20 Mayo 2009
42. El Jardín y el eco.
Para Christiane es injusto que alguien compare sus jardines con aquel que pintó Velázquez, el mejor de toda la historia de la pintura, “El jardín de la Villa Médicis” y que al pintarlo no lo pintó, pues solamente pintó su entrada con su puerta desvencijada. Efectivamente, no podemos compararla con el mejor de los pintores que siempre conseguía pintar lo que hay dentro mostrándonos únicamente las afueras.
Velázquez no escribió ni una sílaba, al menos ni una que se guarde o sea interesante de leer. Sabemos lo que leyó al conservarse su biblioteca y sabemos que nada garabateó, excepto cartas obligadas al Rey y cuentas de gastos y cobros. También sabemos de su afán por obtener un título de nobleza, aunque fuera segundón y algo barato.
Sabemos entonces qué leía y supuestamente qué sabía. También conocemos qué miraba. En un pintor eso que pinta es aquello que suponemos también mira, aunque nunca se sabe, nunca podemos estar seguros de aquello que los demás hacen o piensan.
O miran.
Solamente podemos saber aquello que dicen.
Y yo digo que:
Pere me hablaba del último día de la guerra.
Repito: Pere, mi padre, me hablaba del último día de la guerra.
Me hablaba de la distancia que existía entre las trincheras, pero que a pesar de ellas, las voces y las palabras llegaban nítidas y fáciles al otro lado, al otro bando, y al otro lado del bando. Ellas habían sustituido a los disparos aquel último día.
No quiero recordar esa anécdota de mi padre para resaltar valores pacifistas y a la moda, o el esperado final del miedo y la angustia, la alegría que causa en un muchacho joven, en un simple soldado, una guerra que termina. Es solamente y una vez más, la metáfora de dos que hablan y que en una guerra civil es un drama más notorio y cruel.
Desde su trinchera los dos bandos se mataban y se hablaban, se entendían y se oían. Las voces llegaban iguales y más rápidas aún que las balas, salvando una distancia efímera y escasa.
Pere me hablaba del final de la guerra, de aquel último día, de las lágrimas, de los besos y de los abrazos entre enemigos, hombres y soldados en aquella tierra de nadie, en esa mitad del camino, en ese tramo que hay entre la vida y la muerte.
Ya es hora de terminar, de dar por finalizada tanta palabra. Y como no sé cómo debo hacerlo, de verdad que no lo sé, lo haré recordando a mi madre, Veni, que fue la madrina de algunos de aquellos soldados a los que escribía cada día.
Recordaré también a Pere, que estaba contento, era un hombre feliz, porque la guerra había terminado. Los recordaré a ambos porque no puedo olvidar su dulce compañía.
Creo que recordándolos es la mejor manera de hablar de identidad. De la suya y de la mía. De ese eco que soy de ellos y de Albert, mi hermano.
Eso somos todos, un eco los unos de los otros. Y la propia literatura también lo es, un grito, una palabra que va de muralla a muralla.
. . . . . . . . .
Porque no puedo olvidar su dulce compañía.
. . . . . . . . .
X.C.T., septiembre de 2008
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