sábado, 8 de noviembre de 2008

El peletero/Julia-1



21 Abril 2007

El Segundo pensamiento que le vino a la cabeza a Víctor cuando murió su esposa en un accidente de automóvil, fue que necesitaba urgentemente acostarse con una mujer. Lo había leído en algunas novelas y lo había visto en numerosas películas. Sus amigos y sus amigas hacían exactamente igual cuando eran abandonados por sus amores y sus amantes, o se les morían por enfermedad o también por accidente, precisaban acostarse rápidamente con alguien, no importaba demasiado quien fuera. Incluso alguno de ellos había descubierto su homosexualidad en estas situaciones de urgencia sexual y desesperación. Aunque todos ellos a “eso” le llamaban "soledad", en realidad era una manera de expresarlo más intelectual, y al mismo tiempo les otorgaba más importancia y trascendencia al dar a entrever que "sufrían". Parecía que a todos les había ido muy bien esa terapia de contacto carnal, así que Víctor también quiso probar.

El problema es que no tenía con quien acostarse. Era un hombre lento para ese tipo de cosas y poco hábil, pero ahora estábamos hablando de una emergencia y por supuesto no quería pagar, él no necesitaba eso en ningún caso, aunque tampoco pondría ningún impedimento a unas cuantas mentiras bien construidas.

Pobre Víctor, tenía un problema, no conocía a ninguna mujer que se fuera con él a la cama simplemente con pedírselo, por más carita de pena que pusiese no lo conseguiría. Además, eso normalmente no precisa lástima, necesita tiempo, encanto y seguridad y él no tenía ninguna de esas cosas. Tampoco era un hombre joven o especialmente guapo, no tenía un buen automóvil ni dinero que ostentar. En realidad no tenía nada. Pero tenía a alguien. Tenía a Verónica, su mejor amiga, se conocían desde la infancia, ambos congeniaron ya de pequeños y lograron ser amigos toda la vida. Únicamente se acostaron en una ocasión cuando todavía eran muy jóvenes. Pero a pesar de ser unos adolescentes tuvieron la lucidez de no volverlo a repetir; aunque les había ido francamente muy bien, no se acostaron nunca más juntos. Por eso siempre siguieron siendo amigos.

Verónica era una “conseguidora”, una primera clase. Conseguía todo aquello que le pedían. Normalmente le solicitaban cosas vulgares, la gente no tiene demasiada imaginación o en todo caso sus deseos son estereotipados, simples, gregarios y miméticos. Casi todo el mundo desea lo mismo. Pero Víctor, le pidió algo especial, le pidió aquello que realmente necesitaba. Pensó que ella lo entendería rápidamente, eran amigos y también creía que lo podía conseguir. Solamente le dio un nombre, y Verónica ya supo a qué se refería. Querida Verónica, necesito a Julia, le pidió. No te preocupes, le respondió, te la buscaré y la tendrás. No hizo falta decirle nada más, enseguida se puso manos a la obra.

Julia, naturalmente, no existía excepto en la mente de Víctor, no era ninguna mujer ni ninguna niña. Igual podía ser la esposa que acababa de morir, como también la hija que jamás había tenido. Julia podía ser aquel lejano primer amor de trenzas rubias, tres años mayor que él y que nunca le hizo el más mínimo caso y que acabó casándose con un muchacho con cara de Pasolini y que trabajaba para una petroquímica de Argelia. Allí se fue su Julia de trenzas rubias, más bonita que una espiga de trigo, a tostarse bajo el cielo del Sahara, mientras su hombre le vaciaba las entrañas al desierto.

Julia podía ser también su prima pequeña, que tenía la nariz en forma de patata más bonita de la tierra. En su día fue un garbancito rubio y ahora era una hermosa mujer de cuarenta y tantos, de piel clara y dientes blancos. Julia también podía ser la hermana mayor de ella o quizás aquella otra que murió de sida sin más compañía que sus dos hijos todavía pequeños.

O la que se salvó de un cáncer de pecho. O la que se operó la nariz. O su amiga que se puso unas tetas más grandes. O su abuela que quedó embarazada veintitrés veces. O su otra abuela que no llegó a conocer y que exhibía orgullosa su postiza dentadura de madera. O su propia madre, claro está, o la hermana que nunca le dio.

Julia podía ser cualquiera de ellas y muchas más, por separado o todas juntas y al mismo tiempo.

No te preocupes Víctor, le dijo Verónica, mañana mismo te llamará y ya acordaréis vosotros dos lo que creáis conveniente.

Verónica conseguía lo imposible, o al menos cosas que se le parecían de forma considerable. Y en este caso se acercó mucho, el resultado fue casi perfecto.

Efectivamente llamó, tenía un cierto acento extranjero, dulce. Quedaron para cenar. No era rubia ni mucho menos. Su cabello era negro y su piel tenía un maravilloso color canela. Además era más alta que él, muy bella y parecía simpática, inteligente y culta. Y se esforzó en demostrar que también era cariñosa y amable.

Por supuesto no se llamaba Julia, pero sí algo parecido, muy similar. Era igualmente un nombre patricio, de romana antigua. Se llamaba Claudia. A Víctor ya le pareció bien, no iba en aquel momento a exigir ninguna mentira que pareciese verdad, se conformaba solamente con lo verosímil. Y Claudia era tan absolutamente verosímil que nadie la hubiera distinguido de la verdad más rigurosa. No era Julia, era mejor.

Cenaron y conversaron toda la noche. Cerraron el restaurante y unos cuantos bares. Y ya de madrugada pasearon por las calles recién regadas. Lo que hicieron después, pues después algo hicieron, no debe ser revelado, porque nadie sería capaz de comprenderlo.