos y escondidos de que hablábamos, los territorios secretos como las axilas y el propio sexo, que en algunas razas de color canela se oscurece de una manera muy característica y pronunciada recordando ancestros todavía más oscuros.

Para nosotros es muy importante la zona del talón de Aquiles.

Pensamos que es clave y estratégica. Desde un punto de vista arquitectónico y morfológico sin duda lo es porque sostiene el cuerpo con todo su peso, y debe resistir y propulsar al mismo tiempo los envites y la fuerza que las piernas confieren.

Pero es también un punto simbólica y poéticamente interesante.

Lo fue para Helena.

Lo fue para Homero.

Y lo fue para nosotros.

Es delgado, rígido y elástico, es allí donde termina la pierna y se une con el pie.

El talón de Aquiles es importante porque debe de estar pintado con un rosa un tanto oscuro, quizás un poco sucio, rosa gris, algo áspero, pero no demasiado. Está cerca del suelo, pero es allí donde también llevaba Mercurio sus alas.

Unas pocas arrugas en ese talón cuando se coloca el pie de puntillas serán las necesarias para dotarlo de calidez y misterio. Esas arrugas conferirán a su propietaria buena parte de su sensual morbosidad.

Esas rojeces, esas arrugas rosáceas y oscuras, con una gota de azul vena, siempre nos anticipan un entresijo, una adivinanza, una doblez, los pliegues de su sexo profundo.

Con ellas, con esas leves rugosidades en su talón, conseguirá nuestra dama la tenue oscuridad que la convierte en sombra, y, cuando llegue el momento, el temblor, que empezando en el pie le seguirá luego por las piernas y terminará por llegar a la boca, para detenerse un instante en ella y rogar, quizás suplicar, que la besemos.

Y eso deberemos hacer, con los ojos cerrados, naturalmente, y sin mirar, con atención, con toda la atención del mundo que Ángel González recomienda.

Luego, después, sabremos si realmente es las tres cosas al mismo tiempo o ninguna de ellas.

Eva, María o Santa.

sábado, 20 de junio de 2009

El peletero/El Gordo/El Fin (y 5)



13 Junio 2008

No me fue ni fácil ni difícil, pero días después llamé a su puerta de nuevo. Cuando le vi volvió a ocurrir. ¡Demonios!, no sabía qué veía, si un reflejo en un cristal, una pintura en la pared o una sombra en el suelo. Volví a tener miedo y volví a sudar adrenalina. Nos encontrábamos solos los dos, sus gorilas ya me habían registrado hasta las fosas nasales.

Una gorda que conozco quiere cobrar un seguro de vida, le dije.

Sonrió.

Vivía en un lujo frío y seguía vistiendo un invisible traje gris.

¿Y esa gorda para qué te necesita?, me preguntó.

Se ha enamorado de mí, le respondí. Si acabamos con el marido ella cobrará el seguro, es fácil y simple.

Volvió a sonreír. Me estaba poniendo nervioso tanta sonrisa.

Acaba tú solo con él, me dijo.

No sé, no sé matar, le respondí.

Y quieres que yo lo haga.

Sí.

Se arrellanó en el sofá, me miró de arriba a bajo y de derecha a izquierda y dijo: muy bien, ahora hablemos de dinero que es de lo que me gusta hablar. Soy caro, ¿sabes?, quiero el 50 % del seguro. ¿Se lo sacarás con facilidad?

Está muy enamorada de mí le “confesé” con la más absoluta de mis “sinceridades”.

Tú respondes de ello, me advirtió.

Esa fue la tercera verdad, la verdad que los demás quieren oír. Eso era lo que le gustaba, hablar de dinero y se le notaba. Empezaba a hacerse visible. Las moléculas volátiles de su cuerpo se juntaban, comenzaba a solidificarse, se hacía opaco a la luz y denso al tacto. Yo le hablé de mucho dinero y de otro más que podíamos conseguir haciendo no sé qué. Empezaron a despuntar las arrugas del traje y de su rostro, el vello de su piel, la humedad de sus ojos y la saliva de sus labios. Fue en aquel momento cuando me senté encima de él, quince minutos bastaron. Aquel cuerpo tan pequeño no aguantó mi enorme humanidad. Mis gorilas ya se habían hecho cargo de los suyos, no oí los disparos, siempre usamos silenciador. No oí esos disparos ni tampoco los gritos de ese monstruo que tenía debajo de mi cuerpo, gracias a mi gran volumen cárnico apenas se oyeron un par de bufidos de ternerita.

Así terminó todo, de esa forma tan tonta. Lo maté por aplastamiento. Antes de irme registré el apartamento e hice volar la caja fuerte. Dentro de ella había cosas interesantes, dinero, joyas, acciones, bonos al portador, fotografías de gente desnuda, famosa y nada famosa, haciendo cosas raras con otras personas y con otros animales, mierda de buey, mierda de rata y cabellos de ángel. No conseguimos recuperar toda la suma estafada, solamente una buena parte, pero no toda.

Brigitte se convirtió en mi amante y yo en el suyo. Nunca abandonó a su marido que terminó por enloquecer. Lo cuidó hasta que falleció de un cáncer de hígado. Entonces sí, entonces cobró su seguro de vida.

Habían quedado unos flecos por pagarme, unas dietas, poca cosa. Ella quería abonármelas pero yo me negué. Siempre la recuerdo con cariño, Brigitte consiguió también de mí que me comportara como todo un caballero. Fue la única.

He de aclarar que la caballerosidad sólo la puedes ejerce si antes la prácticas contigo mismo. Eso fue lo que me permitió hacer Brigitte, ser un caballero conmigo y así poderlo ser con ella.

Primero pensé que era poesía, luego pensé que era poesía. Ahora pienso que es poesía. Incluso pienso que yo soy poesía y lo más sorprendente es que estoy seguro que tú también eres poesía.

Toda mi vida almacenando grasa para terminar siendo un cursi.

viernes, 19 de junio de 2009

El peletero/El Gordo/El Fin (4 de 5)



12 Junio 2008

Quise huir, pero me contuve, me hice pasar por una especie de asesor de la familia. Le extrañó, se sorprendió, pero quiso disimular, quiso hacer un pacto, quiso negociar. Me dio miedo, aquel hombre no tenía mesura.

