jueves, 29 de enero de 2009

El peletero/Nº 5



26 Septiembre 2007

UNA VERDAD, OTRA CONVERSACION CON EL FANTASMA Y…

No acostumbramos a ser críticos literarios, pero sí nos gusta dar nuestra opinión sobre cosas insólitas que sacuden nuestras vísceras.

Procuraremos hablar de un libro que nos gusta, lo haremos a nuestra manera. Con la levedad del bailarín que guía a su compañera de baile, tratando de seguir la música, que quieras o no, es la misma para ambos.

Nos gusta seguir el ritmo acompañado.

Bailar solos está bien, pero la sonrisa de tu pareja mejora la vida, la salud y el entendimiento. El tiempo transcurre como es debido, y los razonamientos de nuestras neuronas saben mezclarse correcta y armoniosamente con las células cardíacas para seguir esa coreografía que te permite bien pensar y pensar bien.

Bien pensar y pensar bien, al igual que la cintura y la cadera, todo se mueve al compás.

Al compás del tiempo que no cede.

Bien pensar y pensar bien. Es fundamental para sobrevivir.

Para sobrevivir bien, disfrutar de la alegría y procurar entender libros como ése que vamos a tratar de comentar muy a flor de agua.

Nos gusta el pueblo judío, quizás porque hemos conocido a muchos y de algunos hemos visto sus números tatuados. A Iván, a Milton, a Rathaus, a Levin, a Levit, a Goldferin, a Freeman, a Forman, a Feldman, a Cristina.

A Diana. Tan delgada como una flecha.

Y a Verónica.

Y a toda su épica.

Y nos gusta el libro de Albert Cohen, dedicado entero a su madre, “El libro de mi madre” Un tipo de mujer ya inexistente y que merece, al menos hablar de todas las que eran como ella y, sin duda, de ella. Él lo hace, y pocos lo han hecho como él.

Ruego encarecidamente que todos aquellos aficionados y profesionales de la psicología se abstengan de hacer ningún comentario. Y mucho menos los amantes y doctos en Freud y seudo discípulos.

Manténganse en silencio por favor.

Gracias.

El principio:

“Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie y nuestros dolores son una isla desierta. No es razón para no consolarse, esta noche, entre los ruidos postreros de la calle, consolarse esta noche con palabras. Ah, pobre perdido que, ante su mesa se consuela con palabras, ante su mesa y con el teléfono descolgado, pues le asusta el exterior y por la noche, si está descolgado el teléfono, se siente rey y defendido de los perversos de fuera, tan pronto perversos, perversos por nada”.

Es un comienzo duro. Pero no mejor es el final.

“Han transcurrido años desde que escribí este canto de muerte. He seguido viviendo, amando. He vivido, he amado, he gozado de momentos de felicidad mientras ella yacía, abandonada, en su terrible lugar. He cometido el pecado de la vida, yo también como los demás. He reído y volveré a reír. A dios gracias, los pecadores vivos no tardan en convertirse en muertos ofendidos”.

Hoy en día no tiene ningún sentido hablar de una madre a no ser que uno quiera ser cursi, o un político que trate de legislar alguna ley reparadora o protectora, un recaudador de votos.

Es fácil pensar que éste es un libro fúnebre pues habla, y mucho, de ella, de la muerte, y de la muerte de su propia madre. La muerte está presente constantemente. Hay sin duda tristeza y una cierta perplejidad por la transformación de las cosas en algo nuevo, que el autor no está muy seguro de su bondad.

Pero… no es un libro dedicado a la Muerte, no lo es, y sí al Amor.

Pero para que uno pueda hablar de él, del Amor, en mayúsculas, y hacerlo debidamente, debe de ir constantemente de la mano de “ella”, de esa fría y huesuda mano de la muerte. Es inevitable, es así, no hay manera de cambiarlo ni de evitarla.

