miércoles, 3 de noviembre de 2010

El peletero/Las memorias de Caín (11)






11. El Palacio.

Una vez quise habitar un palacio sin súbditos ni sirvientes, sin príncipes herederos ni princesas casaderas, sin Reinas y sin harenes.

Lo conseguí, viví solo en mis aposentos, en mis salones llenos de polvo y de muebles, repletos de recuerdos, de pinturas de los que habían de haber sido mis antepasados, de todas mis batallas, de mis esclavos y de mis soldados. 

Las habitaciones eran enormes, los pasillos interminables, las columnas salomónicas, las escaleras parecían no llegar ni empezar.

Era tan grande que jamás encontré una sola ventana, no logré salir nunca a un balcón ni trepar a una almena, terraza o mirador.

Nunca pude visitar todas sus estancias ni hacerme siquiera una simple idea cabal de cuál era su plano ni su alzada. No sabía si habitaba los pisos altos o me hallaba cerca de sus cimientos. Cada rincón era distinto, cada alcoba diferente.

Había pasajes secretos y puertas escondidas que conducían a nuevos lugares que a su vez llevaban a otros que te descubrían rincones insospechados y nuevos.

Cada estancia estaba decorada con su propio color, había incontables cortinas, tapices y alfombras, baldosas, estucados, frescos y bajorrelieves, tabiques, paredes, murallas y bóvedas celestiales, cuartos pequeños y cúpulas vaticanas. Algunas esquinas parecían plazas, templos vacíos de sus dioses y de sus fieles servidores, y otras recordaban despachos, scriptoriums, bibliotecas y estudios, salas, cocinas, celdas, glorietas, calles, avenidas y paseos.

Mi palacio también tenía espitas, llaves, fuentes, desagües y pozos tan profundos que al asomarme a ellos oía latidos y voces lastimeras que me atemorizaban porque parecían ser mis propios pensamientos.

Una vez quise habitar un palacio y ser el rey, el dueño absoluto y el señor de todas las cosas que no tienen nombre.

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