En mi trabajo siempre uso tres verdades, una es la verdad simple y escueta, y esa fue la primera que manifesté sin complejos y sobreponiéndome al miedo. Le dije que las pinturas que el marido de Brigitte había comprado siguiendo sus consejos, aunque no eran falsas, no valían el esfuerzo ni siquiera de mirarlas.

Que alguien puede engañar a unos viejos ignorantes y ricos, sí. Que alguien les puede hacer pagar sumas importantes por pinturas sin valor de artistas más que mediocres, también. Que se puede traicionar a unos y engañar a otros con mentiras, es obvio, que estos unos y otros pueden ser muchos, por supuesto, pero jamás, jamás, pueden ser todos. Este es el límite, todos. Puedes conseguir mucho de algunos, pero nunca algo, aunque sea poco, de todos.

Yo no lo quiero todo, me respondió, yo sólo quiero mucho. ¿Cuánto?, pregunté. Ya se lo he dicho, insistió, mucho. Eso no es ninguna respuesta, puntualicé, es un deseo. Sí, lo es, sácielo, cólmelo, calme mi ansia. Este par de viejos imbéciles han pagado a instancias mías mucho dinero por algo que no vale nada, dijo, mi consejo les llevará pronto a la ruina, ¿no es triste?, ¿porqué no llora conmigo? Usted también quiere su parte, quiere algunas buenas migajas, ¿verdad?, por eso me ayudará a conseguir a otros imbéciles como esos dos, y por esa buena razón también firmará este contrato que hay encima de mi mesa.

¿Un contrato?, ¿creía que yo firmaría algo parecido a un contrato? Ahora sí que empezaba a tener pánico. Mi primera verdad no había ni resplandecido ni cegado a nadie; estaba frente a un loco, no era un simple estafador, los estafadores me gustan, pero los locos no, me hacen dudar y sudar y el primero es un lujo que nunca me permito. Bien, si la primera verdad no había surtido efecto debía de usar la segunda.

¿Por qué supone que debo firmar eso?, le pregunté.

Porque soy el mejor socio que puede hallar y además todavía es usted muy joven, me respondió.

¿Por qué yo?

Me gusta su aspecto, demuestra que no le importa la opinión de los demás.

El contrato era tentador y también lo era la provisión de fondos que lo acompañaba, dinero en billetes de banco, uno encima de otro y todos juntos en aquella mesa. Aceptémoslo pues, me dije. Agarré el contrato, lo leí, era corto y claro, y lo firmé. Hijo de puta, pensé, si tu cara auténtica no es la que veo, tú tampoco verás mi verdadera firma si es que tal cosa existe. Sí, estampé en aquella hoja de papel una firma falsa. Esa fue la segunda verdad.

Firmé yo pero con el garabato de otro, de alguien que ni siquiera existía. Si no eres notario no compruebas las firmas.

Cogí el dinero, le dije que sí a todo, lo saludé cortésmente y me despedí.

Tenía que idear un plan y para ello me fui a un balneario. El único plan que se me ocurrió fue recurrir a la tercera verdad, la de emergencia. Tenía que librarme antes del miedo. ¿Sudando en una sauna? ¿Por qué no?

jueves, 18 de junio de 2009

El peletero/El Gordo/El Fin (3 de 5)



Brigitte estaba casada con un marido arruinado, y eso, indudablemente es lo peor que le puede pasar a un marido, arruinarse. Pero Brigitte era una buena esposa, nunca lo abandonó y siempre estuvo a su lado.

Los habían estafado. Eran unos nuevos ricos y unos pobres ignorantes y alguien muy avispado les convenció que debían invertir en arte. Brigitte era una mujer lista aunque muy poco cultivada, pero su marido pretendía, comprando arte, comprar un saber que no tenía, quería tener un pasado. Los engañaron como bobos y terminaron por adquirir cosas que no valían nada.

Cuando ella empezó a olerse el desastre me llamó a escondidas de su marido, alguien le había hablado de mí, y según parece bien. Él no atendía a razones y parecía haber enloquecido. Los juzgados ya estaban embargando su patrimonio por deudas, incluso también esas pinturas que no valían nada.

Siempre me han gustado las estafas relacionadas con el arte, poseen un encanto que no tiene el simple y escueto dinero. Una de las esencias del arte es la representación, otra la del demiurgo. La primera es la mejor falsificación que el ser humano ha logrado de la segunda, a falta de algo mejor el arte es la impostura perfecta. A lo largo de mi vida, más ancha que larga, he podido comprobar que la mayoría de personas prefieren la representación de la belleza que a la belleza misma. Es una actitud intelectualmente inteligente, poéticamente sensible, pero moralmente puritana.

En el antiguo Egipto el mérito era el saber copiar, ser fiel a una tradición milenaria. La bondad de una obra rsidía en la máxima similitud que conseguía con la anterior. El saber siempre se hallaba en un lejano pesado, en aquel tiempo que fue habitado por dioses, ellos poseían la ciencia y la sabiduría, seguir su lejano eco, sus enseñanzas y sus técnicas era el deber de todo hombre, ser y hacer aquello que siempre había sido y hecho.

Ahora muchos pretenden que las cosas continúen siendo iguales, los libros, cuanto más antiguos más sabios, todos los que no tienen nada que decir siempre argumentan con palabras antiguas, más rancias que un mal vino. Pero los tiempos han cambiado y sin duda han cambiado para mal, y lo que ahora realmente se valora es todo lo contrario, la total novedad. A diferencia de entonces la verdad ya no se encuentra en el pasado y sí en el futuro. Por eso el dinero es zafio, siempre nos tropezamos con él en el más sucio y devastador presente. Sin embargo, creo que lo importante de este caso fueron las entrevistas que tuve con un personaje muy singular y peligroso, el verdadero autor de la estafa. El hombre invisible.

Le pedí una entrevista, quería ver qué clase de cosa era, si animal o mineral, si ángel o mariposa, si luciérnaga, hormiga gigante o gacela joven.

La primera vez que lo vi no me desmayé, se me fue la razón. Su rostro era un magnífico y perfecto autorretrato, no sabía si hablaba con su cara o con su máscara, con él o con otro.

Si me miras morirás, dijo con absoluta claridad, ¿lo dijo realmente, o solo me pareció oírlo?

El impacto fue demoledor.

Para sobrevivir tuve que cerrar los ojos y cuando los volví a abrir me encontré con algo parecido a un ejecutivo cínico y presuntuoso. Físicamente vulgar, pequeño, delgado y extremadamente pálido. Su traje y su corbata eran grises, pero parecía ir desnudo; su cabeza era tan calva como su cara. No movía el cuerpo ni los labios, parecía un ventrílocuo sin muñeco.

