miércoles, 14 de enero de 2009

El peletero/El colibrí y las muchas en flor (y 4)



25 Agosto 2007

Mi bar preferido se encuentra en una esquina, lado montaña y Llobregat, es la mejor y la más sombreada. Una de las camareras que me atiende parece interesada en lo que leo. Siempre la veo fisgar por encima de mis hombros. Se parece mucho a una mujer que conocí hace ya tiempo. Tiene una fisonomía y una arquitectura corporal muy característica, sensual y bella, que no describiré.

¿Por qué?

Toma, le dije un día, y le di a leer un poema de W.H. Auden, titulado, “Muchacha que lloras en la duda”

Sorprendida por mi ofrecimiento y sin atreverse a sonreír leyó,

Muchacha que lloras en la duda,
¿quieres encontrar al atardecer
a tu amante con sus perros
y con un halcón en la vista?


Para, pues, ruidos y brisas,
soborna a cada pájaro,
apresa el sol con la mirada,
a la noche y a su manto.


Las noches de amor son siempre oscuras,
fríos son los vientos del invierno,
huye del miedo que ahora te atrapa,
deja atrás el infierno.


Huye hasta que oigas de las aguas
el intermitente sollozo;
por más que el mar sea áspero
deberás beberlo entero.


Y deja en las cárceles más hondas
fortaleza y añoranza,
y entre los navíos que en ella naufragaron
encontrarás la llave de oro.


Alcanza los límites, besa
al horrible vigilante,
y pasa al otro lado del círculo
a través del puente balanceante.


Allí un castillo desierto te espera,
se te ofrece para que lo explores,
abre el portal, sube la escalera
de mármol nacarado.


Llega hasta una estancia clara,
que ya está lejos el peligro,
saca el polvo y las telarañas
de aquel inmenso espejo.


Mírate en él hasta que no te reconozcas,
ya has llegado al final;
toma, entonces, la daga y atraviésate
el corazón desconcertado.


(W. H. Auden)

La muchacha se puso a llorar silenciosa y suavemente, me miró con la tristeza del que sabe algo terrible, me devolvió el libro y se fue despacio hacia dentro del bar para seguir atendiendo las mesas.

Yo también me entristecí al ver a esa mujer llorar, casi avergonzada de sí misma, y casi tanto como yo lo estaba de mí, y sin poder evitarlo. Ni ella ni yo. Una vez más tuve que ponerme colirio en mi ojo izquierdo, hace mucho tiempo que tengo el lagrimal enfermo y nunca llora por si solo. Eso me hizo recordar que una vez parecí tuerto.

Pero no lo era.

Desde dentro del bar se oía una rancia canción. Un viejo cowboy barrigón y de cabello abundante cantaba contento.

Cabalgaba solo en su Harley-Davidson plateada. La “bala de plata” la llamaba él.

-¿No se llama también “bala de plata” al Dry martini?

-Sí. Y la banda que acompaña a Bob Seger se llama también “The silver bullet band”

-Tres cuartos de ginebra seca y uno de vermú seco, ¿verdad?

-Sí.

-¿Qué diablos haces con tantas balas plateadas?

-Dispararlas.

-¿Con qué?

-Con mi rifle.

-No me hagas reír, esas balas no tienen pólvora


-No, no la tienen.

-¿Y a quién y a qué disparas con esa escopeta vieja?, pareces un torero con la espada roma.

-Disparo al aire, disparo a Nadie y a Nada. Te disparo a ti. No creas que es fácil.

-Estás viejo, eres hiriente, soberbio y mezquino. Y todo tu patrimonio es una escopeta estropeada que no es capaz ni de disparar balas sin pólvora.

-Tienes razón, pero yo tengo nombre y casa. No me escondo. Yo soy “el-peletero” y vivo en la coctelera, quien quiera puede entrar sin llamar, será bienvenido y podremos charlar.

Johnny Cash cantaba, alguien había puesto la moneda en la ranura adecuada y elegido la canción correcta. Su voz llegaba clara, nítida y fuerte hasta donde yo me encontraba.

As sure as night is dark and day is light
I keep you on my mind both day and night
And happiness I've known proves that it's right


Because you're mine, I walk the line

Siempre me he preguntado cuál es ese linde y nunca he sabido responder.

A un lado el abismo y al otro la muralla.

Al intentarlo me embarga la añoranza por aquel tiempo en que mi mundo eran mis ojos y aquellos mundos que contemplaban.

Pero una memoria demasiado precavida y siempre miedosa, decidió resguardar esos ojos de vientos ladrones y de tempestades necias. Y al igual que un mal café, los recuerdos se fueron depositando en el fondo y terminaron convertidos en lodo, poso y polvo.

Y también en algo de temor.

Y así, guarecido entre la oscuridad, el limo y el sedimento, traté de sobrevivir, más mal que bien, a la tormenta y al tiempo.

Aunque mis párpados, siempre curiosos de luz, no podían evitar ser ventanas o unos simples pétalos anhelantes por mostrar su flor.

Y llamar al colibrí para darle de beber.

Sediento, con su perfecto pico curvo,

simpático, alegre, contento,

florido,

y ajeno a la muerte del mar.

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