miércoles, 20 de agosto de 2008

El peletero/Pasolini



18 Noviembre 2006

Muy pocos intelectuales y artistas contemporáneos han tenido una visión tan amplia y precisa de la sociedad, cultura y política de su tiempo como la tuvo Pier Paolo Pasolini. Su imagen pública fue tan atractiva como inimitable, tan incómoda como fascinante, tan diáfana como perturbadora, tan oscura como luminosa y tan cierta como inaceptable.

Su influjo tenía tanto que ver con sus postulados y obras como con su magnetismo personal. El atractivo provenía del margen, de lo poco común y aceptado, del filo cortante de una inteligencia superior, una atalaya tan sensible como racional y exigente. Su persona transmitía respeto y miedo, y sólo la simpatía de su obra lo hacía más cálidamente humano.

Una característica de esta inteligencia única la define su originalidad, una mirada singular que en nada se parecía ni se parece a ninguna otra. Porque su originalidad provenía, precisamente, de su afán por encontrar el “origen” que conduce a toda verdad. Un empeño seguramente ingenuo, incluso vano, pero que en buena parte de su legado conseguimos percibir sus destellos.

El atractivo físico lo transmitía su rostro, una máscara tan auténtica con su personalidad que casi parecía no ser de este mundo. Mitad ángel mitad diablo, su rasgos de campesino y obrero se transmutaban, con un leve giro de cuello, en la fisonomía de un delincuente, un aristócrata, un dandi que provocaba vértigo. Sus eternas gafas de sol eran su antifaz en un carnaval al que había sido invitado el último, o en el que, tal vez, era su anfitrión. Una sombría mirada que escondía su dulce tristeza. La autoridad de su pensamiento lo encarnaban sus rasgos y esta figura elegante y distante que como un anacoreta predicaba en silencio aunque su voz sonara estruendosa.

En sus ensayos, su poesía, sus novelas, sus artículos, su cine, Pasolini nos habla constantemente del presente o directamente del pasado para advertirnos del futuro. Su cultura le servía de trampolín desde donde nos aturdía con sus rápidas y perfectas piruetas, tan simples y bien trazadas como su impecable caída vertical. Uno podía no estar en absoluto de acuerdo con muchos de sus argumentos políticos, pero podía reconocer una extraña premonición que los sustentaba, una innata intuición de visionario.

La obra y persona de Pasolini tienen mucho de agoreros, de aguafiestas, como el espectro oscuro que nos anuncia la mala nueva, pero este aparente fantasma de la muerte es el bajorrelieve de todo lo contrario que, por contraste, nos muestra la celebración de la vida en toda su efímera crueldad y belleza.

El centro de plenitud de su trabajo está hecho de una poética crítica muy personal, en constante controversia con el poder y el sujeto, la codicia, la ignorancia, la banalidad, y… también consigo mismo. Su silueta y su sombra eran el trasunto físico de esta tarea, a ella dedicada como misión ineludible. Pasolini se mostraba como un príncipe del lumpen proletario, travestido de místico, chulo, detective, o lingüista de su Friule natal. El talento lo imponía con discreción, pero también con furia o cólera, si convenía. Su presencia era abrupta, intempestiva, inesperada, como el del novio que no pudo ser o el amigo perdido que, después de muchos años, de repente regresa a su pueblo, a su barrio, para desasosiego de todos.

En sus películas, algunos de sus actores fetiche son moldes casi exactos de sus mismos trazos faciales, una coincidencia inquietante con la de su compatriota Caravaggio, con cuya obra, vida y muerte guarda tantas similitudes.

Pero Pasolini, que amaba tanto la vida que veía escaparse, no podía por menos que mostrarse también risueño, aunque fuera de forma trascendente y enigmática. Si no, ¿cómo se explica que fuera capaz de convertir a un maravilloso cómico en horas bajas como Totó en un actor de cine mudo, en una curiosa mezcla de Charlot y Keaton a la italiana?

Una muestra de este pesimismo tramado de optimismo lo tenemos en un ensayo ejemplar en el que analiza y razona los motivos por los cuales Alberto Sordi no provocaba la risa a los espectadores de la puritana Europa del norte. Sólo una mente tan disciplinada y privilegiada podía haber observado esta extravagante paradoja de su colega y amigo. En este texto, Pasolini se da cuenta de que sólo el humorismo teñido de bondad es universal, y en cambio Sordi representaba la comicidad amoral, incluso perversa, sin ninguna clase de piedad: “Reímos y salimos del cine avergonzados de haber reído, porque nos hemos reído de nuestra vileza, de nuestro qualunquismo, de nuestro infantilismo”.

Su don poético y capacidad analítica le permitió vislumbrar y anunciar el mundo por venir, incluso con misteriosa, sabia y serena anticipación su propia y trágica muerte.

El día de mi muerte

En una ciudad, Trieste o Udine,
por una calle de tilos,
cuando en la primavera mudan
de color las hojas
yo caeré muerto
bajo el sol que arde,
rubio y alto,
y cerraré los párpados
dejando el cielo en su esplendor.


Bajo un tilo tibio de verde,
caeré en el negro
de mi muerte que dispersa
los tilos y el sol.
Los bellos jovencitos
correrán en esa luz
que recién he perdido,
volando fuera de la escuela,
con rizos en la frente.

Yo seré todavía joven,
con una camisa clara
y con los dulces cabellos que llueven
sobre el polvo amargo.
Estaré todavía con calor,
y un muchachito corriendo por el asfalto
tibio de la alameda
me posará una mano
sobre el vientre de cristal.


(Con la música de “The Köln Concert” de Keith Jarrett, fondo musical del episodio dedicado a Pasolini y rodado en la playa de Ostia en la película “Caro Diario” de Nanni Moretti, el más conmovedor homenaje que haya podido hacer un cineasta a otro).

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