El Valle del Silencio (2)
Uno.
Todo un día para desalojar a cuatro soldados franquistas y matar a otros tantos. 
Pasaron la noche sin dormir. (Bienvenida)
Dos.
Las  ciudades vacías son una negación, representan una carencia, un fracaso,  y la oscuridad de sus noches también lo es. Ni un automóvil ni una  bicicleta. Nadie venía y nadie se iba. Miraba la puerta verde y  recordaba una antigua melodía. (La sonrisa más bonita del mundo)
Tres.
Después  del almuerzo, y con la barriga llena, Marià, Silvia, Víctor, Mercè y  yo, emprendimos la vía santa. Caminamos por un sendero montañoso  resiguiendo un valle que a veces era plano y otras escarpado, en  ocasiones un poco difícil, pero casi siempre llevadero, hacía mucho  calor y la comida, con la ayuda del orujo y aquella caminata que nos  estábamos dando, terminó rápidamente digerida. 
Llegamos  por fin a la cueva y entramos, estaba fresca y silenciosa, limpia y  cuidada, había un altar y una bicicleta falsa de hierro colado, llena de  flores. Al salir nos encontramos con dos muchachas jóvenes, bonitas y  espigadas de largas melenas castañas, y un niño rubio pequeño y desnudo  que las acompañaba; no respondieron a mi saludo y sí al de los demás. Al  salir nosotros una entró en la cueva con un acordeón diatónico y se  puso a tocar y a interpretar algo parecido a un canto gregoriano, una  melodía religiosa y antigua, la otra se fue con el chiquillo camino  abajo. La música y la canción eran cautivadoras, salían de dentro de la  montaña como si ella misma fuera la que cantara y la cueva su boca.
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“Las  sirenas tienen un arma más terrible aún que el canto: su silencio.  Aunque no ha sucedido, es quizás imaginable la posibilidad de que  alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio ciertamente no”  (Kafka)

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