lunes, 28 de mayo de 2012

El Peletero/Las Antillas como encrucijada


Hemeroteca peletera

Las Antillas como encrucijada.

Albert vive en un barrio en el que ya casi no quedan madrileños de origen o de adopción, de vez en cuando solamente se encuentra con algún anciano castizo, o parado de larga duración que ha quedado varado en esas extrañas playas caribeñas en las que se han convertido buena parte de nuestras calles.

A mi barrio barcelonés le ocurre algo muy parecido, quizá con un poco más de cosmopolitismo al añadirse pakistaníes y filipinos y algún que otro marroquí y bastantes bengalíes.

El tiempo es asesino, mis vecinos ancianos se me mueren todos, poquito a poco, y mi casa se llena de fantasmas y, curiosamente, de jovencitas Erasmus angelicales que no miran a la cara, o no saben o nadie les ha enseñado todavía.

Durante el día, mi calle se puebla también de otra clase de jóvenes estudiantes, son diferentes a los de antes, agarran el lápiz como si en vez de manos tuvieran garras o muñones y en lugar de escribir hicieran una mayonesa. Cerca hay dos escuelas de Formación Profesional y una más especializada únicamente en la mecánica del automóvil; en la que se encuentra en la misma acera de mi casa, l’Institut Lluisa Cura, estudió mi madre en tiempos de la República.

Uno de los primeros libros de pintura que Albert se compró fue un ejemplar de la famosa “Pinacoteca de los genios” dedicado a Gauguin, y sobre él hice yo también mi primer trabajo en la escuela. Ya sé que los Mares del Sur no son el Caribe, pero en algo se parecen, en esa especie de sucedáneo real del Paraíso que aspiran a ser o que en ellos queremos ver los sentimentales. Hace un tiempo tuve una novia que era más polinesia que caribeña y de pequeñito me enamoré de Tarita Teriipia, la que fue esposa de Marlon Brando, y a ella, una ensoñación infantil que más tarde se hizo realidad, le dediqué un post.

También recuerdo una extraordinaria y antológica entrevista con Víctor Erice hablando de su fallida película en dos partes, “El Sur”.

Albert se lo encontró no hace mucho en el metro de Madrid, se le acercó y le pregunto si era Víctor Erice, le respondió que no, que solamente se le parecía, pero Albert, de todas formas, le felicitó por su obra, Víctor, o su doble, le correspondió con una sonrisa y se apeó en la siguiente parada como si huyera de algo.

Al final de la entrevista Víctor Erice leía:

“Hay en el mundo unas islas que ejercen sobre los viajeros una irresistible y misteriosa fascinación. Pocos son los hombres que las abandonan después de haberlas conocido; la mayoría dejan que sus cabellos se vuelvan blancos en los mismos lugares donde desembarcaron; hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, algunos acarician el sueño de un regreso al país natal que jamás cumplirán. Esas islas son las Islas del Sur. Cuentan que en ellas estuvo en tiempos el Paraíso.”

(L. Stevenson, "Islas del Sur”)

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 Los extractos que publico a continuación son de un artículo que escribió Milan Kundera el año 1991 a propósito de las Antillas, la política y la literatura martiniquesa. El texto es, verdaderamente, como él lo titula: un bello encuentro múltiple, por lo que cuenta y por la manera de contarlo.

Me gusta especialmente el párrafo referido a la amistad, me recuerda a Albert Camus y su aprensión por las excusas, coartadas y exculpaciones ideológicas que pretenden establecer nuevas fidelidades que nunca son honestas y siempre artificiales. En este sentido la promiscuidad sexual, que Kundera apunta de René Despestre, es un dilema moral permanentemente abierto y es curiosa, al mismo tiempo que verdadera, esa consideración del vicio como inocencia. Siguiendo su hilo podríamos llegar a decir que la esencia del mal no se encuentra en su famosa banalidad, sino en la trampa y en el pozo de la inocencia, quizá la peor de todas las perversiones excepto para los rusonianos que creen que el buen salvaje es mejor que nosotros.

Mi novia siempre me recuerda que el verdadero mérito se encuentra en la palabra “no”, en decir no, en usar de nuevo un verbo reflexivo casi olvidado y que un día nos recordaba Antoni Puigverd en uno de sus magníficos artículos de la Vanguardia: abstenerse.

Me gusta mucho la expresión catalana, la que usamos los catalano hablantes: estar-se’n, de muy difícil traducción castellana al aparecer en ella un pronombre débil y ser una mezcla entre privarse y abstenerse.

Pero los nuestros son unos tiempos que no enseñan la abstención, ni aconsejan privarse de nada. Fuera del acto de votar en las urnas, siempre nos decimos a nosotros mismos que debemos aprovechar todo aquello que cae en nuestras manos, no perder ninguna oportunidad.