El sonido lejano que me llegaba desde el otro lado de la mesa era el rugido de una bestia. Y la cosa que veía era una estatua de mármol con los ojos bailando como locos dentro de sus órbitas.

A pesar de estar completamente empapado en sudor y a apestar a adrenalina, no recordaba haber tenido pánico. Lo que sí tenía era un agujero en el cráneo absolutamente tranquilizador. La calma de la derrota. Mis ojos veían a un tipo extraño y mi estómago ardía en ácido y cuando esto me sucedía sabía que lo mejor que podía hacer era emprender la huida, rápida y sin preguntas.

Mucho tiempo después, pensé vanidoso, que yo debía de ser un rival con talla suficiente para merecer el honor de ser testigo y víctima a la vez de su arma más secreta y definitiva y que sólo utilizaba en ocasiones importantes: la verdad absoluta.

Él me enseñó que la forma más contundente de engañar es decir la verdad, porque su poder no es el de la luz, sino el del resplandor, la ceguera total. La mentira en cambio, tiene el poder de la sombra, la virtud del perfil, es el don de la diferencia. Por eso y desde entonces procuro que mis mentiras sean siempre verdad.

miércoles, 17 de junio de 2009

El peletero/El Gordo/El Fin (2 de 5)



10 Junio 2008

Cuando frecuentaba los burdeles tenía que pagar un plus de aplastamiento, no por las muchachas y sí por las camas, ellas siempre se ponían encima y hacían todo el trabajo.

Pero una vez tuve una amante que me obligo a reforzar la cama de mi casa como si fuera la sección de traumatología de un hospital. En aquella época yo era joven, y tampoco enamoraba a nadie, pero mi dinero conseguía todo lo que deseaba. Aunque en muy pocas ocasiones no hacía falta. Esa fue una de esas ocasiones. Se llamaba Brigitte y era alemana, mejor dicho, de origen alemán, bávara.

La primera vez que la vi me pareció mi alma gemela, estaba tan gorda como yo, la tuve que mirar dos veces para verla entera.

No parecía arrepentida de su aspecto y curiosamente tampoco del mío. Era extraño, eso no sucede nunca. Yo no quería jamás rebajar mis honorarios, no quería que mi codicia fuera traicionada por mi lujuria.

Pero me equivoqué, ese universo de carne mal repartida se enamoró de mí, creo.

Al principio fui precavido, me equivoco poco, entre otras cosas porque no me doy la oportunidad.

Pero no se me caen los anillos que no llevo si he de reconocer alguno de mis pocos errores. Y en esta ocasión mis suspicacias con mi clienta gorda fueron uno de ellos, la juzgué mal, la tomé por otra cosa y me equivoqué.

Brigitte no pretendía engañarme, mis precauciones fueron vanas y mi aprensión inútil. Aceptó mis honorarios y pagó bien, casi todo y casi todo eso que pagó lo pagó rápido. Yo cumplí con mi trabajo como siempre hago, y ella me lo agradeció.

A mí nunca me agradecen nada, no quiero que lo hagan. Yo no necesito a nadie, no quiero sus bondades. Pero ella lo hizo.

Hace muchos años subí a un tren, de él todavía no me he apeado. No hay paradas ni apeaderos, nunca se detiene. Era invierno, aunque todavía no nevaba, pero nevó, ya lo creo que nevó y todavía lo sigue haciendo.

Brigitte y yo nos acostamos. Si alguien nos hubiera visto habría cerrado los ojos al contemplar aquellas dos masas de carne informe fornicando.

Fue una mujer apetecible para mí, y según pude ver, yo lo fui para ella.

¿Apetecible?

Yo no tengo amigos, ni tampoco tengo amantes. Yo no tengo nada excepto dinero. Ella tenía a su marido al que cuidaba, decía, con amor. De vez en cuando y de cuando en vez me pedía mi cuerpo obeso, yo se lo prestaba o se lo daba, no lo sé, y tomaba el suyo, y cuando lo hacía me robaba el alma y yo se la robaba a ella. Los dos lo sabíamos, pero como buenos ladrones disimulábamos y callábamos.

Y eso me gustó. Y le gustó a ella.

Al final los dos apestábamos terriblemente a eso, a sexo, el hedor llenaba la habitación. Nos gustaba.

Entonces no pensé de qué manera debía calificar aquello, ¿de hermoso tal vez? Pero de todo eso ha pasado mucho tiempo. Brigitte, esa amante obesa desapareció un día o yo me fui, no sé. O alguien se calló o se cansó de hablar. O de escribir, ¿escribíamos?, ¿de qué?

Ahora, por otra mujer, busco dentro de cajas de cartón una perla envuelta entre cestas de nácar, una mujer muy distinta a Brigitte y mucho más bella, una mujer que dice llamarse Natalia y que de vez en cuando bebe más de la cuenta, que dirige un balneario para ricos, un balneario que no es suyo y en el que yo me hospedo, una mujer que depila mal su pubis, que ríe como un hombre y que un día me hizo leer una carta suya, privada, una carta difícil, una carta que un tal Miguel le escribió. Esa mujer, esa Natalia, además, no permite que todas esas cervezas que llevo bebidas me terminen por derrotar.

Si el alcohol no me vence y me humilla, no conseguiré librarme de ella.

Necesito olvidar a esa Natalia aunque sea por unas pocas horas. Esa mujer no me permite descansar. Esa risa de hombre me desvela cada vez que consigo conciliar el sueño.

Primero no pensé que fuera poesía, luego no quise pensar que era poesía y ahora no puedo evitar saber que es poesía.

La he dejado en su balneario, reponiéndose de una borrachera, durmiendo la mona en mi cama o quizás bañándose en una bañera, en mi bañera, allí debe de estar, fumando y no haciendo nada para evitar que la ceniza ensucie el agua.

martes, 16 de junio de 2009

El peletero/El Gordo/El Fin (1 de 5)


9 Junio 2008

Me llaman “El Gordo”, incluso yo me llamo a mí mismo así cuando pienso en mí que es muy a menudo.

