lunes, 2 de mayo de 2011

El peletero/Amor y hierro (1 de 15)


Amor y hierro. (1)

Para los iconoclastas la imagen pintada de Dios es un acto de soberbia al tratar de limitar lo que no puede ser limitado.

Cualquiera de sus iconos es un propósito fracasado al enseñarnos únicamente el rostro de un hombre y no el de Dios, y también un pecado de idolatría al querer que lo adoremos como si la imagen fuera realmente divina.

Dios no es un coto vedado, dicen, la mano del hombre no puede dibujarlo aunque sus ojos podrán verlo si tienen la suerte de contemplar una auténtica Verónica, imagen milagrosa realizada por la autoimpresión del rostro del mismo Dios en una superficie.

Para los iconoclastas, en el seno y en la génesis de cualquier imagen se esconde ya su falta, y su lacra, el deseo de trascendencia, ese extraño fruto que nos promete su sabor y su virtud más allá de él, fuera de él aunque sea con él.

Pero eso es imposible, es una quimera la tentación de mirar a lo lejos y ver de nuevo aquello que vieron Adán y Eva al comer la manzana del árbol. Ninguna imagen es producto de la magia ni tampoco consigue ser una pipa (Magritte), sólo es el dibujo de una de ellas aunque su poder sea el de convocarla.

¿Las imágenes son realmente unos demonios, o simplemente lo pretenden sin llegar a lograrlo nunca? 

¿Ése es su juego, su engaño?, ¿son una patraña?

A veces parecen unas potestades, genios aterradores o juguetones, ángeles caídos o que nunca llegaron a ascender, encarnaciones materiales de seres invisibles y poderosos que incitan al mal al convertirse en unas ventanas que nos permiten conocer verdades que no nos incumben.


En otras ocasiones sólo son el artificio de un ilusionista.

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