viernes, 19 de junio de 2009

El peletero/El Gordo/El Fin (4 de 5)



12 Junio 2008

Quise huir, pero me contuve, me hice pasar por una especie de asesor de la familia. Le extrañó, se sorprendió, pero quiso disimular, quiso hacer un pacto, quiso negociar. Me dio miedo, aquel hombre no tenía mesura.

En mi trabajo siempre uso tres verdades, una es la verdad simple y escueta, y esa fue la primera que manifesté sin complejos y sobreponiéndome al miedo. Le dije que las pinturas que el marido de Brigitte había comprado siguiendo sus consejos, aunque no eran falsas, no valían el esfuerzo ni siquiera de mirarlas.

Que alguien puede engañar a unos viejos ignorantes y ricos, sí. Que alguien les puede hacer pagar sumas importantes por pinturas sin valor de artistas más que mediocres, también. Que se puede traicionar a unos y engañar a otros con mentiras, es obvio, que estos unos y otros pueden ser muchos, por supuesto, pero jamás, jamás, pueden ser todos. Este es el límite, todos. Puedes conseguir mucho de algunos, pero nunca algo, aunque sea poco, de todos.

Yo no lo quiero todo, me respondió, yo sólo quiero mucho. ¿Cuánto?, pregunté. Ya se lo he dicho, insistió, mucho. Eso no es ninguna respuesta, puntualicé, es un deseo. Sí, lo es, sácielo, cólmelo, calme mi ansia. Este par de viejos imbéciles han pagado a instancias mías mucho dinero por algo que no vale nada, dijo, mi consejo les llevará pronto a la ruina, ¿no es triste?, ¿porqué no llora conmigo? Usted también quiere su parte, quiere algunas buenas migajas, ¿verdad?, por eso me ayudará a conseguir a otros imbéciles como esos dos, y por esa buena razón también firmará este contrato que hay encima de mi mesa.

¿Un contrato?, ¿creía que yo firmaría algo parecido a un contrato? Ahora sí que empezaba a tener pánico. Mi primera verdad no había ni resplandecido ni cegado a nadie; estaba frente a un loco, no era un simple estafador, los estafadores me gustan, pero los locos no, me hacen dudar y sudar y el primero es un lujo que nunca me permito. Bien, si la primera verdad no había surtido efecto debía de usar la segunda.

¿Por qué supone que debo firmar eso?, le pregunté.

Porque soy el mejor socio que puede hallar y además todavía es usted muy joven, me respondió.

¿Por qué yo?

Me gusta su aspecto, demuestra que no le importa la opinión de los demás.

El contrato era tentador y también lo era la provisión de fondos que lo acompañaba, dinero en billetes de banco, uno encima de otro y todos juntos en aquella mesa. Aceptémoslo pues, me dije. Agarré el contrato, lo leí, era corto y claro, y lo firmé. Hijo de puta, pensé, si tu cara auténtica no es la que veo, tú tampoco verás mi verdadera firma si es que tal cosa existe. Sí, estampé en aquella hoja de papel una firma falsa. Esa fue la segunda verdad.

Firmé yo pero con el garabato de otro, de alguien que ni siquiera existía. Si no eres notario no compruebas las firmas.

Cogí el dinero, le dije que sí a todo, lo saludé cortésmente y me despedí.

Tenía que idear un plan y para ello me fui a un balneario. El único plan que se me ocurrió fue recurrir a la tercera verdad, la de emergencia. Tenía que librarme antes del miedo. ¿Sudando en una sauna? ¿Por qué no?

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