Hemeroteca Peletera
El oso varado
Hace unas semanas empaquetaba trastos, ahora, sin embargo, los desempaqueto. No sé que es peor. El 23 de julio pasado, a las doce de la noche, cerraba una puerta, llamaba a un ascensor y no miraba atrás. Entre un hecho y el otro han sucedido muchas cosas, todas ellas trascendentes, que he disimulado, frente a los que me rodean y de la mejor manera que he podido, imitando a un oso marino varado en una playa.
Ha sido una buena actuación en la que me han ayudado un pollo con arroz y garbanzos, unos pezones duros y un divorciado con ganas de volver a ver a su ex mujer.
Treinta y tantos días de vacaciones, todos juntos, suman demasiados para los tiempos que corren, parecen, y lo son, un verdadero lujo asiático. No obstante, el único placer que le puede quedar a alguien que ha quemado sus naves, y sabe que no habrán más playas ni más barcos, es resignarse, tumbarse en el césped, no hacer nada y dejar transcurrir el tiempo mientras oye a sus conciudadanos conversar de manera distendida en la orilla de una piscina a la que se le agota su presupuesto municipal. Escuchar confidencias no es fácil, lograr pasar desapercibido, o conseguir la confianza del otro que te muestra su miedo, tampoco, explicarlas después, sin delatar a sus protagonistas, mucho menos.
Dice Vinicius de Moraes que "la tristeza no tiene fin, que la felicidad sí", y una forma de ahuyentar la primera para que la segunda perviva es la de recrear el Edén y en su defecto el "el baño, la sauna, la terma, la piscina, el solarium, la playa, el harén. Lugares de reunión y placer y por supuesto también de intriga y conspiración." (El peletero jardinero)
Mi piscina municipal forma parte claramente de esa lista , es un aceptable remedo edénico en el que se escenifica un simulacro de felicidad primordial a través de la desnudez del cuerpo que las playas nudistas llevan al extremo, y una parodia fundacional de la política a través de la charla y la gastronomía, incluso el agua es también un elemento purificador como el fuego, en cada baño en la piscina hay un bautismo, un nuevo comienzo, un renacimiento no siempre logrado.
Hace unas semanas empaquetaba trastos, ahora, sin embargo, los desempaqueto. No sé que es peor. El 23 de julio pasado, a las doce de la noche, cerraba una puerta, llamaba a un ascensor y no miraba atrás. Entre un hecho y el otro han sucedido muchas cosas, todas ellas trascendentes, que he disimulado, frente a los que me rodean y de la mejor manera que he podido, imitando a un oso marino varado en una playa.
Ha sido una buena actuación en la que me han ayudado un pollo con arroz y garbanzos, unos pezones duros y un divorciado con ganas de volver a ver a su ex mujer.
Treinta y tantos días de vacaciones, todos juntos, suman demasiados para los tiempos que corren, parecen, y lo son, un verdadero lujo asiático. No obstante, el único placer que le puede quedar a alguien que ha quemado sus naves, y sabe que no habrán más playas ni más barcos, es resignarse, tumbarse en el césped, no hacer nada y dejar transcurrir el tiempo mientras oye a sus conciudadanos conversar de manera distendida en la orilla de una piscina a la que se le agota su presupuesto municipal. Escuchar confidencias no es fácil, lograr pasar desapercibido, o conseguir la confianza del otro que te muestra su miedo, tampoco, explicarlas después, sin delatar a sus protagonistas, mucho menos.
Dice Vinicius de Moraes que "la tristeza no tiene fin, que la felicidad sí", y una forma de ahuyentar la primera para que la segunda perviva es la de recrear el Edén y en su defecto el "el baño, la sauna, la terma, la piscina, el solarium, la playa, el harén. Lugares de reunión y placer y por supuesto también de intriga y conspiración." (El peletero jardinero)
Mi piscina municipal forma parte claramente de esa lista , es un aceptable remedo edénico en el que se escenifica un simulacro de felicidad primordial a través de la desnudez del cuerpo que las playas nudistas llevan al extremo, y una parodia fundacional de la política a través de la charla y la gastronomía, incluso el agua es también un elemento purificador como el fuego, en cada baño en la piscina hay un bautismo, un nuevo comienzo, un renacimiento no siempre logrado.
