jueves, 30 de septiembre de 2010

El peletero/La aguja del pajar (48)


Lecciones imaginarias, poéticas y desordenadas sobre arte y pintura.

48. La Verdad y la Muerte

Toda la filosofía de Nietzsche está fundamentada en el miedo a la muerte, su victoria y aceptación colérica y heroica, soberbia y lujuriosa, su famosa danza dionisíaca es miedo a morir. Nietzsche era hijo de un tiempo vanidoso, era un gallo decapitado, una falsa imagen de vida, una farsa grandilocuente construida con palabras que pretendían ser castillos con torres más altas que las de Babel. Pero... tenía razón. La muerte es un secreto sabido que no por sabido deja de ser un secreto, esa es la clave de todo, la verdad que no otorga poder.

La verdad que no otorga poder.

Al menos no para los humanos. ¿Qué otro saber puede ser más poderoso que saber que vamos a morir?, ¿saber que no moriremos? ¿Es lo que saben Dios, el diablo y los ángeles de sí mismos?, ¿qué no morirán? Pero para morir hay que estar vivo, ¿lo están ellos? Jesús lo estuvo para ser el chivo expiatorio de todos nosotros y morir en nuestro lugar.

Es indudable que la naturaleza de los seres celestiales e infernales posee una semejanza indudable con la de las bestias que pueblan nuestro mundo y que ignoran su condición de mortales. Los espíritus se encuentran a medio camino entre nosotros, los humanos, y ellos, los animales. Entre ambos hay esa semejanza y esa diferencia fundamental: saber. Los animales ignoran que morirán aunque puedan presentir la muerte, en cambio, los seres espirituales, divinos y semidivinos, conocen que no morirán.

La verdad que sí otorga y confiere poder es saber que vivimos.

Hablar de ellos, de esos seres descarnados, tal y como lo hacemos les da consistencia y entidad, parece que sean seres reales igual que lo somos nosotros. Los tratamos de tú, con respeto y confianza también al decir, sólo decir, cosas de ellos. Desplegar toda esa literatura fantástica es adornar nuestra condición de sepultureros, darle renombre, prestigio y dignidad. Todo lo que hacemos en esta vida, todo, comer, vivir, amar, someter, atesorar, pensar, hablar, cantar, danzar, procrear y matar es a causa de la muerte cierta, todo es por ella. La diferencia entre las civilizaciones radica en la manera en cómo entienden y encaran, cada una, la muerte, el resto es adorno, juego de pies, pantomima de manos de magos y prestigitadores.

La continuidad genética de la especie y la de nuestras tribus y patrias nos otorga una falsa sensación de permanencia e inmortalidad que es abatida de una manera absoluta en cada hecatombe, natural o provocada. Nos sentimos inmortales en nuestros hijos ¿Quién puede enfrentarse al Cosmos y a nosotros mismos? Domeñar la naturaleza está mal visto, es, dicen, un nuevo pecado de soberbia. Erradicar el mal provoca más muertes que las que pretende evitar. Se mata en nombre de Dios y de la paz, se mata en nombre de cualquier cosa. ¿Para sobrevivir hay que matar?, seguramente sí. 

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48M
-“Alguien me preguntó una vez si lo que había debajo de mi almohada era una vaca, yo le respondí que no, que eso que había debajo de mi vaca era una almohada de plumas de ganso.

En una ocasión no supe responder, con la precisión y claridad que tu siempre me pedías, a una sencilla pregunta tuya. Al oír mi contestación te callaste, una vez más, decepcionado. Ya no sé quién hablaba entonces ni quién lo hace ahora, querido Víctor, si tú o yo, si tus correos o mis recuerdos, si tus vacas o mis almohadas que tarde o temprano, puedes estar seguro, vomitarán todos sus sueños llenando la habitación de vacas con plumas de ganso”. (La madeja. Cartas a un amigo.)

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48H
-“En Cork fuimos a un pub por la noche, la gente se subía al escenario, agarraba el micrófono y cantaba su canción. Parecían profesionales sin serlo, era una maravilla oír aquellas baladas celtas llenas de sentimiento, dulzura y fuerza, tan bien cantadas por gente anónima, no profesional. Cuando llegó la hora de cerrar todos se pusieron de pie y cantaron algo que parecía un himno, se me erizó la piel al escucharlos, no sé si de emoción o de temor. 

Aquella noche entró en nuestra habitación la dueña de la casa donde nos hospedábamos para recoger su dentadura postiza que había olvidado en el baño. Yo me encontraba ya en la cama leyendo, vestía sólo el pantalón del pijama y llevaba el torso desnudo; antes de irse se me acercó coqueta y acarició furtiva, rápida y apasionadamente el vello de mi pecho, sonrió, me pidió disculpas y se fue con el vaso con agua  y su prótesis metida en él mientras me guiñaba un ojo. Soltaste una carcajada, me arrebataste el libro de las manos y me bajaste el pantalón. No sabías cantar baladas celtas.” (El hilo. Cartas a una amiga.)

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