Había salido del balneario que dirigía Natalia para ir en busca de unos papeles que pertenecieron a mi viejo profesor, en ellos creía haber leído algo que me recordaba, o se relacionaba con ella de una manera asombrosa y extraña. Quizás era yo el que establecía la relación, quizás no existía tal conexión. Quizás mi querido profesor la conoció, algo casi imposible por otra parte, o supo de alguien parecido o alguien distinto, pero con el mismo nombre ruso, el mismo rostro, el mismo cuerpo o la misma risa.

Algo recordaba vagamente y algo debía hallar, algo había guardado en unas cajas de cartón, algo que creo se llamaba “La Caja de Música” o similar. Quizás me equivocaba y en realidad era “La Cornucopia”, “El Aguador”, “La Caja de Pandora” o “El Cofre del Tesoro”. Pero lo más probable es que fuera solamente un simple cajón de sastre, lleno de agujas e hilos, tijeras y dedales.

Doscientos metros cuadrados en un recinto con el techo que se acercaba a los cuatro metros de altura, todo lleno de estanterías metálicas y todas las estanterías llenas de cajas de cartón numeradas, y todas la cajas llenas de polvo gris.

Dentro de las cajas papeles.

Antes había ido a mi banco a buscar en otra “caja” muy diferente, la de seguridad, la relación de todo lo guardado, el “índice”, el “programa”, el “menú”, escrito a mano por mí más de treinta años atrás.

¿Por qué demonios he engordado tanto? Casi no puedo ni subir a esa pequeña escalera que sirve para llegar a los estantes superiores. Maldita Natalia, borracha y extraña, desconocida y más sola que yo, por esa mujer que ríe como un hombre, por ella estoy aquí, buscando algo que no sé que es y sudando toda mi grasa. Estoy harto de esa risa que impide reírme de los chistes que me cuento a mí mismo. Yo río por dentro, nunca por fuera, los demás piensan que no río nunca, cuando la verdad es que no paro de reír.

Me muero de risa.

Nunca me ha importado estar gordo excepto para orinar, tengo tanta barriga que me cuesta llegar a “ella”, o a “él”, ya no sé si eso que me cuelga de entre las piernas es femenino o masculino, aunque es un atributo de hombres, dicen. El caso es que necesito un espejo para verla o verlo. El caso es que estoy gordo, el caso es que casi no me puedo mover y el caso es que debo de ser yo el que haga esto, no puede acompañarme nadie. Debo de hacerlo porque una mujer me ha recordado algo que leí en mi juventud, algo que ni siquiera es mío ni de ella, algo que fue de un anciano loco, mi maestro, un anciano que murió de frío en un jardín que no era un jardín.

Pasillo 16, estantería 12, piso 7, caja 601. “El Aguador”, allí estaba. ¿Qué era?

Primero pensé que era poesía, luego, al terminar de leer, pensé que era poesía. Ahora que ha pasado un tiempo, un tiempo desde no sé dónde o desde no sé cuándo, pienso que es poesía. Incluso pienso que mi gordura es poesía, que mi grasa mórbida lo es, que mi pene inapetente lo es. Que incluso algo tan terrible y temible como el futuro es también poesía.

Estoy sentado en el suelo, a mi lado hay una caja medio vacía de cervezas calientes que me he hecho traer. En esta nave hay polvo por todas partes. Empiezo a estar borracho y no me puedo levantar del suelo, pero no me preocupa, sé que es poesía. Me acurrucaré y dormiré, seguramente me orinaré encima y mañana pagaré para que me bañen y me aseen. Incluso es posible que vaya a un burdel, hace años que no tengo ninguna clase de vida sexual, pero es necesario que alguien me recuerde cuatro cosas. Es necesario, creo. No por mí, exactamente no por mí, no tengo necesidades sexuales que satisfacer, es algo distinto, es otra clase de cosa. No es sexo, es…

Me estoy volviendo loco, pienso que todo es poesía.


sábado, 13 de junio de 2009

El peletero/L'Aiguader


4 Junio 2008

“Recordo que ens banyaven en un gibrell i ells anaven a un bany públic”.

Quan has de netejar la brutícia a unes persones grans, rentar-los, banyar-los o dutxar-los, vestir-los i donar-los el menjar, llevar-los i allitar-los, la perspectiva que tens de les coses de la vida canvia irremeiablement i, sense cap dubte, per a bé.

En Pere va perdre la capacitat de parlar i la Veni la de caminar; ambdós la de recordar, però pocs instants abans de morir encara em van mirar amb ulls atents, afectuosos i plens d’amor quan els vaig parlar.

Em dic a mi mateix i li dic al meu germà que la tristesa que sentim ara que tots dos han mort és normal, és la tristesa que comporta no tenir al costat dues persones que has estimat profundament, que has admirat, de qui has depès en tots els sentits, de qui has après i amb qui has tingut una relació molt íntima, psicològica i física.

El contacte amb la carn ensenya coses que mai no haguessis pogut imaginar abans. Netejar-los la brutícia i curar-los les nafres no ha provocat mai un allunyament o un rebuig, tot el contrari, ha creat una proximitat inusitada i d’una intensitat molt forta. A més, quan són tant ancians i malalts, la sensació que causen, sensació absolutament real, és d’una gran debilitat i desvaliment, d’absoluta necessitat i desemparament, i per poc sensible que siguis l’empatia i la tendresa que desperten és immediata. La necessitat de protegir-los i cuidar-los, besar-los i acariciar-los s’aviva en tu com si acabessis de parir-los. Quan els mires, comprens que les persones ancianes poden ser extraordinàriament belles i molt més dolces i tendres que un infant.

La seva pell a trossos i tacada és suau i delicada i les seves arrugues són els paisatges més difícils de pintar. En elles hi ha una Arcàdia diferent, millor.

Ara que se n’han anat la tristesa ens guanya i ens omple com si en tinguéssim set. Set d’estar tristos. Aquesta tristesa és l’única manera de comprendre el que ocorre, d’entendre el que va ocórrer i, gairebé, d’endevinar el futur també.

Estem tristos per nosaltres i per ells, com si en no poder-los cuidar més, teméssim pel seu estat, per la seva salut i seguretat, pel seu benestar. Ara que ja són morts, seguim pensant que ens necessiten, tot i que el que succeeix, el que sempre ha succeït, és ben bé el contrari: som nosaltres que els necessitem a ells, com quan érem nens i ens duien de la mà.

Ja no hi ha mà i encara hi ha camí.

