El Lebrel Obeso. (7 de 11)
 Toda la obra de Saúl  Steinberg es una colección de acertijos, adivinanzas y chistes y, como  él mismo afirmaba, una manera de reflexionar dibujando. Arte primitivo,  egipcio, dibujos infantiles, Klee, Gris..., todo se mezcla en una  conjunción acertada en su amplitud y ambigüedad para tratar una cuestión  de hondo y perenne calado: la identidad humana.
 Saúl Steinberg es uno  de los artistas gráficos que sin ser verdaderamente original consigue  que miremos sus imágenes como si fueran realmente “cosas” nuevas, la  humildad de la línea y del dibujo es elevado a la categoría de “pieza de  museo”, de “tratado filosófico” en el mejor sentido gráfico de la  expresión: el de aquél que construye nuevos paradigmas y que parecen  desmentir la quimera de la que hablábamos en el capítulo anterior. 
 En el fondo de la  memoria y del recuerdo se encuentra ese origen que todo artista persigue  como si quisiera terminar un lago viaje de regreso, entrar de nuevo en  el útero materno y mirar el mundo por última vez como si fuera... la  primera vez.
 Harold Rosenberg, en  su excelente tratado de 1978 sobre el artista rumano, hace una disección  pormenorizada y certera de su obra y al hilo de la idea expresada en  párrafos precedentes afirma que Steinberg concibe el arte como una  práctica autobiográfica, es cierto. 
 ¿Los verdaderos artistas hablan de sí mismos haciéndolo de los demás? Steinberg sí.
 Rosenberg nos habla  de “el señor cualquiera”, y en él pensamos al creer que en ese ser  anónimo hay una de las claves de la despersonalización y del proceso de  “emblematización” de muchos de los artistas contemporáneos, por eso  afirmábamos también que pocos artistas retratan al no querer poner  nombre a las cosas, pensando equivocadamente que la palabra oculta su  identidad. Pero Steinberg está constantemente retratándose a sí mismo,  él no es ningún emblema ni tampoco una de esas rúbricas indescifrables  que vemos en sus obras y de las que Mark Twain nos hablaba: autógrafos  indescifrables:
 "Le  escribí una carta en la que mencionaba la colección de conchas formada  por un caballero, y otra de pipas de espuma de mar. Refería mi visita a  un nabad que tenía millares de autógrafos indescifrables, de esos que  adora un espíritu naturalmente dispuesto a las cosas nobles. Y  gradualmente mi correspondencia fue de un interés cada vez mayor, pues  no había carta en que no mencionase las chinas únicas, los millones de  sellos postales, los zuecos de campesinos de todos los países, los  botones de hueso, las navajas de afeitar... Tardé poco en darme cuenta  de que mis descripciones habían producido los frutos que yo esperaba de  ellas. Mi tío empezó a buscar un objeto digno de interesarle como  coleccionista. Usted sabe, sin duda, la rapidez con que se desarrolla un  gusto de este género. El de mi tío no fue gusto; fue furor, antes de  que yo tuviese conocimiento exacto de los avances de aquella pasión  dominadora. Supe que mi tío no se ocupaba ya en su gran establecimiento  para la compra y venta de puercos. Pocos meses después se retiraba de  los negocios, no para descansar, no para recibir el premio de sus  afanes, sino para consagrarse, con una rabia delirante, a la busca de  objetos curiosos. He dicho que mi tío era rico; pero debo agregar que  era fabulosamente rico. Puso toda su fortuna al servicio de la nueva  afición que lo devoraba. Comenzó por coleccionar cencerros. En su casa,  que era inmensa, había cinco salones llenos de cencerros. Se diría que  en aquella colección había ejemplares de todos los cencerros del mundo.  Sólo faltaba uno, modelo antiquísimo, propiedad de otro coleccionista.  Mi tío hizo ofertas enormes por ese precioso cencerro; pero el rival no  quiso desprenderse de su tesoro. Ya sabe usted la consecuencia de esto.  Colección incompleta es colección enteramente nula. El verdadero  coleccionista la desprecia; su noble corazón se despedaza; pero, así y  todo, vende en un día lo que ha reunido en veinte años. ¿Para qué  conservar una causa de tortura? Prefiere volver su mente hacia un campo  de actividad virgen aún.” (Mark Twain, “El vendedor de ecos”)
 La obra de Saúl Steinberg es una colección de cosas insólitas, inauditas, algunas imposibles, como él mismo.


 
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