viernes, 17 de mayo de 2013

El Peletero/"Mi amor"



Hemeroteca pelletera.

Mi amor”.

La Graciella és una senyora cubana que passa diverses vegades cada dia per davant de la meva botiga, s’atura a saludar-me i em diu que sóc el català més guapo que ha conegut mai. La Graciella té més de vuitanta anys i tots el dies dona varies voltes a la illa de cases ajudada pel seu bastó per no quedar-se anquilosada ni deixar que l’artrosi la immobilitzi per a sempre; passet a passet, caminant lentament, va fent via. Ens hem fet mig amics i m’explica coses de la illa caribenya i m’agraeix que pregunti per la seva salut i la de la resta de la família. De jove tenia que haver estat una dona molt maca i atractiva. M’agrada el castellà que parla, un castellà polit i brillant.

Quan l’Albert i jo vam arribar a Cuba en el llunyà 1984 ens vàrem trobar en que totes les noies i senyores de qualsevol edat ens deien, al dirigir-se a nosaltres i sense conèixer-nos de res, “mi cielo”, “mi amor”, mi cariño”, i coses semblants, totes elles del mateix estil.

Al principi, i després de sorprendre'ns gratament i de gaudir del fet en sí –les catalanes, i dones geogràficament afins, no són precisament un model de simpatia i afecte, més aviat tot el contrari, sempre sembla que algú els degui diners-, pensàrem que estàvem més guapos del compte i del normal per alguna raó estranya o pel sol del tròpic que embelleix a tothom, però no, malauradament no era així perquè després vàrem constatar que aquestes flors les deien a qualsevol sense discriminació, igual que si fos, com així era, només un ús corrent del llenguatge i de les normes de tracte habitual entre les persones d'allà. D’aquesta trista manera vàrem baixar del núvol per continuar, com fins aleshores i fins avui, caminant arran de terra.

No sé si és culpa dels serials televisius veneçolans o colombians o de la immigració caribenya que ha arribat a les nostres ciutats i cases per netejar la nostre brutícia i tenir cura dels nostres ancians, però crec percebre que la moda dels “mi amor” i "mi cielo" s'ha estès entre la població femenina espanyola. És un costum bonic, naturalment, però desconcertant quan sents a la teva enamorada anomenar-te d'aquesta manera i al mateix temps fer-ho també amb el seu cosí segon i el veí del cinquè. Perd, per dir-ho així, efectisme psicològic.

En el fons i una vegada més, he de reconèixer que és una qüestió de vanitat, de simple i terrible vanitat.

Tanmateix, hi ha un fet similar encara que diferent que vull destacar i que vaig trigar un any a descobrir, de nou per al meu desencant i desengany.

Moltes persones, la majoria dones –encara que tanbé bastants homes al estar al barri gai de Barcelona-, quan passaven -i continuen passant- per davant de la meva botiga giraven el cap i en fer-ho creia que em miraven. No pensava que miressin les coses disposades a l'aparador, no, sinó que els seus ulls em buscaven, que em miraven a mi al passar caminant, a mi que no estava ni estic, exactament, exhibit ni exposat a la venda en el meu petit aparador encara que, en bona mesura, consideri tristament que ja em trobo en fase de rebaixes, en plena liquidació final.

Però no, en realitat no em miraven, ni em miren a mi actualment ni a les coses que venc, res del que mostro els atrau ni els interessa el més mínim excepte una de sola: elles mateixes que miren la vitrina.

Per què?

Perquè es veuen reflectides en els vidres. La seva mirada, que semblava travessar i arribar fins a mi, donava lloc a la meva confusió vanitosa i feia que pensés equivocadament que l'objecte més preuat de la meva botiga era jo. Res més lluny.

Pensar que em miraven a mi!, pobre vanitós, pobre de mi!

Encara que elles i ells, és de justícia acceptar, també ho són quan es miren en els meus vidres com si fossin un mirall. És com l'amor que en realitat no és altra cosa que el reflex d'un mateix.

Pura vanitat.

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Hemeroteca peletera.

“Mi amor”.

Graciella es una señora cubana que pasa varias veces al día por delante de mi tienda, se detiene a saludarme y me dice que soy el catalán más guapo que ha conocido nunca. Graciella tiene más de ochenta años y todos los días da varias vueltas a la manzana ayudada por su bastón para no quedarse agarrotada ni dejar que la artrosis la inmovilice para siempre: pasito a pasito, paseando lentamente, va haciendo camino. Nos hemos hecho medio amigos y me explica cosas de la isla caribeña y me agradece que pregunte por su salud y la del resto de la familia. De joven tenía que haber sido una mujer muy bonita y atractiva. Me gusta el castellano que habla, un castellano pulido y brillante.