Jorge Wagensberg se preguntaba el año 1984, gracias al éxito de la cibernética, que:
“¿Podemos construir conocimiento prescindiendo del aporte de información del mundo real? No podemos sacrificar el flujo de información pero sí el que esta se refiera al mundo real. Podemos, en efecto, inventar otro mundo. Y dejar para más tarde la discusión de su parecido con el real. (…) En el mundo simulado podemos (volver a) observar y experimentar a nuestro antojo. Los límites del mundo real han sido burlados. Y con la nueva información podemos construir nuevo conocimiento que ofrecer a la crítica”. (Jorge Wagensberg, "La simulación del mundo". La Vanguardia de Barcelona, domingo, 5 de febrero de 1984)
(...) tiesto, balcón, o ventana, con flores, almunia, huerto, patio andaluz, árabe o romano, jardín trasero, claustro, jardín francés, jardín inglés, jardín japonés, jardín zen, jardín botánico, jardín laberinto, jardín místico, jardín poético, jardín secreto, jardín colgante, jardín persa, invernadero, parque, camino o calle arbolada, área de descanso de una autopista, cementerio, campo de golff, (...) la corona fúnebre, el florero, el ramo de flores o la flor en el pelo y la flor en el ojal, o una coloreada fuente llena de frutas.
El jardín, como sabemos, está en el principio y parece estar también en el final, donde el pollo con arroz y garbanzos, los pezones duros, la casa, la cabaña, la tienda, la cueva y el féretro son sólo pasos intermedios. La topografía, como el sexo y la gastronomía, es una disciplina científica que, al aliarse con la arquitectura para sustituir la naturaleza por el paisaje, inventa el jardín. De toda la lista antes relacionada, si tuviéramos que escoger alguno de ellos según nuestras preferencias, elegiríamos el francés y el secreto.
El jardín francés es el más urbanizado de todos ellos, es el que menos imita a la naturaleza y es el que más obra de ingeniería necesita, el más artificial y por el ello el más verdadero, fuentes, surtidores, canalizaciones, escaleras, miradores, terrazas, pérgolas, balaustradas, grupos escultóricos. Mucho seto, mucha gravilla y poco césped. Y también tiene, según su tamaño, paseos y avenidas. Por todo ello, cuando está mal cuidado y abandonado y las aguas de sus estanques están encharcadas y mohosas, su atractivo aumenta tanto como lo puede hacer una ruina arqueológica invadida por la hiedra. Es en este instante preciso de metamorfosis cuando el jardín puede convertirse en jardín secreto. (El peletero jardinero)
En el imaginario catalán existe “la caseta i l’hortet”, la casita y el huerto, que los norteamericanos han perfeccionado en sus suburbios de los extrarradios y que ahora todos imitamos.
En "Blue velvet", David Lynch nos retrata ese típico jardín de una casa convencional de suburbio norteamericano de clase media. La cámara recorre el césped, se adentra en una selva desconocida como si nosotros mismos hubiéramos disminuido de tamaño igual que "El increíble hombre menguante". A medida que el foco se cierra aparecen seres extraños, monstruos y restos humanos devorados por las hormigas y escondidos en esa vegetación en miniatura: el césped, que representa la felicidad al alcance de cualquiera, un paraíso terrenal debajo de nuestros zapatos. La escena termina con el protagonista, que regaba también el jardín, tirado por el suelo sufriendo un infarto cardíaco mientras el perro de la familia bebe del agua de la manguera caída que brota como un manantial.
En otro de mis blogs preferidos he leído, hace unos días, un relato muy inquietante de John Cheever, “El gusano de la manzana”. El cuento empieza de la siguiente manera:
“Los Crutchman eran tan felices, tan extraordinariamente felices, y tan moderados en todas sus costumbres, y todo lo que les pasaba les parecía tan bien que uno se veía obligado a sospechar la existencia de un gusano en su sonrosada manzana, y a imaginar que el llamativo color de la fruta no tenía otro objeto que esconder la gravedad y la extensión de la enfermedad.”
