sábado, 7 de noviembre de 2009

El peletero/Meditaciones (5)



6 Marzo 2009

“Digau-m’ho, jo us clam mercè, si Déu vos deixe tot vostre desig cumplir” (Tirant, cap. CCLXII).
“Decídmelo, yo os daré las gracias, si Dios os deja todo vuestro deseo cumplir”
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Mi burdel preferido lo regentaba un transexual, por eso lo bautizó “La metamorfosis”. Gregorio, así se llamaba la “Madame”, en honor de Gregorio Samsa, el protagonista del célebre relato de Franz Kafka, estaba viejo y gordo. Yo ya lo conocí cercano a esa enfermedad que atrapa en la vejez y que propende a la nostalgia y al sentimiento de culpa al recapacitar sobre los errores y los daños causados en los demás. Errores y faltas, prejuicios y verdades falsas.
Lo malo, me decía Gregorio, es que si no pediste perdón en su momento solamente se lo puedes pedir a Dios. Dicen que hay tiempo, que siempre lo hay, que la última oportunidad se escapa con el último aliento.
Gregorio era un transexual viejo, con unos pechos grandes y caídos que iba perdiendo cada día menos aceite y cada noche más hormonas. Hubiera sido un buen Obispo y mejor Papa. El primer Gregorio que fue Obispo de Roma llegó a ser Santo allá por el 600, después de Cristo. El último de los Gregorios Papas fue el que alcanzó el número XVI un 2 de febrero de 1831. Se llamaba Bartolomeo Alberto Cappellari, y, como el primero, era de familia aristocrática, romano uno y veneciano el otro.
Los burdeles de Venecia fueron famosos, las putas que en ellos trabajaban dejaron a media ciudad enferma de sífilis y nunca satisfecha del placer recibido. Esa es una de las características del placer, siempre es escaso cuando se consigue, nunca satisface porque aumenta y agranda su deseo, el deseo de placer, el deseo de más placer, exactamente así, “más placer”, “más”, siempre “más”.
La puta veneciana es excelsa al igual que la pintura que se pintaba en esa ciudad de luz única, esa que descendiendo de la montaña se encuentra con el espejo del mar, luz que reverbera. Una ciudad que se enriqueció con el comercio de oriente. Vecina de la austriaca y mediterránea Trieste, tan luminosa también, tan vieja como triste, bilingüe y a caballo de dos mundos. Venecia fue sustituta de Constantinopla y nunca llegó a ser la Tercera Roma.
Antoinette, una amiga mía que no es puta, la ha visitado este verano, ha conocido Moscú y fue a rezar como lo hacen los ateos a un santuario cercano a la capital, tan próximo como lo pueden ser 70 kilómetros y tan profundo como lo es la Rusia de siempre, con sus filas de peregrinos y sus doradas cúpulas bizantinas, sus salmodias y ese perfume de caverna que tienen las iglesias antiguas. Devoción sin razón, miedos y confianzas viejas. Era el Santuario de “Serguiev Posad”, fundado en el siglo XIV y dedicado a Serguiev Rádonezh, Santo de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Si hay algo viejo en el mundo, viejo de verdad aunque maquillado y adornado con encajes negros y rojos y olores de tabernáculo y sacristía, de fruta a medio pudrir, viejo y renovado eternamente, es una puta y los tufos de las sábanas de su catre, que aunque cama siempre es un catre, y su sexo, que aunque sexo siempre es un verdadero coño.
Si no hubieras podido ser ni Obispo ni Papa, ni Rey ni Cardenal, ¿qué te habría gustado llegar a mandar?, ¿el mundo entero?, le preguntaba a Gregorio.
Me hubiera conformado con ser el Dogo de la Serenísima República de Venecia, nunca hubo ninguno que se llamara Gregorio, me habría gustado combinar la política con la lujuria y la codicia con el amor y amar así a una mujer.
¿Amar a una mujer?, ¿tú?
Sí, no te sorprendas, yo amé a mi madre, amo a mi hermana y amé a una mujer como mujer y como hembra, por eso me transmuté en una de ellas.
¿Quién era?
Se llamaba Magdalena, la patrona de las putas, era una joven abogada y aficionada al Arte que conocí en Venecia tratando de olvidar a su marido y de captar la luz de Veronesse, de Tiziano y de Tintoretto. Era americana, y entonces yo no tenía más de 16 años. Fue la amante de mi padre durante unos meses. Yo los espiaba, pegaba la oreja a la pared y trataba de mirar por la cerradura. Veía sombras y me imaginaba cosas que han terminado siendo verdad en mi burdel. Ella, Magdalena, sabía que los espiaba, y le gustaba. Un día trató de medio seducirme, me contaba cosas que me turbaban, me explicaba otras que desconocía y me preguntó si deseaba verla desnuda. Le respondí que sí, que nunca había visto a una mujer desnuda. Se desnudó despacio y sonriéndome, se iba desprendiendo de la ropa sin dejar de mirarme mientras me cantaba una vieja y dulce canción del folclore inglés:
Come again!, sweet love doth now invite Thy graces that refrain To do me due delight, To see, to hear, to touch, to kiss, to die, With thee again in sweetest sympathy. (1)
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(1) (“Come Again”, 1597. John Dowland)

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