Textos vírgenes, el arte de no decir nada. (2)
La ópera flotante.
“De mi padre heredé la costumbre de hacer tareas manuales vestido con  ropa buena. Papá tenía ese hábito, como los cirujanos del siglo XIX que  aparecían con ropa de gala en la sala de operaciones y se enorgullecían  de hacer una operación difícil sin ensangrentar sus pecheras almidonadas  y tachonadas.
-Enseña a ser cuidadoso –declaraba papá- y a trabajar con facilidad. El trabajo duro no siempre es un buen trabajo.
Con  el mismo atuendo que se había puesto esa tarde en el juzgado, flor en  el ojal y todo, papa cavaba el huerto antes de la cena, rociaba de  insecticida contra las orugas a los catalpas (mezclando él mismo el  líquido con cal apagada), a veces encalaba las pilastras de la casa o  lavaba el coche con la manguera. Jamás se ensució o mojó o ni siquiera  arrugó la ropa. Cuando un día de 1930 llegué a casa y encontré a papá en  el sótano, una punta del cinturón atada a una viga y la otra alrededor  de su cuello, no había ni una pizca de suciedad en su persona aunque el  sótano estaba bastante sucio. Su ropa estaba perfectamente planchada y  sin arrugas de ninguna clase, y aunque tenía la cara negra y los ojos  saltados, su cabello estaba meticulosa y correctamente peinado.
Concuerdo  con papá que hacer tareas manuales con la ropa de oficina enseña a ser  cuidadoso y meticuloso y realizo esa práctica casi siempre. Pero  sospecho que él le atribuía un valor definitivo; pienso que estaba  relacionado con alguna vaga filosofía suya. Conmigo ese no es el caso y  le advierto que no deduzca ningún matiz filosófico en esta práctica mía.  En mi rutina cotidiana, hay muchísimos elementos que implican  legítimamente mis ideas acerca de las cosas, pero usted no debe elaborar  nada a partir de equivocaciones, de otra manera, se verá perdido. Quizá  ni siquiera debía haber mencionado que trabajaba en mi barca con ropa  de oficina”.
“La ópera flotante”, John Barth.
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La luz sólo deberá iluminar las manos que trabajan, y un par de metros escasos a su alrededor. 
Al  finalizar la jornada el tablero habrá de quedar limpio y despejado, los  instrumentos y los útiles guardados en sus respectivos cajones, las  pieles recogidas en su hierro o depositadas, extendidas planas, en una  mesa y cubiertas, todas ellas, con un papel poroso que las proteja del  polvo y que les permita, al mismo tiempo, respirar. 
El  suelo tendrá que estar barrido y fregado, y la bata blanca, impoluta,  la colgaremos de su percha dentro del armario de la ropa de trabajo.
Al llegar a casa la familia nos recibirá con alegría y nosotros nos mostraremos contentos de estar con ellos. 
Cocinaremos algo ligero, beberemos un buen vino y mantendremos una conversación simpática y amena sobre los sucesos del día. 
La iluminación de las habitaciones será tamizada y la música suave.
Mientras  charlamos de cosas intrascendentes reflexionaremos en silencio, con  disimulo, irónica y someramente, que la vida es extraña a la propia vida  que la ensucia de forma indebida. 
Nos acostaremos temprano, pero nos dormiremos tarde, sin sonreír.
La luz sólo deberá iluminar las manos que trabajan, y ese par de metros escasos a nuestro alrededor, pues más allá no hay nada, ni la luna ni el sol, ni las estrellas del cielo ni las olas del mar. 
(“Manual de psicología trágica en una sola lección”,  por Demóstenes Vilanova del Bell Puig, eminente psiquiatra griego del  siglo XXXVI d. C., famoso por su célebre aforismo: “El enigma no está  debajo de la cama, está encima”.)

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