Duc diversos dies dormint en el llit d’ell, no em molesta ni sento aprensió, tot el contrari, la seva absència m’acomboia com si jugués amb mi, igual com quan de nen em colava, com fan tots el fills, en el seu llit. Al meu costat, enganxat al d’ell, hi ha el llit d’ella, buit també. La solitud i la foscor de la casa m’abriguen i em protegeixen. Totes dues són les fulles i les branques del meu nou niu, el que cada nit trobo en tornar a casa per sopar.

No sopo i quasi no dormo, ni tampoc llegeixo d’un quan temps ençà. Però no em molesta la negror i aquest silenci mortal de les habitacions. No hi ha ningú i mai més ja no hi serà. Hi van ser una vegada, veus i persones, un telèfon que sonava, una nena que jugava ... Ara, gairebé no hi ha res més que una forquilla relliscant per un plat buit.

Per llegir al llit, per intentar-ho, necessito un parell de coixins i faig servir un dels dos que utilitzàvem com a muralla per mantenir-la a ella en la posició adequada i no ferir més del que ja estaven les seves nombroses nafres de les natges. També n’hi posàvem un entre les cames per evitar que les tanqués i es nafrés més; les cames, les tenia rígides i anquilosades. Aquests coixins, els hem rentat en nombroses ocasions i molt sovint, malgrat això, no hem aconseguit eliminar-ne definitivament l’olor d’orins que ja se’ls ha enganxat i els és consubstancial. La veritat és que no penso rentar-los més i la veritat és que també m’agrada aquesta olor; m’agrada perquè és la seva olor, la d’ella, una olor que l’ha acompanyada durant molts anys i a la qual no solament ens hem acostumat, sinó que forma part de l’aroma que configura part del seu record per sempre. És curiós cóm això, una olor d’orins, pot ser tant bellament commovedora i evocadora d’un ésser humà que has estimat d’una manera que no és possible explicar.

Des del llit, ajagut, veig els dos gerros amb les flors ja pansides que hi va posar el meu germà, i que mai més no penso treure, ambdós emmarquen la seva fotografia de casament. Ell, més prim que un fideu i amb cara d’espantat, ella, amb un parell de quilos de més després de superar una tuberculosi, guapa, encisadora, senzilla, atractiva i nerviosa. Du el ram de flors que li va oferir el fadrí dient-li: “en aquest ram de flors t’entrego mig cor, l’altre mig t’espera a l’Església”. I cap allí se’n va anar, animosa i plena d’esperança. Seixanta i dos anys després, encara estaven junts.

Al costat d’aquestes flors pansides i de la fotografia, Guillermina, una grassoneta noia dominicana que durant uns anys els ha cuidat, hi va col•locar unes quantes imatges de la marededéu: n’hi ha alguna de Montserrat i també un parell de Lourdes. Aquestes últimes són unes ampolletes de plàstic espantoses, veritables mostres d’art kistch i en el seu interior hi ha aigua del santuari francès de la marededéu. Encara recordo aquell viatge en plena Setmana Santa del famós any 1968, això sí, abans del famós més de maig. D’anada o de tornada ens vàrem aturar a Donostia i allà vaig veure i sentir els primers crits contra Franco i a favor d’E.T.A.

Un any abans havíem passat unes de les millors vacances de la nostra vida. Amb el nostre flamant “600” enfilàrem cap a París. Allí ja hi havia el meu germà, de 18 anys, gaudint de la companyia d’una preciosa immigrant catalana, Griselda, filla d’uns amics dels nostres pares que s’havien instal•lat allí; el pare, Cebrià, paleta, i la mare, Mercè, cosidora i modista. Tardàrem tres dies en arribar. La primera parada va ser Perpinyà, la segona Lyon i la tercera París.

A Perpinyà sopàrem en un restaurant que hi havia en una plaça on veiérem ballar sardanes i onejar senyeres catalanes arreu. Allò em va impressionar de tal manera que des de llavors sempre ho recordo quan he de votar.

Aquella nit em vaig adormir com un nen de 12 anys que és el que era, fins que em va despertar el soroll dels meus pares que acabaven de trencar el llit. Els hotels sempre desperten els millors instints i els més apassionats ímpetus. Jo no m’havia adonat de res, encara era aviat perquè aquests tipus de coses m’interessessin, tot i que he de reconèixer que no em va deixar fred del tot veure aquell llit trencat i els meus pares rient divertits i contents. I tampoc no m’hi va deixar veure les cues d’africans que hi havia als bordells de Pigalle. Ni molt menys la bellesa freda de la joveneta que acompanyava el meu germà, aquesta Griselda de cognom molt català.

Va ser un mes de juliol parisenc amb una calor sufocant, en Pere es va cansar molt; en canvi, la Veni, estava esplèndida i magnífica. Tal vegada aquesta era la causa del cansament del meu pare, però jo no entenia que l’alegria d’ella el pogués cansar a ell. Allò ja em començava a intrigar, com era possible? Aquesta és una pregunta que encara no he pogut respondre. No vaig poder llavors que acabava d’enamorar-me d’aquella catalana i francesa de 17 anys i també de la seva mare, aquella Mercè cosidora i modista, una de les dones més guapes que he conegut en ma vida, amb una encisadora fesomia asiàtica i una tranquil•litat de caràcter que posava nerviós a qualsevol. Sempre m’han agradat aquests aires orientals, aquestes derives en els ulls i en els pòmuls. La Veni era una mediterrània petita, dolça i suau, la Mercè era una geisha, o potser alguna cosa millor que això, i malgrat tenir jo només 12 anys i ella més de 40, fou alguna cosa que vaig descobrir de seguida en els ulls del seu marit, en Cebrià.

Mentrestant, els homes es cansaven i les dones no paraven de riure i passar-s’ho bé.

Jo mirava la Griselda i la seva meravellosa cabellera castanya, i el meu germà, i la seva cara de encisat, una cara que es preguntava: “si avui és divendres, això és París, oi?

L’estiu següent passàrem les vacances a Mallorca, jo vaig descobrir l’Astèrix, el famós personatge de còmic francès i la famosa revista “Pilote”. Recordo també que la recepcionista de l’hotel, un hotel senzill al bell mig de l’Arenal, una alemanya grassoneta, cridanera i no gaire guapa i enrossida, no d’arròs sinó de vermellós de platja, es va encapritxar del meu germà.

“No t’amoïnis, puja que jo em quedo aquí esperant-te tot el matí”, em va dir la Veni el primer dia d’escola.

Així començava “L’Aiguader”

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Dansa d'amor

Oh mare, n'és dia:
al ball aniria
d'amor.

