miércoles, 3 de septiembre de 2008

El peletero/Balenciaga



9 Diciembre 2006

El arte del vestir es una lucha titánica en contra del tiempo. Cristóbal Balenciaga llegó a ser un baluarte y un estandarte en esta desigual contienda que nunca terminará. La ley de la gravedad fue una de las más importantes armas que utilizó. Esa ley que rige la caída de las cosas es una aliada fiel y segura, aunque siempre difícil de acomodar, exigente y poderosa nunca hay nada que la desvíe de su deber, y sólo a veces el tiempo consigue doblegarla. Con ella dentro de la cabeza, Balenciaga esculpió una nueva anatomía humana.

El ángulo recto que formaban su pulgar y su índice fue la escuadra que le permitió cartografiar las sisas y los escotes, los bajos y las pinzas de pecho. Luchó sin descanso contra la resistencia que manifiestan los tejidos a dejarse domesticar o se alió con ellos si esa era la predisposición natural que manifestaban. El carácter de las cosas puede jugar a favor o en contra; la personalidad indomable de las telas o su capacidad de sumisión eran los polos de su batalla.

La memoria o la amnesia de los materiales en recobrar la forma “libre” y la exigencia de los cuerpos en ser cubiertos, vestidos y adornados, son los proveedores de todo este enorme arsenal de fuerzas y resistencias que facilita o entorpece, en este ámbito del vestir, todo intento decidido de construir un “atractor”.

Un atractor es una región del espacio-tiempo hacia donde convergen las trayectorias originadas en otra región distinta. Una trayectoria es aquello que nos hace resbalar sin remisión hacia ese punto, algunos consiguen deslizarse, los hay que logran llegar incluso patinando y con cierta elegancia, otros en cambio caen, rompiéndose huesos y cartílagos. Los vestidos de Balenciaga eran y son un atractor. Hacia ellos convergemos. Cuando eso ocurre el caos se descabalga a sí mismo y trota. A veces camina asido por nosotros de las riendas, manso pero desconfiado. En términos psicológicos podemos llamarlo seducción, fascinación o, incluso, atracción fatal.

Sobrio, navarro y soltero. No la usó nunca, suponemos, pero parecía ir siempre vestido con una sotana, abrochada entera en sus mil botones y ojales, el vestido perfecto. Sin embargo, la bata blanca inmaculada que sí llevaba, lo asemejaba a un cirujano, enguantadas sus manos en seda. Recibía en su “casa”, mostraba en sus “salones” y trabajaba en su “taller”. Casa, salón, taller. Diseñaba, cortaba y cosía, sabía hacerlo todo. Nada estaba listo hasta el final que nunca llegaba, descosiendo y recosiendo. Siempre corrigiendo. Por imperativo estético y por lógica artesanal, su trabajo nunca terminaba.

Balenciaga siempre concibió sus vestidos como un puente colgante. Suspendidos de un cuerpo, de él pendían, tensos, oscilantes y vibrantes. Afinados. Su obsesión por las mangas y su puesta a punto era indubitada y tenaz. Muchos lo han calificado, con razón, de arquitecto; sus vestidos son una complicada red de contrafuertes y contrapesos que mantienen la obra en pie para que todos puedan verla y admirarla. Y también heredarla, porque ahora, las hijas de aquellas madres son las nuevas usuarias, orgullosas de ello y generosas también al poder donar públicamente sus colecciones para el elogio de todos y el estudio admirado de algunos.

Los cimientos, el andamiaje y toda la labor de ingeniería de sus obras permanecen escondidos. Para observarlos, hay que destripar las piezas, descoserlas y desmontarlas. Sólo así veremos las costuras, las pinzas y los cortes ocultos; incluso las plomadas que ponía en los dobladillos son imperceptibles. Arquitectura, pero también escultura y, por supuesto, representación, donde todo el artificio, su maquinaria y engranaje permanecen detrás, fuera del escenario donde tiene lugar el espectáculo. Allí, en aquel recóndito lugar al que todavía no ha sabido llegar ningún bisturí sin provocar la muerte, él, escondió su secreto.

Balenciaga vivió y pudo disfrutar de los mejores años de la alta costura en un mundo satisfecho y confiado. Los desastres de la guerra aun eran recientes, frente a su doloroso y desgraciado recuerdo sólo cabía la huida y la recuperación vana del tiempo perdido. Una minoría privilegiada disfrutó de la alegría de siempre y de los tesoros que Balenciaga y otros ponían en sus manos. Su fiesta duró hasta muy avanzada la madrugada. Lentamente la industria de la moda y las generaciones que la dirigían fueron mudando. Todo cambiaba para que todo siguiera igual. En uno de esos momentos hubo que poner fin y Balenciaga se retiró. Sin embargo, la fiesta continúa imperturbable en otras nuevas madrugadas y en muchas más que han de venir mientras consigamos seguir huyendo. Sin mirar jamás atrás. Para eso están los museos.

Desde el inevitable cierre, la casa, el salón y el taller, bulliciosos y cálidos entonces, permanecen ahora vacíos. Sus muebles, sus lámparas y sus máquinas de coser continúan cubiertos por enormes sábanas. Su blancura polvorienta y ya sucia recuerda tanto un paisaje helado y hostil, como las salas nevadas y abandonadas de un depósito de cadáveres.

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