martes, 19 de mayo de 2009

El peletero/El blog apócrifo de Lorena, una carta y una canción (5 de 8)



7 Abril 2008

Anna era espléndida, también estaba, como yo, enamorada de María. Sé que le robó unas cartas. No hacía otra cosa que leerlas y no sé qué decía de publicarlas en no sé dónde. Pero no tenía futuro, y como yo, tampoco tenía pasado, aunque su marido Jorge parecía tener dinero.

No es bueno que el dinero lo tenga tu marido, el dinero no es dinero cuando es el “otro” el que lo tiene.

Siempre debes tenerlo tú. Eso es lo que sucedía con María, el dinero era suyo y la sonrisa era de Enrique, su esposo.

La sonrisa de Buda.

Siempre digo cosas inconexas y contradictorias. María no era fácilmente aprensible. Tampoco lo es el dinero que pasa de mano en mano, igual que el sexo, que también pasa de mano en mano.

A pesar de hallarse cerca ya de los sesenta y tener un cuerpo que no escondía su incipiente decrepitud, María prometía algo importante, no sé qué, pero algo. Todavía no he averiguado qué demonios era, tampoco sé si me lo dio o no, aún me lo pregunto, quizás prometía no prometer nada. Quizás cuando hablaba todos comprendían cosas distintas, señal inequívoca de hablar mal. Quizás sus palabras eran muy mediocres y por eso todos entendían lo que decía, también señal inequívoca de hablar mal. Quizás se disfrazaba de poeta y de mujer “vivida”, señal inequívoca de no tener nada que decir o de expresarse mal. Quizás se rompió el labio un día limpiando los cristales. Quizás por eso cojeaba, quizás no se rompió el labio y sí la rodilla llevando a uno de sus hijos en brazos, o el codo, o alguien le rompió el bazo y la vesícula en algún encontronazo furtivo o premeditado. Y luego, pobre, no podía vomitar bien la bilis.

Pero algo extraño ocurrió cuando un día me di cuenta que tenía celos de sus amantes.

Primero aparecieron esos celos y luego un hecho desagradable. La vi borracha.

Yo había visto a muchos borrachos, hombres, mujeres y niños y apenas me afectaban y me afectan.

Ella no era distinta a los otros. Era un ser doliente igual que los demás. Todos los borrachos lo son.

Cuando lloraba, cuando solamente lloraba parecía estar todavía más borracha.

Pero… yo sentía celos de sus amantes.

María lloraba encima de unos papeles y cartas manoseadas y mojadas de sudor o de no sé qué, pero era algo húmedo.

¿Orines?

Me preguntaba quién era mientras le aguantaba la cabeza al vomitar. Soy Lorena, le respondía. ¡No, estúpida!, te pregunto por ése de las cartas, ¿quién es?, me gritaba.

Cuando dormía y la velaba leía aquellos papeles arrugados, y mojados. En ellos había un nombre al final, una firma en forma de cruz.

Un Cristo extraño. Un analfabeto.

Sin duda alguien muerto, tan muerto como lo están los mamíferos muertos, hinchados y corrompidos o como los jilgueros muertos, caídos en el fondo de su jaula, tiesos, o como un árbol talado, abatido, o como una sonrisa transformada en estertor, grotesca. Como las piedras redondeadas y pulidas, como los cantos rodados, grises, o marrones como mis ojos de india, almendrados. Piedras negras como mis cabellos negros, hierbas negras como el vello de mi pubis que siempre he de depilar por culpa de esos tangas tan pequeños y por esas lenguas que han visto demasiado sexo enlatado y estereotipado.

Leyendo esas cartas, sentada en su cama, mientras ella dormitaba, tuve la regla, se me adelantó, aún faltaba una semana, pero me vino. Y manché las sábanas de María como lo hice con las mías mi primera vez. Mi madre procuró lavarlas enseguida y casi no mencionó el hecho, excepto para decirme que cada mes me sucedería igual. ¿Por qué?, le pregunté.

No me respondió.

La que sí lo hizo fue mi tía Isabelita, la loca, ella me contó lo que debía saber y qué debía hacer. Estuviera sola o acompañada. Por un hombre o por una mujer.

La primera vez que me acosté con Juan me ocurrió igual, tuve la regla antes de tiempo.

Él ni se inmutó. ¡Mira!, me dijo, señalándose el pene.

Miré, y lo vi salir de mí, rojo con mi sangre.

No sé por qué, me reí.

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