Durante un tiempo, una niña dominicana, Meiri, me recibía, al llegar a casa, corriendo hacia mí con los brazos abiertos como si fuera su padre. No era mi hija, lo era de Guillermina, una dominicana bajita y rechoncha que siempre lucía desvergonzada su mejor escote. La madre de Guillermina, Glenny, me aconsejaba que no me enamorara, que enamorarse es lo peor que le puede suceder a una persona, decía con una sonrisa inteligente, sabia y experta. Los sábados venía Marta, la hermanastra de Guillermina y la hija mayor de Glenny, y las dos se encerraban en uno de los baños para peinarse y alisarse su cabello rizado mientras yo las contemplaba con Meiri en mis brazos.
 
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Bello como un encuentro múltiple.

En 1941, cuando parte hacia la emigración americana, André Breton se detiene en la Martinica; la Administración de Vichy le encierra durante unos días; luego, liberado, paseando por Fort-de-France descubre en una mercería una pequeña  revista local, “Tropiques”, queda deslumbrado: en aquel siniestro momento de su vida la revista se le aparece como la luz de la poesía y el valor.


La obra de Arte como cruce de caminos

Una obra de arte es una encrucijada; el número de encuentros que en ella se producen está a mi entender, en estrecha relación con el valor de la obra. Me apetece decir lo mismo con respecto a las personas. Pienso en Césaire: es el gran fundador: fundador de la política martiniquesa que, antes de él, no existía. Pero es al mismo tiempo el fundador de la literatura martiniquesa; su “Cahier d’un retour au pays natal” (poema absolutamente original que no sabría comparar con nada, “el mayor monumento lírico de nuestro tiempo”, según Breton) es tan fundamental para la Martinica (sin duda para todas las Antillas) como “Pan Tadeusz” de Mickiewitz para los polacos o la poesía de Petöfi para los húngaros. Dicho de otro modo, Césaire es doblemente fundador; dos fundaciones (política y literaria) se dan en su persona.


Encuentro de un paraguas en perpetua erección y una máquina de coser uniformes.

Depestre. Leo un volumen de 1981 con sus relatos escogidos que lleva el título sintomático de “Alleluia por une femme-jardin”. Erotismo de Despestre: todas las mujeres rebosan tal sexualidad que incluso los postes indicadores se giran a su paso muy excitados. Y los hombres son tan concupiscentes que están dispuestos a hacer el amor durante una conferencia científica, durante una intervención quirúrgica, en un cohete cósmico, sobre un trapecio. Y todo por puro placer; no hay problemas psicológicos, morales, existenciales, se está en un universo donde vicio e inocencia son una sola y única cosa. Semejante embriaguez lírica suele aburrirme; si alguien me hubiera hablado de los libros de Depestre antes de haberlos leído no los habría abierto.

Afortunadamente los leí sin saber lo que iba a leer y me pasó lo mejor que a un lector puede sucederle: me gustó lo que por convicción (o por naturaleza), no debería gustarme. (...)

Depestre y el mundo comunista: el encuentro de un paraguas en perpetua erección y una máquina de coser uniformes y sudarios. Cuenta sus historias amorosas: con una chica que, a causa de una noche de amor, es desterrada durante nueve años a una leprosería del Turquestán; con una yugoeslava que estuvo a punto de ser rapada como lo eran, en aquella época, todas las yugoeslavas convictas de haberse acostado con un extranjero. Leo esos pocos relatos y, de golpe, todo nuestro siglo me parece extrañamente irreal, improbable, como si fuera sólo la negra fantasía de un poeta.


Amistad.

Conocido es el odio del Partido Comunista hacia Breton –el traidor-; conocido es el odio que oponía en los años treinta a los surrealistas que permanecían fieles a Breton a los vinculados con el Partido Comunista. Césaire estuvo en el partido hasta 1956. Eso no modificó su amistad por Breton. Acabo de saber que el partido que fundó en 1958 (el Partido Progresista Martiniqués) tiene como emblema la flor de la caña de Indias. ¿La caña de Indias? ¡Claro, era la flor preferida de Breton!

En su texto sobre Césaire (“Le gran poète noire”) de 1942 habla de la gran flor enigmática de la caña de Indias que es un triple corazón palpitando en el extremo de una lanza”; la describe “bella como la circulación de la sangre desde lo más bajo hasta lo más alto de las especies”, y quiere llevarla simbólicamente consigo.

(...)

En nuestro siglo hemos sabido traicionar fácilmente a los amigos en nombre de lo que se denominan convicciones. E incluso con la altivez de una rectitud moral. Es preciso en efecto cierta sabiduría para comprender que la opinión que defendemos no es sino nuestra hipótesis preferida, necesariamente imperfecta, probablemente transitoria, que sólo los muy cegatos pueden hacer pasar por certidumbre o verdad. Contrariamente a la vanidosa fidelidad a una convicción, la fidelidad a un amigo es una virtud, tal vez la única, la última.

(Las Antillas como encrucijada, Milan Kundera. La Vanguardia de Barcelona, 22 de octubre de 1991)





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