Oh mare lloada
me'n vaig a la dansa
d'amor.

Al ball aniria
que fan a la Vila
d'amor.

Me'n vaig a la dansa
que fan a la casa
d'amor.


Que fan a la vila
d'aquell que em volia
d'amor.

Que fan a la casa
d'aquell que estimava
d'amor.


D'aquell que em volia:
i em diran garrida
d'amor.


D'aquell que estimava:
i em diran jurada
d'amor.

(Rei Dionís de Portugal – Toti Soler)

http://es.youtube.com/watch?v=hftwfqzgvNQ


Traducción

“Recuerdo que nos bañaban en un barreño y ellos iban a un baño público”

“Cuando tienes que limpiarles las heces a unas personas ancianas, lavarlas, bañarlas o ducharlas, vestirlas y darles de comer, levantarlas y acostarlas, la perspectiva que tienes de las cosas de la vida cambia irremediablemente. Sin lugar a dudas para bien.

Pere perdió la capacidad de hablar y Veni la de andar. Ambos la de recordar, pero escasos instantes antes de morir todavía me miraron con ojos atentos, cariñosos y llenos de amor cuando les hablé.

Me digo a mí mismo y le digo a mi hermano que la tristeza que sentimos ahora que los dos han fallecido es normal, es la tristeza que conlleva no tener al lado a dos personas que has amado profundamente, que has admirado, de las que has dependido en todos los sentidos, de las que has aprendido y con las que has tenido una relación muy íntima, psicológica y física.

El contacto con la carne enseña cosas que nunca podías haber imaginado antes. Limpiarles las heces y curarles las llagas no ha provocado nunca un alejamiento o un rechazo, todo lo contrario, ha creado una cercanía inusitada y de una intensidad muy fuerte. Además, cuando son tan ancianos y enfermos, la sensación que causan, sensación absolutamente real, es de una gran debilidad y desvalimiento, de absoluta necesidad y desamparo, y por poco sensible que seas la empatía y la ternura que despiertan es inmediata. La necesidad de protegerlos y cuidarlos, besarlos y acariciarlos se aviva en ti como si acabaras de parirlos. Cuando los miras comprendes que las personas ancianas pueden ser extraordinariamente bellas, y hermosas y mucho más dulces y tiernas que un bebé.

Su piel cuarteada y manchada es suave y delicada y sus arrugas son los paisajes más difíciles de pintar. En ellas hay una Arcadia diferente, mejor.

Ahora que se han ido la tristeza nos vence y nos llena como si tuviéramos sed de ella. Sed de estar tristes. Esa tristeza es la única manera de comprender lo que ocurre, de entender lo que ocurrió y casi, casi, de adivinar el futuro también.

Estamos tristes por nosotros y por ellos, como si al no poderlos cuidar más temiéramos por su estado, por su salud y seguridad, por su bienestar. Ahora que ya están muertos seguimos pensando que nos necesitan cuando lo que sucede, lo que siempre ha sucedido, es todo lo contrario, somos nosotros los que los necesitamos a ellos, como cuando éramos niños y nos llevaban de la mano.

Ya no hay mano y todavía hay camino.

Llevo varios días durmiendo en la cama de él, no me molesta ni siento aprensión, todo lo contrario, su ausencia me arropa como si jugara conmigo, igual que cuando de niño me colaba, como hacen todos los hijos, en su cama. A mi lado, pegada a la de él está la cama de ella, vacía también. La soledad y la oscuridad de la casa me arropan y me protegen. Ellas dos son las brozas y los herbajes de mi nuevo nido, ése que cada noche hallo al regresar para cenar.

No ceno y casi no duermo, apenas leo como ya hace tiempo que me ocurre. Pero no me molesta la negritud y ese silencio mortal de las habitaciones. No hay nadie y nunca lo habrá ya. Lo hubo una vez, voces y personas, un teléfono que sonaba, una niña pequeña que jugaba. Ahora casi no hay más que un tenedor resbalando por un plato vacío.

Para leer en la cama, para intentarlo, necesito un par de almohadas, y uso una de las dos que utilizábamos como parapeto para mantenerla a ella en la posición adecuada y no dañar más de lo que ya estaban sus numerosas úlceras en las nalgas. También colocábamos una entre sus piernas para evitar que las cerrase más de lo debido y se ulcerase todavía más, tenía las piernas rígidas y anquilosadas. Estas almohadas las hemos lavado en numerosas ocasiones y a pesar de ello no hemos logrado eliminar definitivamente el olor a orín que ya se les ha pegado como si fueran ellas mismas. La verdad es que no pienso lavarlas más y la verdad es que también me gusta ese olor, me gusta porque es su olor, el de ella, un olor que la ha acompañado durante muchos años y al que no solamente nos hemos acostumbrado, sino que forma parte del aroma que configura parte de su recuerdo para siempre. Es curioso cómo eso, un olor a orines, puede ser tan bellamente conmovedor y evocador de un ser humano que has amado de una manera que no es posible explicar.

Desde la cama, acostado, veo los dos jarrones con las flores ya mustias que depositó allí mi hermano, y que nunca pienso quitar, ambos enmarcan su foto de matrimonio. Él, más delgado que un fideo y con cara de asustado, ella, con un par de kilos de más después de superar una tuberculosis, guapa, encantadora, sencilla, atractiva y nerviosa. Lleva el ramo de flores que le entregó el padrino diciéndole: “en este ramo de flores te entrego medio corazón, el otro medio te espera en la Iglesia”. Y allí se fue, contenta, animosa y esperanzada. Sesenta y dos años después todavía estaban juntos.

Al lado de esas flores mustias y de la fotografía, Guillermina, una gordita y encantadora muchacha dominicana que durante unos años los había cuidado, colocó unas imágenes de vírgenes. Hay alguna Montserrat y también un par de Lourdes. Esas últimas son unos frascos de plástico horrorosos, verdaderas muestras de arte kistch. En su interior hay agua del Santuario francés de la Virgen. Todavía recuerdo este viaje en plena Semana Santa en el famoso año de 1968, eso sí, antes del más famoso mayo. Al ir o al regresar nos detuvimos en Donostia y allí vi y oí los primeros gritos contra Franco y a favor de E.T.A. Un año antes habíamos pasado una de las mejores vacaciones de nuestra vida. Con nuestro flamante “600” nos fuimos a París. Allí ya se hallaba mi hermano, de 18 años, disfrutando de la compañía de una preciosa inmigrante catalana, Griselda, hija de unos amigos nuestros que se habían instalado allí. El padre, Cebrià, albañil, y la madre, Mercé, costurera y modista. Tardamos tres días en llegar. La primera parada fue Perpinyà, la segunda Lyon y la tercera París.