Ella también quiere bailar su propia danza que sin duda no es la del vientre.

“Aquella mujer que había sido joven y guapa, era una hija de la Ley de Moisés, de la Ley moral que para ella tenía más importancia que Dios. Por tanto, nada de amores enamoradizos, ni pamemas a lo Ana Karenina. Un marido, un hijo a quien guiar y servir con humilde majestad. No se había casado por amor. La habían casado y ella había aceptado dócilmente. Y había nacido el amor bíblico, tan distinto de mis occidentales pasiones. El santo amor de mi madre había nacido en el matrimonio, había crecido con el nacimiento del bebé que fui yo, se había desarrollado en la alianza con su amado esposo contra la vida perversa.”

Este tipo de cosas deben decirse y repetirse. Hay que dejarlas escritas tal y cómo él hizo y nosotros procuramos repetir aquí. Hay que saber que eso existió, y que hubo personas que así, tal cual, lo sintieron en sus corazones.

Corazones humildes y sinceros, que sabían que la razón estaba de su parte.

Respecto a ello ruego que tampoco se hagan análisis sociológicos, históricos o antropológicos.

Hay que callarse y procurar entender.

Sí serían adecuados los comentarios morales, pero hoy en día pocos son capaces de hacer tal cosa, fuera del dogma o del fanatismo. No es eso lo que nosotros reclamamos, por supuesto. Pero nos gustan los comentarios morales, que añadiéndoles una “t” se convierten en mortales.

Albert Cohen habla mucho del pecado de la vida, se siente culpable de acompañar a su madre al tren de regreso a Marsella. Mientras él solamente tiene puesto su pensamiento en… Dianne. Y Atalanta…Y Julieta…

Sus pensamientos están absolutamente dominados por los besos que le prometen sus amigas.

Pecado de la vida. Así lo llama él.

- ¿Por qué has llamado a este post Nº 5?

- Por el perfume de Chanel, mi madre todavía lo usa y a mi me gusta olerla con él.

- ¿Te crees un perfume?

- ¿Quién, yo? ¡No!... pero perfumo. A quien se me acerca.

- Eres un petulante.

- Sí.

- ¿Qué música estás escuchando?

- Una rumba catalana de “Los Manolos”, titulada “Una aventura”.

- ¿Con quien la bailas?

- Adivina.

- ¿Con tu madre?

- ¡No!, ella ya no puede hacer tal cosa. Bailo con la novia de mi padre.

- ¿Tu padre tiene una novia?

- Sí, él pronto cumplirá noventa años y ella ya pasa de los cuatro. Pobre, tampoco puede, pero le gusta vernos bailar. La niña sonríe como las diosas. ¿Sabes qué es eso?

- Sí, claro que lo sé.

- Entonces sabrás que su sonrisa tiene poder.

- ¿Eh? Sí, por supuesto

“Escondiste estas cosas de los sabios y entendidos y las has revelado a los niños… porque así te agradó.”

(Lucas, 10:21)

- ¿En que consiste ese poder de la sonrisa que dices? Yo ya lo sé, pero cuéntalo tú, por favor.

- Eres un fantasma mentiroso, no sabes nada. Es la alegría, sólo eso. Contigo siempre termino diciendo cosas cursis. Literatura amorosa barata.

- ¿La alegría?

- Sí.

“¡Sí, es eso!”. Dijo alguien a mis espaldas que no era el fantasma, pero que se encontraba por allí fisgoneando.

Me di la vuelta y la vi. No era ningún fantasma, no. La saludé.

- ¡Hola!

Y me devolvió el saludo.

- Hola.

- ¿Cómo te llamas?, le pregunté.

- Amparo, me respondió.

- Precioso nombre, te estaba esperando.

- ¿Sí?

- Sí, ven. ¿Te apetece un whisky?

- Claro, pero antes dame un beso, soso.

- Perdón, es verdad.

Y le dio un beso.

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