El narrador no llega a creerse que tal felicidad y perfección puedan ser ni posibles ni verosímiles, por ello trata, a lo largo de todo el relato, de desenmascarar el engaño. Sin embargo, su esfuerzo será en vano y su fracaso rotundo.
Al final no tendrá más remedio que aceptar las evidencias y los hechos: los Crutchman son verdaderamente felices y se aman entre ellos sin dobleces, incluso debe reconocer que el gusano, quizás, se encuentra en el ojo del espectador que no quiere, o no sabe, ver la excelencia, la alegría y la bondad de la vida feliz. ¿Es así?
Hablando de felicidad y de días, en uno de ellos de agosto me quedé solo en una casa ajena, dueño y señor un día y medio escaso, fue el momento más feliz de mis vacaciones asiáticas. Logré convertirme en monje, alguien refugiado en sí mismo y autosuficiente que no necesitaba a nadie. Durante treinta y seis horas me sentí libre y protegido, salvaguardado y lejos del exterior. ¿Protegido de qué?, ¿de quién? De los demás, de la gente feliz y desgraciada, y de las hormigas que devoran los miembros amputados que las personas van perdiendo, sin darse demasiada cuenta de ello, en sus jardines y huertos, en sus alfombras y moquetas. La felicidad es un osario, una colección y una amalgama indescifrable, como las conversaciones de piscina, de ecos y exvotos.
Hace un tiempo yo mismo, en el primer post de esta hemeroteca, recordaba las partes de mi cuerpo que no podía llevarme conmigo y que había de abandonar como ofrendas o tirar en los estupendos contenedores de basura del Ayuntamiento de Barcelona. Si no recuerdo mal eran “los ojos, las manos, el labio superior, los dos testículos y la pierna derecha”.
Cualquiera sabe, o debería saber, que el sexo se encuentra en la cabeza más que en los genitales, pero todo tiene un límite y los cuerpos necesitan, al igual que los cerebros, neuronas y sinapsis, manos que los acaricien y ojos que los miren y yo no tengo nada de todo eso. En esa situación tan penosa cualquiera comprenderá que no disfrute del amor de las mujeres, ni de los hombres, todo el mundo prefiere, yo mismo también, a alguien más entero que en lugar de querer parecer un oso marino simule mejor ser un delfín acrobático y sonriente. No se lo reprocho, nadie precisa a un tullido, alguien raro, vehemente, melancólico y taciturno que se debate en dilemas insolubles sobre si la felicidad es una máquina mental, un plató o una tontería.
Pero los delfines no se pueden pescar en nuestras aguas, están protegidos por leyes que quieren hacernos felices, más parecen un invento de Walt Disney que un animal carnívoro. El que desee a alguien a su lado con la piel plateada, reluciente y brillante, con los ojos grandes y luminosos, saltarín y juguetón, tendrá que contentarse con un bonito del norte que, dicho sea de paso y como su nombre indica, tampoco es feo.
Una de las primeras películas de la historia de la cinematografía, “El regador regado”, que Louis Lumière rodó en 1895, retrataba a un hombre burlado mientras regaba con una manguera un jardín. Era una broma inocente y sencilla, un niño escondido pisaba la goma impidiendo al agua salir. Cuando el regante trataba de averiguar qué sucedía, inspeccionando la manguera por su abertura, el muchacho la liberaba levantando el pie, mojando y empapando de manera imprevista al pobre regante.
En este sencillo cuento encontramos a los tres protagonistas básicos de la caída edénica. El regador es Adán y Eva en uno solo, la manguera es la serpiente, y el niño es Dios. ¿O el orden es otro?
En el Paraíso los árboles sí que son una simple opinión, en cambio, los arroces con pollo y garbanzos, los pezones duros y los divorciados añorados, no.