jueves, 24 de marzo de 2011

El peletero/La ópera flotante



Textos vírgenes, el arte de no decir nada. (2)

La ópera flotante.

“De mi padre heredé la costumbre de hacer tareas manuales vestido con ropa buena. Papá tenía ese hábito, como los cirujanos del siglo XIX que aparecían con ropa de gala en la sala de operaciones y se enorgullecían de hacer una operación difícil sin ensangrentar sus pecheras almidonadas y tachonadas.

-Enseña a ser cuidadoso –declaraba papá- y a trabajar con facilidad. El trabajo duro no siempre es un buen trabajo.

Con el mismo atuendo que se había puesto esa tarde en el juzgado, flor en el ojal y todo, papa cavaba el huerto antes de la cena, rociaba de insecticida contra las orugas a los catalpas (mezclando él mismo el líquido con cal apagada), a veces encalaba las pilastras de la casa o lavaba el coche con la manguera. Jamás se ensució o mojó o ni siquiera arrugó la ropa. Cuando un día de 1930 llegué a casa y encontré a papá en el sótano, una punta del cinturón atada a una viga y la otra alrededor de su cuello, no había ni una pizca de suciedad en su persona aunque el sótano estaba bastante sucio. Su ropa estaba perfectamente planchada y sin arrugas de ninguna clase, y aunque tenía la cara negra y los ojos saltados, su cabello estaba meticulosa y correctamente peinado.

Concuerdo con papá que hacer tareas manuales con la ropa de oficina enseña a ser cuidadoso y meticuloso y realizo esa práctica casi siempre. Pero sospecho que él le atribuía un valor definitivo; pienso que estaba relacionado con alguna vaga filosofía suya. Conmigo ese no es el caso y le advierto que no deduzca ningún matiz filosófico en esta práctica mía. En mi rutina cotidiana, hay muchísimos elementos que implican legítimamente mis ideas acerca de las cosas, pero usted no debe elaborar nada a partir de equivocaciones, de otra manera, se verá perdido. Quizá ni siquiera debía haber mencionado que trabajaba en mi barca con ropa de oficina”.

“La ópera flotante”, John Barth.

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La luz sólo deberá iluminar las manos que trabajan, y un par de metros escasos a su alrededor.
Al finalizar la jornada el tablero habrá de quedar limpio y despejado, los instrumentos y los útiles guardados en sus respectivos cajones, las pieles recogidas en su hierro o depositadas, extendidas planas, en una mesa y cubiertas, todas ellas, con un papel poroso que las proteja del polvo y que les permita, al mismo tiempo, respirar.

El suelo tendrá que estar barrido y fregado, y la bata blanca, impoluta, la colgaremos de su percha dentro del armario de la ropa de trabajo.

Al llegar a casa la familia nos recibirá con alegría y nosotros nos mostraremos contentos de estar con ellos.

Cocinaremos algo ligero, beberemos un buen vino y mantendremos una conversación simpática y amena sobre los sucesos del día.

La iluminación de las habitaciones será tamizada y la música suave.

Mientras charlamos de cosas intrascendentes reflexionaremos en silencio, con disimulo, irónica y someramente, que la vida es extraña a la propia vida que la ensucia de forma indebida.

Nos acostaremos temprano, pero nos dormiremos tarde, sin sonreír.

La luz sólo deberá iluminar las manos que trabajan, y ese par de metros escasos a nuestro alrededor, pues más allá no hay nada, ni la luna ni el sol, ni las estrellas del cielo ni las olas del mar.

(“Manual de psicología trágica en una sola lección”, por Demóstenes Vilanova del Bell Puig, eminente psiquiatra griego del siglo XXXVI d. C., famoso por su célebre aforismo: “El enigma no está debajo de la cama, está encima”.)

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