En Perpinyà nos fuimos a cenar a un restaurante que había en una plaza donde vimos bailar sardanas y ondear banderas catalanas por todas partes. Aquello me impresionó de tal manera que desde entonces siempre lo recuerdo cuando voy a votar.

Aquella noche me dormí como un niño de 12 años que es lo que era, hasta que me despertó el ruido de mis padres que acababan de romper la cama. Los hoteles siempre despiertan los mejores instintos y los más apasionados ímpetus. Yo no me había enterado de nada, todavía era pronto para que ese tipo de cosas me interesasen, aunque he de reconocer que no me dejó frío del todo ver aquella cama rota y a mis padres riendo divertidos y contentos. Como tampoco ver las colas de africanos que había en los burdeles de Pigalle. Ni mucho menos la belleza fría de la jovencita que acompañaba a mi hermano, esa Griselda de apellido muy catalán.

Fue un mes de julio parisiense con un calor sofocante, Pere se cansó mucho, en cambio Veni estaba espléndida y magnífica, quizás esa era la causa del cansancio de mi padre. Pero yo no entendía que la alegría de ella le pudiese cansar a él. Eso ya me empezaba a intrigar, ¿cómo es posible? Esa es una pregunta que todavía no he podido responder. No pude entonces que acababa de enamorarme de esa catalana y francesa de 17 años, como también de su madre, esa Mercè costurera y modista, una de las mujeres más guapas que he conocido en mi vida, con una encantadora fisonomía asiática y una tranquilidad de carácter que ponía nervioso a cualquiera. Siempre me han gustado esos aires orientales, esas derivas en los ojos y en los pómulos. Veni era una mediterránea pequeña, dulce, suave. Mercè era una geisha, o quizás algo mejor que eso, y a pesar de tener yo 12 años y ella más de 40 fue algo que descubrí enseguida en los ojos de su marido, Cebrià.

Mientras tanto los hombres se cansaban y las mujeres no paraban de reír y pasárselo bien.

Yo miraba a Griselda y a su hermosa cabellera castaña, y a mi hermano y su cara de encantado, una cara que se preguntaba: “si hoy es viernes, esto es París, ¿verdad?”

El verano siguiente pasamos las vacaciones en Mallorca, yo descubrí a Astérix, el famoso personaje de cómic francés y a la famosa revista francesa “Pilote”. Recuerdo también que la recepcionista del hotel, un hotel sencillo en pleno Arenal, una alemana gorda, gritona, no muy guapa y sonrosada, no de arroz y sí de rojeces playeras, se encaprichó de mi hermano”

“No te preocupes, sube que yo me quedo aquí esperándote toda la mañana”, me dijo Veni el primer día de colegio.

Así empezaba “El Aguador”.

viernes, 12 de junio de 2009

El peletero/El blanco del ojo/Creo que era el infierno

2 Junio 2008
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Creo que era el infierno,



pero en esta ocasión lo más seguro es que fuera alguna ciudad de la costa en algún momento del año 70 ó 71 del siglo pasado.

El siglo XIX.

O del siglo XX. Pero bien pensado también hubiera podido ser del XXI. Fuera como fuese era el siglo pasado. De eso estoy completamente seguro.

Todavía no había ocurrido, pero yo no tenía ninguna clase de dudas que ocurriría tarde o temprano. Que terminaría por sobrevenir. Esa clase de desgracias siempre ocurren, nunca las podemos evitar. Estoy hablando de la muerte.

No sé exactamente cuándo sucedió, no estoy muy seguro de la fecha, pero sí de los acontecimientos, los sucesos, o cómo se los quiera llamar. No sé, los hechos, o algo así. El ser y el estar cuando devienen.

Fue incomprensible, pero fue algo que devino. Yo llevaba unas pocas semanas viviendo en casa de mi abuelo cuando falleció. Le dimos sepultura y me encontré siendo heredero de todos sus bienes que no eran nada más que cosas sin valor.

O eso pensaba yo.

No los vi llegar.

Cuando quise darme cuenta tenía el cuchillo más grande de la cocina en el cuello. Pensé que era conveniente que no me moviese.

El tipo que tenía detrás casi ni me tocaba, sólo se dirigió a mí para decirme: “cuidado amigo, no quiero manchar mi elegante traje nuevo con tu sangre, anda, pórtate bien”.

Me tranquilicé y… me porté bien.

Mientras tanto, otros dos individuos dejaban patas arriba el apartamento de mi abuelo buscando algo que ni ellos mismos sabían cómo buscar. Ni siquiera me lo preguntaron, podían haberme dicho algo parecido a eso: “oye imbécil, ¿dónde lo tienes?” Ni eso, nada.

Lógicamente ellos suponían -y acertaban- que yo no tenía ni idea, que “eso” era cosa del antiguo inquilino, aquel hombre viejo, muerto precisamente hacía unos pocos días y del que yo ocupaba ahora su piso y sus cosas. No sabían ni que yo era su nieto. Al menos no lo mencionaron en ningún momento. Hablaban poco y dos de ellos resoplaban mucho.

Los cajones y los armarios vaciados, los colchones y las almohadas acuchilladas, todo desparramado y tirado por el suelo. Papeles, comida congelada y a medio cocinar, libros, discos, ropa limpia y sucia, todo mezclado y revuelto. Así tal cual lo había heredado, el paquete entero, parecía un legado y ni siquiera fue una herencia, no dio tiempo.

Sus muebles y los armarios llenos con su ropa también vieja, raída y pasada de moda. Sus libros y sus fotografías, sus papeles y sus yogures caducados. Todo era mío por 800 dólares al mes. Ese era el alquiler del apartamento.

Viejo, borracho, sin familia y sin amigos. El único familiar era yo, su nieto huérfano de padres.

Según pude ver nadie fue a su entierro excepto una antigua novia tan vieja como él, llamada Encarnita, y… yo.

Esa tal Encarnita estuvo muy amable y cariñosa conmigo y la vi verdaderamente afectada por la muerte de mi abuelo.

