lunes, 20 de junio de 2011

El peletero/El baile


Textos vírgenes o el arte de no decir nada.

El baile. (22)

Baile lento de origen español. El bolero es una canción de amor desgarrado, de celos y desamor, de pasiones desesperadas. Un ritmo conocido en todo el mundo que ha dado lugar a multitud de extraordinarias canciones. ¿Quién no ha escuchado "Perfidia" o "Sabor a mi" alguna vez?

Su paso consta de tres movimientos laterales y una pausa —que se marca arrastrando el pie por el suelo, sin apoyarlo— y se ajusta como un guante a la música. Pasos cortos y arrastrados y un ligero balanceo de la cadera completan el estilo de este romántico baile, facil de aprender y con suficientes pasos para ser interesante para los bailarines.

El baile es demasiado divertido para limitarse a bailar dentro de la clase.
Bailar consiste en que uno de los miembros de la pareja dirija y el otro se deje dirigir. Hay otros métodos para organizar el baile pero este tiene dos ventajas apabullantes: permite aprender bailes y pasos mucho más rápido y, sobre todo, bailar con gente que haya aprendido en otros sitios.

Desde entonces la vida ha dado muchas vueltas, y F.L. ha participado en muchas actividades y aprendido muchos bailes nuevos, pero su opinión sobre esto no ha variado en absoluto. Por ello, en sus clases se insiste siempre al máximo sobre la importancia de aprender no sólo los pasos sino también cómo indicarlos y combinarlos. Por otra parte, se organizan regularmente fiestas y cenas de baile con objeto de facilitar la práctica fuera del ámbito de la clase.

Baila fácil, Faustino Lafuente.

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Mi desarrollo corporal fue lento y no siempre armónico, mi adolescencia separó de una manera extraña mis huesos de mi cerebro y mis gestos de mis palabras. Cantaba canciones desprovistas de música y tartamudeaba, no tenía ritmo, fluidez ni armonía tampoco. Algo decía, pero nadie me escuchaba más allá de la buena educación, mis palabras se perdían porque nunca se presta atención a lo dicho si no lo acompañan violines o trompetas y las mías, pobres y simples, parecían un tambor. Por eso el médico, al que me llevaron mis padres, me recomendó aprender a bailar, así lo hice y así logré navegar y dejarme llevar por las olas y los vientos, encararlos como si mi barca fuera una mágica alfombra voladora.

Pero se baila acompañado, o eso pensaba, y fuera de los necesarios ejercicios de estiramiento y calentamiento, debes encontrar a tu pareja de baile, una especie de doble, un raro clon.

Mi primer profesor acertó enseguida, tuve suerte, era un hombre hábil y experimentado y supo hallar mi mejor complemento, la pareja adecuada, una muchacha deliciosa y apropiada, ambos estábamos hechos para bailar juntos, nuestros cuerpos tenían las medidas precisas, el peso necesario y el sentido del tiempo armonizado como si fuéramos unos relojes suizos.

Con ella mis huesos se desataron, había parecido un nudo al despertar mi adolescencia, pero ahora, era una cinta de colores que colgaba de sus cabellos. Dejé de tartamudear y me di cuenta, gracias al baile y a su compañía, que la música es mucho más importante que las palabras. Era el instrumento que mi cuerpo había estando esperando para despegar y crecer, el acicate; las canciones se materializaban en ella y en nuestros pasos, giros y vueltas; mi sudor era el suyo y viceversa, respiraba su aliento y le daba el mío, me sonreía cuando la miraba y sus ojos parecían buscar en mi rostro la música que nos transportaba.

Éramos una pareja, una pareja de baile.

Yo era feliz, no necesitaba nada ni a nadie más, pero...

El profesor un día nos cambió, me emparejó con otra bailadora. Perdí todo lo ganado, tartamudeé de nuevo y mis pasos volvieron a ser torpes y patosos. Mi segunda compañera estaba bien, muy bien, pero era distinta, disfrutaba de otras medidas y de un peso diferente, sus volúmenes no eran los mismos, y más que suizo su reloj parecía ser japonés. Olía diferente y su aliento tenía una composición química a la que no estaba acostumbrado, me embriagaba de otra manera, era otra clase de vino. La rechacé educadamente y le pedí a mi profesor bailar de nuevo con mi antigua pareja.

-Como tu quieras, me respondió, pero debes saber que la verdadera compañía que necesitas eres tú mismo, has de armonizar tu esqueleto con tu cerebro, tus palabras con tu propio aliento, nadie respirará por ti, debes hacerlo solo y eso únicamente se consigue bailando con diferentes parejas.

-Pero si yo me encuentro bien con la primera, ¿para qué he de bailar con otra? He hallado un traje a mi medida, un guante de piel, con ella vuelo y las alas no pueden ser nunca ningún lastre, le dije.

-Ahora ella es tu libertad, pero dentro de un tiempo, ya verás, será tu jaula, añadió.

-¿Cómo puede suceder eso?, le pregunte.

-Porque las muletas ayudan a caminar, pero al final terminan por ser también la causa de tu cojera.

-Yo no cojeo.

-Ya estás empezando, no eres capaz de bailar con nadie más. Ten en cuenta que los mirlos no son gorriones ni los jilgueros estorninos, la soledad no es únicamente el punto de partida, es también el de llegada, las parejas son simplemente los pasos de un baile más grande, más amplio, siempre solitario, tus compañeras necesitan igualmente nuevos bailadores, no las enjaules tampoco, dales la libertad, no les pongas un nombre porque en el fondo no lo tienen, no son nadie.

-¿Nadie?

-Ni nada, si no quieres cojear ni tartamudear se fiel exclusivamente a la música que suena para todos, recuérdalo bien, la orquestra no toca solamente para ti, ella son las verdaderas alas, no los brazos ni los abrazos de tus parejas. Y piensa, piensa siempre, que la vida es más extraña que lo son nuestros días presentes, que escondidos detrás de los deseos ocultan la realidad, por ello, no te quepa la menor duda, la vida será aún más rara que todo lo que supones, esperas o imaginas.

(“Sofismas morales, el baile”, Demóstenes Vilanova del Bell Puig, mirlo)

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