lunes, 30 de agosto de 2010

El peletero/La aguja del pajar (37)


Lecciones imaginarias, poéticas y desordenadas sobre arte y pintura.

37. La Naturaleza no existe.

La naturaleza no existe, existió, pero ya no. Al paisaje, en cambio, le sucede lo contrario, nunca ha existido hasta que algunos lo inventaron buscándose a sí mismos. ¿Qué persiguen pues los ecologistas en la naturaleza que una vez dominó el mundo?, se buscan también a ellos, pero no saben que en el lomo de la bestia jamás se hallarán, ni siquiera después de muertos, descabalgados y con el cuello roto al caerse de su grupa.

Johann Barthold Jongkind no llegará a ser nunca una de los grandes maestros de la pintura, ni alcanzó en su vida el virtuosismo de otros como Veermer. Pero sus excursiones por las riberas del Sena y las acuarelas, que realiza con su modesta puesta en escena, prefiguran toda la pintura posterior de paisajes. Sus obras son pequeñas y en ellas la luz está contenida, amortiguada, y al igual que Constable, que era oscuro queriendo ser claro, no usaba una paleta colorista, el arcobaleno sin sus líneas negras. Su mirada todavía contenía el candor que los franceses “impresionistas” abandonaron al tener éxito. Curiosamente Monet le presentó a Boudin, otro paisajista atento al viento y de la estirpe de Guardi, pero que también estaba descubriendo “la impresión” que transmitía a su joven alumno Monet. “Todo lo que esté pintado directamente y sobre el terreno tendrá una fuerza, una potencia, una vivacidad que no se encuentra en el taller”. Boudin afirmaba también que debía “poseerse una obstinación extrema para no salirse de la impresión primitiva que es la buena”, y que, “no ha de ser un detalle lo que impresione de un cuadro, sino todo el conjunto”.

Pero aparte del encanto de sus obras, de ese candor en sus palabras, y más allá de su inocencia, nada de eso era verdad, al menos no fuera de sus valores estilísticos que no vienen, casi nunca vienen, al caso. Casi.

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37M
-“Querido Víctor, por tu cumpleaños quería regalarte un libro, una historia de amor epistolar con un marinero, las cartas parecían mensajes en una botella lanzada al mar. Pero no sabía a dónde debía enviártelo. Al final he decidido mandárselo a Isabel, aquella de la que decías que se parecía a la Venus de Boticcelli, pero en morena. De ella contabas que a sus veinte años ya tenía unos deliciosos pechos caídos y que te gustaban así. Los hombres sois más extraños que nosotras, las mujeres. Isabel me ha respondido que tampoco sabe dónde vives, así que ha reenviado el libro a Guadalupe, aquella muchacha que se fue a vivir a Wyoming con un vaquero sueco, él criaba vacas y ellas las pintaba. Al final terminó largándose con un fotógrafo que la retrataba desnuda con dos perros a sus pies. Guadalupe me ha escrito diciéndome que ha despachado a su vez el libro a una extraña dirección de Méjico, y desde allí, alguien que no tengo el gusto de conocer, un tal Jesús, lo ha vuelto a mandar a otra de Nueva York, creo que del antiguo barrio peletero, a una tal Diana Freeman, que me parece recordar era prima de Esther y de Cristina, las reinas de Namibia. Si al final has recibido el libro dame al menos las gracias” (La madeja. Cartas a un amigo.)

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37H
-“¿Qué tiene que ver Giorgione y su tempestad con una apacible merienda campestre?, me decías.

No sé, pero ya sabes que después de la calma viene la tormenta aunque a nosotros dos siempre nos sucedió lo contrario. Escucha:

“En ella nos encontramos con dos dioses, uno es falso y está oculto tras las nubes y la lluvia. Los truenos que no oímos y los rayos que vemos nos lo recuerdan poderoso y temible. Ajenas a ese dios vociferante, tres figuras humanas desprotegidas, amenazadas por la intemperie prosiguen con su vida; un hombre de pie, vestido, observa o vigila con su lanza cómo una mujer desnuda, sentada en el suelo y protegida sólo por una pequeña tela colocada sobre sus espaldas, amamanta a su hijo también desnudo. Mientras lo alimenta, nos mira o mira al otro dios.” (“El peletero campestre”, el peletero)

Yo creo, querido amigo, concluías enérgica y convencida, que cuando hay tantos dioses y tantas mujeres desnudas todo termina por complicarse, esa pobre madre que amamanta a su bebé debe de estar pasando frío y nadie se preocupa por ella como es debido, eso es lo que pienso.

Yo me quedaba mudo porque la tuya era una respuesta que no tenía réplica, pero tampoco me dejaba satisfecho.” (El hilo. Cartas a una amiga.)
 

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