Cuando Albert y yo llegamos a Cuba en el lejano 1984 nos encontramos que todas las chicas y señoras de cualquier edad nos decían, al dirigirse a nosotros y sin conocernos de nada, "mi cielo", "mí amor", “mi cariño", y cosas parecidas, todas ellas del mismo estilo.

Al principio, y después de sorprendernos gratamente y de disfrutar del hecho en sí -las catalanas, y mujeres geográficamente afines, no son precisamente un modelo de simpatía y afecto, más bien todo lo contrario, siempre parece que alguien les deba dinero-, pensamos que estábamos más guapos de la cuenta por alguna razón extraña o por el sol del trópico que embellece a todo el mundo, pero no, desgraciadamente no era así porque después constatamos que esos piropos los decían a cualquiera sin discriminación, igual que si fuera, como así era, sólo un uso corriente del lenguaje y de las normas de trato habitual entre las personas de allí. De esta triste manera bajamos de la nube para continuar, como hasta entonces y hasta hoy, caminando a ras del suelo.

No sé si es culpa de los seriales televisivos venezolanos o colombianos o la inmigración caribeña que ha llegado a nuestras ciudades y casas para limpiarlas de la suciedad que generamos y cuidar de nuestros ancianos, pero creo percibir que la moda de los “mi amor” y "mi cielo" se ha extendido entre la población femenina española. Es una costumbre bonita, naturalmente, pero desconcertante cuando oyes a tu enamorada llamarte de esta manera y al mismo tiempo hacerlo también con su primo segundo y el vecino del quinto. Pierde, por así decirlo, efectismo psicológico.

En el fondo y una vez más, he de reconocer que es una cuestión de vanidad, de simple y terrible vanidad.

Sin embargo, hay un hecho similar aunque diferente que quiero destacar y que tardé un año en descubrir, de nuevo para mi desencanto y desengaño.

Muchas personas, la mayoría mujeres –aunque también bastantes hombres al estar en el barrio gay de Barcelona-, cuando pasaban -y continúan pasando- por delante de mi tienda giraban la cabeza y al hacerlo creía que me miraban.

No pensaba que mirasen las cosas dispuestas en el escaparate, no, sino que sus ojos me buscaban, que me miraban a mí al pasar caminando, a mí que no estaba ni estoy, exactamente, exhibido ni expuesto a la venta en mi pequeño escaparate aunque, en buena medida, considere tristemente que ya me encuentro en fase de rebajas, en plena liquidación final.

Pero no, en realidad no me miraban, ni me miran a mí actualmente, ni a las cosas que vendo, nada de lo que muestro les atrae ni les interesa lo más mínimo excepto una sola: ellas mismas que miran la vitrina.

¿Por qué?

Porque se ven reflejadas en los cristales. Su mirada, que parecía atravesar y llegar hasta mí, daba lugar a mi confusión vanidosa y hacía que pensara equivocadamente que el objeto más preciado de mi tienda era yo. Nada más lejos.

¡Pensar que me miraban a mí!, Pobre vanidoso, ¡pobre de mí!

Aunque ellas y ellos, es de justicia aceptar, también lo son cuando se miran en mis cristales como si fueran un espejo. Es como el amor que en realidad no es otra cosa que el reflejo de uno mismo.

Pura vanidad.

4 comentarios:

Antígona dijo...

Tengo una compañera de trabajo, estimado Peletero, ya bastante entrada en años, que tiene la costumbre de dirigirse a todo el mundo –aunque creo que ese todo el mundo se limita a las demás mujeres, debería fijarme mejor- en términos de “cielo” o “cariño”. No sabe cuánto me repugna oírle pronunciar ambas palabras cuando se dirige a mí. Ante todo, porque es el tipo de persona que no duda en acompañar ese “cielo” o “cariño” con un comentario en apariencia bienintencionado o inocente que, sin embargo, a pesar del tono afable, esconde una crítica bastante malintencionada o incluso rastrera, la mayor parte de las veces encaminada a mostrar presuntos defectos en el trabajo de uno en los que ella, por supuesto, jamás incurre.