Vivía en su propia casa, que era algo así como una pensión y ocupaba una de sus habitaciones que alquilaba por poco dinero. Pocas veces he visto a alguien llorar con aquella pena la muerte del viejo. Me dio tanta lástima que no permití que se fuera sola a casa aquella noche. Me gustó pensar que podía ser mi madre o mi abuela. Fue muy triste ver la iglesia vacía. Excepto el cura, Encarnita y yo, no había nadie más.

Y mi abuelo en un ataúd barato.

Encarnita incluso me ayudó en algunos trámites legales y así me enteré de las condiciones para alquilar el apartamento que ahora quedaba vacío. El dueño no quería gastarse dinero en vaciarlo de trastos o en repintar las paredes para dejarlo un poco más decente. Estaba bastante deteriorado y sucio, pero tenía una magnífica biblioteca y eso me gustó. Al menos ahora podría tener mi propia casa, eso me hacía sentir bien, me permitía tener la sensación de estar prosperando en la vida, y quien sabe, quizás así también tendría más novias, al menos sitio para llevarlas ahora sí que lo tendría. Mi antigua casera no dejaba subir chicas a las habitaciones, eso decía, aunque hacía la vista gorda, pero yo, la verdad, tampoco tenía muchas ocasiones.

Y ahora me encontraba con la agradable compañía de tres gorilas que muy probablemente acabarían por matarme a pesar del buen consejo de ése que casi estaba a punto de cortarme la cabeza. Una de tres, si no me mataban por ganas, lo harían por obligación, o simplemente por que sí. O tal vez no, yo sólo era un pobre ignorante que tenía a su favor que uno de ellos no quería mancharse su traje caro con mi sangre.

Naturalmente yo no sabía lo que buscaban, no tenía ni idea. Mi abuelo nunca me había contado nada especial, diferente, peligroso o interesante, excepto sus escasas historias amorosas y las viejas aventuras de una guerra que no viví. Sí me hablaba, en cambio, de la muerte de su hijo y su nuera, mis padres, y también de un hermano que falleció cuando apenas era un adolescente. Hablaba mucho de ese hermano, siempre contaba lo mismo pero de manera diferente. Y también hablaba mucho de su propia muerte. El pobre viejo no tenía más familia que yo, ni poca ni mucha, ni lejana ni medio desconocida, solamente yo y una vieja amiga y amante que regentaba algo parecido a una pensión.

Y ahora yo tenía un cuchillo en la garganta a punto de cortármela. Al hombre que lo empuñaba sólo le preocupaban las arrugas de su traje y el enorme anillo de oro que llevaba en el dedo meñique de su mano izquierda y que no dejaba de mirar, mientras, con la derecha sostenía el cuchillo en mi cuello.

Entonces me di cuenta que aquel cuchillo tenía un número grabado en él.

¿Sería eso lo que buscaban?, ¿un número que abría puertas insospechadas y terribles? ¿Una caja de seguridad, una cuenta corriente, un archivo informático?, ¿la clave de un código ultra secreto o quiromántico?, ¿un número premiado de la lotería?, ahora el gángster y yo teníamos delante de nuestras narices un número grabado en un cuchillo de cocina y él sólo era capaz de mirar su monumental y chabacano anillo de oro.

Yo, por mi parte, casi no podía ni mirar ni hacer nada más excepto oír el retumbar de mi corazón mientras el sudor iba empapando mi camisa. ¡Cerdo!, me estás mojando, grito “el elegante”, dándome un empujón y separándome de él. Al caer al suelo el cuchillo me cortó un poquito más de la cuenta, no demasiado, pero si lo suficiente para sangrar y manchar mi camisa sudada. Al ver la sangre, el hombre del anillo de oro soltó asqueado el cuchillo lejos de sí. ¡Sangre!, maldita sea, exclamó. Muchachos, nos vamos, les gritó, aquí no está si es que tenía que estar, quemadlo todo, no dejéis nada sin chamuscar.

Empezaron a rociar todo aquel desorden con gasolina que enseguida prendió.

¿Qué hacemos con este?, preguntaron los gorilas señalándome a mí.

Dejadlo, que se las apañe como pueda.

Y así lo hice, con una herida en el cuello, con un brazo un poco quemado y medio asfixiado por el humo, huí por la escalera de incendios, claro está, sin olvidarme antes de recoger un cuchillo de cocina que llevaba un número grabado en su hoja y que no sabía qué diablos significaba. Aquello era todo mi patrimonio.

Después de salir del hospital donde me curaron las quemaduras y me pusieron ocho puntos de sutura en el cuello, tuve que hospedarme en casa de Encarnita, no tenía a dónde ir y ella me acogió. Durante todo el tiempo, que no fue mucho, que estuve hospitalizado, no me separé ni un instante de mi cuchillo y de ese misterioso número.

Lo que no pude evitar fue que Encarnita lo viera.

¿Qué haces tú con ese cuchillo?, me preguntó.

No supe responderle otra cosa que, ¿lo conoces?, ¿sabes qué es?

¡Claro!, me dijo sonriendo, aquí tenía tu abuelo grabado mi número de teléfono, nunca se acordaba de él, y no se le ocurrió otra barbaridad que grabarlo en el cuchillo más grande que tenía en la cocina en lugar de anotarlo en una agenda como hace todo el mundo. Era un extravagante. Perdía mucho la memoria, el pobre.

Entonces… ¿sólo es tu número de teléfono?

Sí, ¿por qué?

¿Qué es lo que buscaban aquellos salvajes pues?

No sé, pero el cuchillo seguro que no.

Debió de ver mi cara de asombro, porque me preguntó, ¿no me crees?

Sí, claro, le dije. Pero no, no me la creí, un tiempo después averigüé que aquel no era ningún número de teléfono.

Nos quedamos los dos callados.

También hacía pronósticos cuando se lo pedían, añadió al cabo de un rato mientras miraba por la ventana.

¿Adivinaba el futuro?

No, solamente hacía pronósticos, eso no es adivinar el futuro, y según se ve acertaba mucho. A veces iba gente rara a su casa, gente muy rara.

¿Fuisteis amantes?, le pregunté.

¿Quieres que te cuente nuestra historia?

Me gustaría mucho, le respondí.

Lo haré, pero esa es una novela para otro tiempo y lugar, me dijo con una sonrisa sincera. Yo me la miré en silencio mientras de la calle nos llegaba un griterío hostil.

¿Qué pronosticaba?

El día de tu muerte, me respondió con toda la naturalidad del mundo.