martes, 5 de enero de 2010

El peletero/Ángela (17 de 20)



1 Julio 2009

17. ¿Ángela Martínez López era Ángela Martínez López?.

El caso es que ésta fue casi nuestra última conversación.

Cuando digo conversación me refiero a eso, a conversar, no solamente hablar.

La invitación a la boda me llegó con puntualidad. Y yo asistí con mi novia de turno.

En esa boda conocí a Ángela Martínez López, la hija de Ángela Martínez López.

Una vez más me quedé boquiabierto.

Cuando digo que la conocí quiero decir que en aquella boda me la presentaron como Ángela, porque conocerla ya la conocía de antes y con otro nombre.

No es nada extraño ni rocambolesco. No era ninguna de las “masajistas” de ningún burdel, ni tampoco la estríper de un cabaret o barra americana. La conocí dos meses atrás como muchacha de la limpieza. Aunque la palabra “conocerla” es muy exagerada.

También es verdad que la había visto en la habitación de aquel hospital, pero, sinceramente, no la recordaba, ni a ella ni recordaba tampoco la apendicitis de mi amigo. La vi escasos segundos y Cristina casi me sacó a empujones.

Al verla ahora no reconocí a la chica de 16 ó 17 años que vi en aquella habitación de hospital y sí a la mujer que ahora limpiaba unas oficinas. Entre una escena y la otra habían pasado cerca de 20 años.

Apenas hacía dos meses, y cuando ellos dos ya llevaban siete de prometidos, habíamos ido a casa de un cliente a tratar de convencerle de la bondad de una de nuestras propuestas. Era muy tarde, pasadas ya las doce de la noche, allí estábamos, en la sala de juntas discutiendo asuntos profesionales. Mientras tanto dos muchachas limpiaban a nuestro alrededor, batas grises, escobas, cubos y detergentes en mano. Ellas se hablaban entre sí y uno de los empleados de aquella oficina que aún se encontraba por allá también les dirigió alguna palabra. Oí que una se llamaba o la llamaban Isabel, y la otra Maribel.

Sin querer vertí el café encima de la mesa, parte cayó al suelo y un poco encima de mi pantalón y en un mal lugar, justo en medio de la bragueta. Nuestro cliente llamó a Isabel para que limpiara el estropicio. Se acercó una de aquellas dos muchachas con una bayeta, esa tal Isabel, y en un santiamén estuvo todo limpio. Me entregó también una toallita mojada con agua y con un poco de jabón para que yo mismo tratara de eliminar la mancha de café que había caído en un lugar tan delicado. Recuerdo que se hicieron un par de bromas inocentes y tontas a propósito de ella, del lugar donde había caído, que tenía suerte que no fuera “café con leche”, y de mi estampa ridícula fregando mi pantalón. Bromas que esa tal Isabel no secundó ni sonrió ni mucho menos respondió, solo me miró al darme la toallita y me siguió mirando mientras yo mismo me limpiaba algo embarazado y a la vista de todos, y me seguía mirando cuando se la devolví.

Nosotros continuamos trabajando un poco más. Ellas dos terminaron y se fueron. Más tarde, al marcharnos, al salir a la calle y antes de llamar a un taxi, vi a una pareja al lado mismo del portal besándose con mucha entrega y entusiasmo.

Debimos de hacer ruido mis compañeros y yo, o nos hicimos notar por algo. Al pasar por su lado dejaron de besarse y nos miraron. Ella era esa Isabel que minutos antes me había entregado una toallita mojada con jabón para que limpiara mi entrepierna, y él era un hombre bastante joven, más joven que ella, muy alto y corpulento.

Ésa era la anécdota sin importancia. No hubiera llegado a ser ni siquiera una anécdota si no fuera porque esa tal Isabel fue, dos meses más tarde, Ángela.

¿Por qué se había cambiado el nombre?

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