viernes, 5 de diciembre de 2008

El peletero/Sirio



16 Junio 2007

Sirio siempre venía a recibirme. Incluso a veces me traía una rata muerta que depositaba gentil entre mis pies. Yo lo acariciaba, le rascaba la oreja y le decía cosas bonitas. Él movía la cola en señal de aceptación y comprensión, y tan contento se llevaba la rata a su escondite para devorarla después o sólo para dejar que se fuera pudriendo olorosa y perfumada.

Yo le llamaba Sirio, pero no tenía nombre. Deambulaba por los alrededores del Hotel Tsamis en busca de las basuras que varias veces al día depositaban en la parte de atrás, listas para ser recogidas por el servicio municipal.

Los expertos dicen que los nombres de perro deben contener una “o”, es aconsejable, las “os” les resuenan mucho más claras y audibles.

La mayoría de las ratas y algún que otro conejo que cazaba no se los comía, los mantenía enteros fermentándose al sol, aromáticos. Eran una señal, una tentación y un regalo. Una buena manera para atraer a las hembras, para conseguir que acudiesen interesadas. Paciente esperaba, incluso creo que olvidaba que esperaba. Olvidaba el hambre y olvidaba la soledad de perro sin dueño. Aunque yo también me olvidaba de él, nunca he logrado olvidar que esperaba y qué esperaba.

En el hotel Tsamis no había ninguna parada de autocar. La línea que cubría el trayecto desde Thessaloniki no se detenía allí. Eso me obligaba a pedirle al conductor que por favor se detuviera para poder bajar. Siempre lo hacía. Las normas no eran rígidas o no les hacían caso, y así podía apearme delante mismo del hotel.

Al abrirse las puertas ya lo oía ladrar y mi primera palabra era el grito de su nombre.

La recepcionista, una muchacha de culo más ancho que sus propias caderas siempre me sonreía rara al ver mi familiaridad con Sirio, un perro sarnoso come-ratas. Yo le miraba descaradamente el escote que mostraba generosa al llevar la camisa siempre desabrochada en sus estratégicos botones de arriba. Al verme mirar atrevido sus dos bondades, la sonrisa se le cambiaba de rara a nerviosa y a punto de convertirse en antipática. Pero algo la detenía, no sé que era, sólo sé que la señal me la daban sus gafas al quitárselas. Cuando lo hacía sabía que el peligro había pasado, y que me daría una de las habitaciones que daban al lago. Silenciosas, tranquilas y con buena vista. La diferencia entre el lado del lago y el de la carretera era la misma que había entre el cielo y la tierra.

Y yo se lo agradecía con mi mejor mal griego y ella con una sonrisa que no terminaba de colocar bien en su cara asimétrica.

Sirio también tenía su escondite en el lado del lago. Muchas noches le veía desde el balcón de la habitación corretear en busca de algo. El olor es cómo el frío, cae, se mueve a ras de suelo, repta. Por eso podía observarlo sin que él se diera cuenta.

El olor cae y repta, por eso en ocasiones también apesta.

Lo que me temía ocurrió. Un día llegué y no le oí ladrar, le llamé y no acudió.

Pregunté a la recepcionista por Sirio. “Is left”, me respondió con su inglés escolar. ¿Left?, ¿where?, le pregunté yo a su vez, en mi inglés de aeropuerto. Me contó que se lo habían llevado a una granja de visones cercana, el hermano del dueño del hotel tenía una y quería un buen cazador de ratas para atrapar las que acudían en busca de la comida de los visones. Me quedé más tranquilo, pero lo que no me gustó fue la sonrisa de satisfacción de aquella muchacha. ¿Me lo estaba imaginando o de verdad se creía la rival de un perro?

Me dio una habitación del lago sin el ritual de siempre, esta vez no había sido necesaria aquella pantomima tonta.

Al cabo de media hora llamaban a mi puerta, era ella. En cinco segundos hube de tomar una decisión trascendental para el resto de mis viajes. ¿Fachada lago o fachada carretera?

Me alegré por él, por Sirio. Estaba mucho mejor, tenía una caseta, un trabajo de responsabilidad, poca humedad, buena comida y… ¡esposa! Que pronto daría a luz.

Me olió a kilómetros, y a un par de llegar a la granja ya lo tenía ladrando a las ruedas del auto que nos llevaba allí. Paramos, nos abrazamos y lloramos los dos un poco. Luego nos repartimos los regalos. Yo le llevaba unas buenas sobras de pollo, y él a mí un ratoncito de bosque.

Murió de viejo. Su supuesto dueño me llamó para preguntarme si quería que lo enterrase. Le respondí que no, los animales no tienen tumba le dije.

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