Así que cada vez que la escucho pronunciar ese “cielo” o “cariño” me dan ganas de soltarle que con qué derecho se permite llamarme así si yo no soy ni su “cielo” ni su “cariño”. Obviamente, no lo hago por educación. Pero, personalmente, soy de quienes prefieren reservar ese tipo de palabras para quienes realmente la merecen en mi vida. Así, al menos para mí, conservan su sentido, y no se convierten en meros formulismos huecos y cursis que algunos podrían utilizar sin el menor empacho hasta con su peor enemigo. Las palabras, creo, es mejor cuidarlas. Al menos en la propia boca, puesto que uno poco puede hacer para regular cómo otros las usan en las suyas.

Paradójicamente, siempre me hizo gracia que, en mi tierra, en los mercados, los vendedores acostumbren a dirigirse a las clientas con el apelativo de “carinyet”. Pero supongo que este caso lo considero distinto: forma parte de la relación comercial que el cliente se sienta bien tratado por quien le atiende, y uno conoce las reglas y acepta el juego sin más. Todo depende, también, de la gracia que tenga el vendedor para halagar al comprador o hacerle esbozar una sonrisa. Porque hasta ese juego puede estar mal llevado.

¿Sólo cuestión de vanidad? Yo más bien creo que nos alimentamos de las miradas de otros. Nada llevamos peor que la invisibilidad. Perdemos la propia entidad si nadie nos mira. De ahí que me parezca natural su deseo de que esas miradas se dirigieran a usted, y no a los propios reflejos de los viandantes. Como me parece natural que ellos quisieran mirarse en su propio reflejo: a falta de nadie que nos mire, siempre valen los propios ojos para regalarnos de cuando en cuando una mirada.

¿Es el amor tan sólo el reflejo de uno mismo? No lo creo. Somos demasiado pobres, demasiado indigentes, como para bastarnos con el propio reflejo.

Un beso sin cristales de por medio

El peletero dijo...

Querida Antígona, permítame que la piropee: cuando usted es buena es muy buena. Me ha gustado mucho su comentario. Es para mi todo un honor tenerla a usted, y a Marga, como comentaristas.

Tiene toda la razón, somos demasiado pobres, demasiado indigentes, como para bastarnos con el propio reflejo. Pero es que no hay nada más cuando las miradas de los otros no existen. Es verdad que nos alimentamos de ellas, ¿no es eso vanidad? ¿Narciso no era vanidoso?

En fin, hace días que no veo a Graciella, mi cubana y me tiene preocupado, no tengo a nadie que me diga que soy el catalán más guapo que nunca ha conocido.

Eso, sin cristales.

Marga dijo...

Ufff, mea culpa, soy de esas féminas que tratan a los demás de "corazón", me gusta esta palabra... en mi caso sí suele ser un término cariñoso, soy una persona cariñosa qué le voy a hacer, y a que siempre he pensado que nunca está de más pasar la mano por los sentimientos de los demás. Aunque esos demás no sean precisamente los más allegados. Un corazón y una sonrisa me parecen imprescindibles. Al igual que los comentarios cortantes y la seriedad con aquellos que a mi entender se lo merecen. en mi descargo diré que siempre dejo claro cuales son mis sentimientos sin asomo de hipocresía, no como la compañera de Antígona, agggg, no soporto a esa gente... jajaja.

En el resto, lo dicho por usted y por Antígona deja poco hueco a mis reflexiones. Me ha gustado demasiado como para emborronarlo! A veces he pensado, eso sí, que mirarse en un escaparate o en un espejo tiene mucho también de extrañeza: por confirmar que seguimos ahí y que no hemos cambiado. La propia apariencia a veces desconcierta, al igual que la identidad (siempre a caballo con ella, jeje).

Espero que su cubana se encuentre bien. Esos encuentros son muy gratos, entiendo su preocupación...

Gracias por la parte que me toca, querido Peletero. Sabe que es recíproco.

Besos sin reflejos!

El peletero dijo...

Tiene mucha razón, querida Marga, pero no se sienta culpable de nada, aparte de casos particulares como el suyo u otros, es cierto que los usos del lenguaje cambian por pura mímesis. Mi padre llamaba a mi madre “nena” y a ella le gustaba, en cambio ella a él lo llamaba solamente por su nombre de pila. Cada uno tiene su propio método.

Mi cubana sigue sin aparecer.

Besos.